Reescribir mi destino. Brianna Callum
no se quedaría callada con tal de empujar a su hermana a un sanador desahogo.
–¡Tu suegra anda como loca! –exclamó–. No sé, dice que las cenizas de Paolo han desaparecido. Lo cierto es que, de un momento a otro, su urna ya no estaba en su lugar –acotó en tanto indicaba con un ademán hacia la puerta. Se refería al altar que las hermanas de Paolo habían improvisado sobre una vitrina baja donde, además de cubrirla con un mantelito blanco de encaje tejido a mano, habían puesto velas, flores y un Jesús crucificado.
Caeli se limitó a esbozar una mueca. Sin palabras, ese simple gesto hablaba de resignación, cansancio y profunda pena.
–Caeli, ¿tienes algo que ver con eso? –insistió Marianela.
La aludida suspiró, dejó la esponja dentro del fregadero y apoyó las manos sobre el mármol frío de la encimera. Le pesaban los hombros. Le pesaba el alma. Volvió a inhalar en profundidad y exhaló el aire, despacio. En ese momento se planteaba si hablar o no con su hermana, tras lo cual aceptó que tal vez lo necesitaba: dentro de su garganta, un nudo apretado de angustia le dolía demasiado. Supuso que podía tratarse de las palabras atascadas, de los sentimientos guardados, de las emociones reprimidas... Suspiró, y una nueva exhalación profunda dio paso a las palabras.
–Intuyo que doña Nydia se pondrá aún más loca.
–¿Qué hiciste, Caeli?
–Nada... Solo llevé a Paolo al único lugar donde sé que él desearía estar: colina arriba, en el promontorio –con la vista perdida en el infinito, como si estuviera viendo imágenes pasadas, continuó–: Allí, desde donde él podía observar todas sus posesiones. Donde le gustaba estar... Si cierro los ojos, hasta puedo verlo: de pie, erguido y con las manos en la cintura, el cabello entrecano despeinado por la brisa, la media sonrisa dibujada en su boca... Se veía como un rey orgulloso. Estoy segura de que allí se sentía poderoso... –clavó sus ojos en los de su hermana al momento que inquiría con ímpetu–: ¿Acaso imaginas un mejor lugar para él?
–No, por supuesto que no. Has sido su esposa por más de dieciséis años; nadie mejor que tú sabría interpretar sus deseos. Sin embargo, puede que doña Nydia no lo comprenda y que hubiese preferido tener las cenizas arriba del aparador. Algo así le oí decir.
–¡¿Sobre el aparador?! –clamó con el rostro desencajado, lo que denotaba su estupor ante una idea que para ella era por completo descabellada–. ¡Pero ese no sería un lugar apropiado para Paolo! No para él, que le gustaba el campo, el aire libre, sus olivos. ¿Cómo podía dejarlo sobre un mueble, encerrado en una urna? ¿Entiendes, Marianela? ¡Eso para él no hubiese sido paz!
–Claro, Caeli, claro. No te alteres, por favor –procuró tranquilizarla–. Seguro que doña Nydia comprenderá lo que hiciste en cuanto le expliques que solo cumplías con los que hubiesen sido los deseos de su hijo.
Caeli respiró hondo y asintió con la cabeza. Su hermana tenía razón, tenía que tranquilizarse. Buscó la tetera, la llenó con agua y la puso al fuego.
–Me prepararé una taza de tilo y manzanilla. ¿Quieres? –le preguntó a su hermana mientras, sin esperar respuesta, sacaba tazas y platos de la alacena. Había decidido que, en cuanto se sintiera con más calma, iría a hablar con su suegra; la señora merecía una explicación. Todos los miembros de la familia estaban atravesando por un momento difícil y cada uno le hacía frente de la manera que podía.
–Sí, gracias. ¿Puedo ayudarte con algo: llevar el azúcar a la mesa, las cucharitas...?
Caeli le dirigió a su hermana una mirada cargada de ternura y le sonrió con el mismo sentimiento.
