Reescribir mi destino. Brianna Callum
enamorarla.
Tras mantener un breve noviazgo, tiempo durante el cual ella había alcanzado a graduarse, los primeros e inequívocos síntomas advirtieron a la pareja del incipiente embarazo. Ambos, provenientes de familias tradicionalistas y religiosas, supieron que el único camino a seguir consistía en contraer matrimonio. Y así lo hicieron. Se habían casado enamorados y para toda la vida; ella, creyendo que envejecerían juntos. No tuvieron en cuenta que el “para toda la vida” de Paolo fuese a caducar tan pronto, al exhalar su último aliento tras sufrir un infarto. De su boda, habían pasado casi dieciséis años.
Paolo había sido un buen esposo. Al respecto, sentía que no podía hacerle reproches más allá de su firme carácter. Desde el primer día en el que la llevó a la propiedad matrimonial, él había sido claro y no había permitido que se hiciera lo contrario: su esposa se quedaría al cuidado del hogar, no saldría a trabajar, tampoco intervendría en los negocios familiares, aun cuando su título la hubiese facultado para ello. Los Bianchi poseían una finca de olivos que dedicaban mayormente a la explotación oleícola y ella se había graduado en Ciencias y Tecnología Agraria. Según Paolo, no era necesario que su esposa trabajara porque para eso estaba él que era el hombre de la casa. Ella había aceptado, habituada a que esa fuera la costumbre en general dentro de su entorno de crianza. En su propia familia, hasta que Caeli marcó un precedente al seguir una carrera, la mujer solía ocupar el puesto de ama de casa, esposa y madre, sin mayores aspiraciones. Sus hermanas, inspiradas por ella, habían seguido sus pasos y también habían asistido a la universidad; pero esto se había dado tiempo después. Luego de la boda, los mandatos adquiridos, la cultura y las costumbres pesaron más que las aspiraciones personales, y aceptó sin reclamos que su esposo decidiera qué era “lo mejor” para ella y para su destino...
Aunque durante dieciséis años había convivido con ese acuerdo y no había sido necesario nada más de su parte, su vida había dado un vuelco: viuda y con un hijo adolescente, a sus treinta y ocho años, Caeli no sabía ser otra cosa más que esposa y madre. Poseía un título, claro que sí, pero temía que este se hubiera herrumbrado junto a los conocimientos adquiridos en la universidad a fuerza de haberlos dejado aletargados y durmiendo en una gaveta.
Para mantener la economía del hogar era imperioso que saliera a trabajar o que se ocupara del olivar y de la fábrica de aceite de oliva; esto último, para mayor bochorno, representaba la herencia de su hijo: Paolo siempre había dado por sentado que Tiziano debía seguir sus pasos. No podía darse el lujo de perderlo. La responsabilidad que ahora recaía sobre sus hombros era mayúscula. La presión, indescriptible.
Caeli se tomó la cabeza con las manos. Ignoraba cómo iba a hacer frente a semejante desafío. Cómo iba a salir adelante. Era tan grande el cambio que se avecinaba, que el pánico volvía a apretar una mano de hierro alrededor de su garganta. Sin Paolo se sentía a la deriva. Se encontraba perdida. Su esposo, por supuesto que amparado en su pasiva complicidad, la había convertido en un ser dependiente de él para todo; pero se había olvidado de enseñarle cómo vivir cuando él le faltara.
1
Desanduvo el camino, primero colina abajo y después a través del campo, ralentizando los pasos tanto como le fue posible con la intención de demorarse. De solo pensar en llegar, se sentía agobiada. Hacía dos días que su casa estaba invadida por gran cantidad de gente que había arribado a Ostuni desde distintos puntos del país. Un ejemplo eran sus padres y hermanas que habían viajado varios kilómetros desde Nápoles para acompañarlos a ella y a su hijo y darles el pésame. De los Dalmonte solo había faltado su hermano Dante con su familia, que justo por esas fechas estaban de viaje en el extranjero. Desde la ciudad de Bari habían llegado los padres de Paolo y las hermanas con sus respectivos esposos y progenie. Tíos, primos y amigos del difunto –de algunos hasta entonces Caeli había ignorado su existencia– también habían viajado desde sus lugares de residencia para darle el último adiós. Y, por supuesto, allí estaban los empleados de Collina del Sole y algunos vecinos. La casa se había convertido en un mundo de gente y actividad cuando ella hubiese preferido prolongar el silencio reinante en el promontorio, la paz transmitida por el paisaje, el abrazo de su hijo; nada más.
