Reescribir mi destino. Brianna Callum
Enojarme, llorar, aceptar
para ponerme de pie
y avanzar.
Respirar hondo,
transformar las dudas
en certezas,
enfrentar los miedos.
Volver a empezar
una y mil veces.
Creer en mí.
Creer que es posible.
Tomar el timón
de mi vida.
Reescribir mi destino.
Amar, reír, soñar...
Vivir.
El destino siempre hallará la forma de encontrarnos.
PRÓLOGO
Ostuni, Valle de Itria, Italia
Sábado, 14 de enero de 2017
Caminaba a paso ligero y con la mente puesta en el objetivo que se había fijado. Puede que su intención fuese no pensar en nada más, al menos por algunos minutos. Necesitaba esos instantes de paz que obtenía allí, en la inmensidad de ese campo de olivos donde solo se oía su respiración agitada y, de vez en cuando, el trino de algún pájaro a lo lejos que la brisa traía hasta sí.
Poco después, al comenzar el ascenso de la lomada y duplicar el esfuerzo, notó que se había abrigado en demasía. El error lo había cometido al creer que la temperatura estaría más baja. No obstante, a pesar de transitar el apogeo del invierno, el clima de ese día estaba resultando atípico y el calor del sol podía percibirse más fuerte. Puede que la caminata también hubiese influido en su acaloramiento.
Caeli necesitaba recuperar el aliento y no le hubiese venido mal quitarse la bufanda que llevaba al cuello, pero aunque sintió la tentación de detenerse, descartó la idea y siguió avanzando entre los imponentes olivos que ese día parecían acompañarla en su penar. Entre sus brazos cargaba una urna de yeso, que si bien no resultaba físicamente pesada, sí lo era para su alma.
Alcanzado su objetivo, desde la cima del promontorio, la panorámica la dejó sin palabras. Puede que haya sido ese el momento exacto en el que tomó real dimensión de la propiedad que se extendía a sus pies y que ahora había quedado en sus manos. Hectáreas y más hectáreas de olivos, algunos centenarios, exhibían orgullosos sus frondosas copas ahora en letargo a causa del invierno.
A lo lejos distinguió el tejado a dos aguas y los muros blancos de su casa que, con algunas casitas más, desperdigadas a cierta distancia igual que en la pintura de algún artista de renombre, parecían haber sido colocadas de manera estratégica para otorgar puntos de contraste entre el paisaje natural y la obra del hombre. Alejada del caserón principal, se distinguía la fábrica de aceite de oliva. Junto a esta, se alzaba un techo cónico más alto adosado a otros de igual estructura pero más pequeños, que destacaban en belleza y originalidad del resto de los edificios. Se trataba de trulli –trullos– típicos de la zona, que tenían más de cien años de antigüedad. Antaño se habían utilizado para guardar las herramientas de trabajo, y ahora, luego de que fueran restaurados, albergaban las oficinas principales de Collina del Sole.
Caeli bajó la vista hasta la urna que sostenía contra su pecho. La apretó con fuerza, obedeciendo a la necesidad gestada en su interior que a gritos le reclamaba un abrazo. Pero la necesidad no se aplacó ni un ápice ante ese abrazo unilateral, incompleto, que no hizo más que redimensionar el vacío que la engullía. Los ojos se le llenaron de lágrimas. La angustia pretendió cerrar su garganta; entonces ella, para ganarle la batalla, exhaló un hondo suspiro con el que se infundió de valor para dar ese paso y destapar la urna.
Esperó. Y cuando la brisa adquirió la fuerza suficiente como para alborotar su cabello, supo que había llegado el momento. Liberó las cenizas, que se alzaron en alas invisibles y, durante varios segundos que parecieron acontecer en cámara lenta, formaron remolinos ante sus ojos. Caeli sintió que una profunda emoción le inundaba el pecho al imaginar que esa era la manera de Paolo de decirle adiós antes de expandirse como para abarcar una mayor superficie y volar hasta perderse entre las copas de los árboles. Aunque el acto en sí era desgarrador, ese instante resultó ser sorprendentemente hermoso.
–Adiós, Paolo mío. Vuela. Vuela y recorre estos campos que tanto has querido –se despidió con los ojos ciegos de lágrimas; después envió un beso al cielo.
Sabía que en cuanto se enterara, su suegra reprocharía su accionar. En contraposición, ella estaba segura de que ese era el mejor destino para su esposo. Paolo había dedicado su vida al olivar. De hecho, ¡esos campos habían sido su vida entera! Era justo, entonces, que esas tierras lo recibieran en sus brazos en la hora de su descanso eterno.
Un estremecimiento le recorrió la columna. Su cuerpo entero temblaba por dentro. No sentía frío, al contrario, percibía la tibia caricia del sol en su piel; no obstante, en su interior era como si se le hubiesen helado los huesos. Volvió a fijar la vista en los añejos olivos en un intento de distraer la mente. Falló de manera grosera. Sentía una fuerte opresión en el pecho y que le faltaba el aire. Su respiración pasó a ser rápida y superficial; parecía que se aceleraba al ritmo de sus inquietudes. Su frecuencia cardíaca también se vio aumentada; las palpitaciones reverberaban hasta en su cuello. Sobre la piel se le formó una capa de sudoración que en contacto con el aire le provocaba escalofríos. No pudo hacer nada para evitar que el pánico la atrapara en sus redes de acero, y una vez capturada, este se negó a liberarla.
–¿Qué voy a hacer ahora que ya no estás, Paolo? ¿Qué voy a hacer?
Mientras se repetía esas preguntas con insistencia, la angustia siguió escalando desde su pecho hasta que se le instaló en la garganta, que le ardía de manera salvaje. Creyó que ya no podría respirar, y por un momento temió estar sufriendo un ataque cardíaco. Se dejó caer de rodillas, depositó la urna vacía en el suelo para liberar las manos y se las llevó al rostro en el momento justo en el que estallaba en llanto.
Desde que le dieran la noticia del fallecimiento de su esposo, esa era la primera vez que podía dar rienda suelta a su dolor, al miedo despiadado y a la incertidumbre. Hacerlo la ayudó a descargar la angustia y a hacer un poco más ligeros los síntomas.
–¿Qué voy a hacer? –volvió a preguntarse cuando fue capaz de pronunciar las palabras–. ¿Qué voy a hacer, si solo sé ser esposa y madre?
Caeli tenía veintidós años cuando un conocido en común le presentó a Paolo. En ese tiempo,