–Ya lo haces, Marianela. Ahora mismo me ayudas de maneras en las que ni siquiera lo imaginas. Ven, tomemos la tisana, que estoy segura me hará sentir mejor –acompañó las palabras señalando hacia la mesa. Allí se dirigió portando la bandeja con el servicio listo para degustar la deliciosa infusión, que ya inundaba la cocina con su dulce aroma. El tilo y la manzanilla tenían ese poder: reconfortaban y apaciguaban los ánimos, primero con su perfume, y completaban su magia al beberlo. La contención que Marianela había ejercido sobre su hermana había sido el ingrediente extra de la fórmula. Caeli se sentía mejor; al menos por el momento.
2
Tiziano se escabulló de la sala de estar y se dirigió hacia las escaleras. A medida que subía los escalones de uno en uno, el murmullo iba quedando atrás: las conversaciones ininteligibles de la gente que se había acercado a darles el pésame, el llanto ahogado de su abuela Nydia, las voces potentes de sus tías...
Se sentía aturdido, igual que aquella vez en la que en un partido de fútbol había saltado a cabecear y había chocado la cabeza con un adversario. La situación era por completo distinta, sin embargo, se sentía de manera similar: confundido, aturdido, angustiado. La cabeza como a punto de estallar. Todavía no podía creer que su padre estuviera muerto, que ya no lo vería nunca más, que ya no compartirían momentos propios del día a día, de la vida.
En su inocencia de niño, creyó que sus padres serían eternos; ya de adolescente, evitaba pensar en que ellos pudieran faltarle. Además, Caeli y Paolo eran jóvenes, la lógica indicaba que era difícil que alguno de ellos pudiera morir de repente. Pero a la muerte rara vez se le encuentra la lógica, razonó Tiziano.
Ya en el pasillo del primer piso, a pesar de que tomó la manija de la puerta para ingresar a su dormitorio, la soltó y caminó hacia el final del corredor, donde se encontraba la habitación de sus padres. Una vez dentro, la recorrió con la mirada. Las pertenencias de su padre seguían por todas partes, tal como él las había dejado el jueves a la tarde antes de salir con sus amigos, como hacía cada jueves de manera religiosa antes de que sufriera el infarto repentino, inesperado.
Sobre el respaldo de la silla junto al vestidor, descansaba una camiseta gris con cuello polo de Armani. Cuando Tiziano la tomó en sus manos, los restos del perfume que usaba su padre y un dejo de olor a tabaco de sus cigarrillos invadieron sus fosas nasales de manera tan vívida, que si cerraba los ojos podía imaginar que Paolo estaba con él dentro del dormitorio. Sin pensarlo siquiera y obedeciendo a la necesidad de aferrarse a esa sensación de presencia, se quitó la camisa escocesa que llevaba puesta para ponerse el polo de su padre; luego volvió a colocarse la prenda a cuadros rojos y negros, que dejó desabrochada.
Dejó la habitación ya sin recorrerla con la mirada. Si lo hacía, la ausencia volvería a tornarse real. Poco después, ingresó a su dormitorio y cerró la puerta tras de sí, aunque no logró apagar las voces y llantos provenientes de la planta baja.
Al acercarse a la mesa de noche en busca de un par de auriculares, vio a su madre a través del cristal de la ventana. Caeli cargaba la urna de Paolo entre sus brazos y en ese momento se adentraba en el olivar. Tiziano inhaló una honda bocanada de aire al deducir lo que ella estaba a punto de hacer y, por algunos segundos, se debatió entre la posibilidad de acompañarla o dejar que fuera sola. Prevaleció la segunda opción aunque se sintió egoísta al preferir evitarse el angustioso momento de liberar las cenizas de su padre. Sabía que al presenciar semejante acto la realidad caería por su propio peso, cruda e inamovible.
Se recostó en la cama, abrió la aplicación de música y buscó un tema: Save me, de XXXTentacion, comenzó a sonar. La melodía lo acompañaba a la perfección en su estado de ánimo. A pesar de su estilo oscuro y en apariencia depresivo, la canción no lo sumía en una depresión mayor. Al contrario, parecía cobijarlo en un abrazo reconfortante. Lo sostenía, tal como si empatizara con su dolor, y así le impedía caer más profundo.
Tiziano cerró los ojos cuando sintió que ya no podía contener las lágrimas y estas brotaron con naturalidad debajo de sus párpados. Las dejó fluir y en algún momento se quedó dormido.
Despertó con golpes a la puerta. Al echar un vistazo al celular, advirtió que al menos había pasado una hora.