A Tiziano tampoco se lo había visto feliz con semejante invasión. Cuando ella, superada su paciencia, había tomado la urna con las cenizas de su esposo y se había escabullido entre los olivos, su hijo hacía rato que se había encerrado en su dormitorio en busca de lo mismo que Caeli: la preciada soledad. Al respecto eran muy parecidos: los dos preferían la introspección, el sonido del silencio o el de la música al de las voces. Las conversaciones multitudinarias tenían el poder de abrumarlos; las concentraciones de gente, les causaban una especie de claustrofobia. Paolo solía reírse de ellos cuando lo planteaban: “No parecen italianos”, les decía. Pero lo eran, y a mucha honra; pero preferían la paz al bullicio.
Caeli había logrado tener un momento de soledad y la libertad de dar rienda suelta a su angustia, que tanto había reprimido en presencia de las visitas; sin embargo, debía volver a hacerles frente.
Ante la puerta trasera de la casa inhaló una bocanada de aire y tomó la manija, después empujó para abrir. La recibió la cocina, donde platos y vasos sucios la esperaban acumulados en el fregadero. Se quitó el abrigo y la bufanda, que dejó colgados en un perchero detrás de la puerta. Después se arremangó el jersey hasta debajo de los codos y se puso manos a la obra: prefería dedicarse a la limpieza que escuchar una vez más las frases: “Lamento su pérdida”. “Mi más sentido pésame”, todas, por supuesto, acompañadas por el rosario de virtudes de su esposo. No tenía ninguna objeción a esto último, aunque en esos días, en los que solo ella sabía lo que sentía su corazón, prefería aislarse. Porque, aunque otros también habían sufrido pérdidas, cada uno las siente y sufre a su manera: algunos mostrando su angustia; otros, como en su caso, guardándola en lo profundo de su corazón para compartirla únicamente con su soledad. En definitiva, le resultaban contraproducentes los intentos que la gente hacía por consolarla. Y, si bien reconocía que algunos lo hacían de manera sincera y preocupados por su estabilidad emocional, se daba cuenta de que otros perseguían el objetivo de quebrarla para alimentar el propio morbo. Y, por supuesto, no había faltado la persona que entre cuchicheos había soltado la frase: “¡Mujer desalmada, no es capaz de soltar ni una lágrima por ese pobre hombre, que Dios lo tenga en su santa gloria!”.
¿Qué pueden saber ellos de cuánto sufro yo, Paolo, de cuánto te extraño ya, del vacío que dejaste en mi vida?, se repetía mientras enjabonaba la vajilla.
–Aquí estás –comentó Marianela. Hacía un momento que había ingresado a la cocina y, apoyada en el vano de la puerta, observaba a su hermana mayor lavar los platos: la cabeza gacha, la vista fija en la vajilla, como quien mira sin ver realmente. Los movimientos aprendidos de memoria y realizados solo por no dejar las manos quietas. La mente, a miles de kilómetros... Así es como ella la veía.
Marianela aguardó por una respuesta. Sin mirarla siquiera, Caeli solo asintió con la cabeza para evitar que viera sus ojos enrojecidos. Detestaba llorar, y mucho más detestaba que alguien supiera que había llorado. No quería quedar expuesta, desnudar sus miedos; mucho menos en ese momento en el que deseaba aparentar una fortaleza de la cual carecía. La incertidumbre ante el futuro, la inseguridad... todo la llevaba a sentirse vulnerable, perdida. Sin embargo, frente a los demás, y sobre todo por su hijo, quería mostrarse fuerte.
Marianela, que había comprendido la necesidad de silencio de su hermana, caminó hacia el fregadero, tomó un paño de cocina de una de las gavetas y empezó a secar los platos que ella iba dejando en el escurridor. Al cabo de unos minutos del repetitivo ritual en el que solo se limitaban a lavar y secar la vajilla, Marianela volteó hacia su hermana y le tomó la mano derecha con la intención de detener sus movimientos. Esto obligó a Caeli a mirarla. Se trató de un instante al cabo del cual volvió a voltear el rostro.
–¿Dónde estabas? –quiso saber Marianela. Caeli se alzó de hombros.
–Por ahí –fue su escueta