Reescribir mi destino. Brianna Callum

Reescribir mi destino - Brianna Callum


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que dejó colgando del cuello. Después se secó la humedad de las mejillas y se restregó los ojos con la intención de ocultar todo vestigio de llanto.

      –Tizi, ¿puedo pasar? –preguntó ella en tanto, esta vez, abría la puerta lo justo como para asomar la cabeza.

      –Sí –murmuró él.

      Con el mayor disimulo posible, radiografió a su hijo con la mirada. No le pasó en absoluto desapercibido que él vestía el polo gris de Paolo, mucho menos sus ojos enrojecidos. No hizo referencia ni a una ni a la otra cosa para no incomodarlo; en cambio, procuró iniciar una conversación desde otro ángulo. Tampoco le iba a preguntar cómo se sentía; el interrogante era absurdo dadas las circunstancias.

      –Te traje una leche chocolatada y un panino de queso –le comunicó. Dejó la bandeja sobre la silla junto a la cama y ella se sentó en el borde del colchón, sin tocarlo pero a una distancia ínfima en caso de que su hijo necesitara el contacto. Tiziano siempre había sido un chico muy emocional y sensible, aunque después de cumplir los doce años, puede que por pudor, se había vuelto reacio a demostrar sus sentimientos y emociones. A causa de ello, no quería invadir sus espacios ni propiciar que no se sintiera a gusto. No obstante, debía saber que ella estaba allí para él, como siempre había sido desde el día en el que había llegado al mundo. Sin esperar una respuesta a su comentario, que era probable que no llegara, Caeli continuó con la mayor naturalidad posible–: Imaginé que preferirías tomar aquí la merienda.

      En esa ocasión, Tiziano esbozó una sonrisa, que aunque apenas perceptible, lograba transmitir agradecimiento ante el gesto de su madre.

      –¿Tú comiste algo? –le preguntó él. Ser muy protector con ella era otro rasgo del chico. La joven mujer se sintió conmovida.

      –Hace un momento tomé una tisana con tu tía Marianela.

      –Pero no comiste –reafirmó él.

      –En realidad, no –tuvo que reconocer. Tiziano negó con la cabeza, luego estiró la mano hacia el plato para tomar el panino, que partió a la mitad. Le entregó a ella una de las porciones–. Podemos compartir este.

      Caeli lo aceptó sin rechistar a pesar de sentir el estómago cerrado. Todo fuera para que su hijo probara algún bocado; le constaba que no había comido mucho en lo que iba del día.

      Tiziano dio un mordisco al emparedado. Volteó el rostro hacia la ventana y su mirada se perdió entre las copas de los árboles, que se extendían a lo largo y ancho del campo como un infinito mar verde y plateado, agitado con suavidad por la brisa. Las lomadas del terreno lograban un efecto visual de ondas que se aplanaban hacia el final para después emprender el ascenso a la parte de mayor altura. Allí, en lo alto, se encontraba el promontorio.

      –Te vi ir hacia el mirador con... papá –murmuró Tiziano sin mirar a su madre. Su mirada todavía se paseaba por los senderos de tierra rojiza que serpenteaban entre las hileras de olivos. No había sido capaz de pronunciar las palabras correctas: urna, cenizas, restos... Decirlas en voz alta las volvería reales y, por lo pronto, necesitaba seguir negando, aunque fuera a medias, la verdad.

      Caeli se sintió en falta, aunque la tranquilizó saber que su hijo la había visto. No es que pensara ocultarle lo que había hecho; solo había estado esperando el momento para decirlo. Tiziano se le había adelantado.

      –Lo siento, Tizi, tendría que haberte preguntado si querías acompañarme –se disculpó ella, apenada. Sin mirarla, Tiziano negó con la cabeza. Su madre prosiguió–: Creo que mi comportamiento fue egoísta porque en ese momento no pensé en los deseos de nadie más, solo en mi necesidad de soledad y en lo que Paolo hubiese querido.

      –Todo está bien, mamma. Papá está donde a él le gusta.

      Caeli inhaló una honda bocanada de aire para mitigar la angustia. Su hijo seguía hablando de Paolo en presente; se negaba a dejarlo ir. Y aceptó que estaba bien, porque cada quien tiene sus tiempos para transitar por el enorme dolor que causa una pérdida.

      En un principio, ella también había querido negar la verdad. También había ansiado despertar y descubrir que esos últimos dos días habían sido producto de una pesadilla y que, de un momento a otro, Paolo ingresaría a la casa después de pasar el día en el olivar o en la fábrica. O que saldría del cuarto de baño con el cabello húmedo y dejando una estela de su masculino perfume. O que se acercaría a abrazarla y ella lo regañaría por ese cigarrillo que había fumado. Porque aunque Paolo hacía tiempo que prometía dejar de fumar, jamás había podido alejarse de ese vicio.

      Pero no. Por más empeño que hubiese puesto en negarlo, Paolo ya no estaba, y la revelación de la verdad había dado paso al enojo. Estaba enojada con su esposo por no haberse hecho los chequeos médicos. Tal vez, solo tal vez, de esa manera hubiesen detectado a tiempo su afección cardíaca. Estaba enojada con su esposo por no haberse cuidado más, por no haber dejado de fumar, por haberse sobrepasado con el trabajo. Las preocupaciones y el estrés no habían sido una buena combinación. Estaba enojada con Paolo, muy enojada, por haberse ido y haberles dejado ese vacío tan grande e imposible de llenar. Ese dolor tan profundo en el pecho, como si al irse les hubiese arrancado un trocito del corazón, ¿o había sido un trocito del alma? Y ahora Caeli no sabía cómo harían su hijo y ella para seguir sin él, que hasta dos días atrás, les había dado sentido a sus vidas.

      La angustia trepó por su pecho y se enroscó en su garganta. Fue inevitable que los ojos traicioneros se le llenaran de lágrimas. Y eran traicioneros, porque si había algo que no quería hacer, eso era llorar delante de su hijo.

      Desvió la vista hacia la ventana. Por el rabillo del ojo advirtió que Tizi la miraba. Apretó los labios en un vano intento por contener la angustia, que pronto se materializó húmeda rodando por sus mejillas. Sintió la mano de su hijo sobre la suya y ya no pudo contenerse más. Volteó hacia él con el rostro desencajado, e igual que si se hubiese mirado en un espejo, encontró la misma mueca de dolor en el rostro de él. No fueron necesarias las palabras, solo la necesidad que cada uno tenía de desahogo y contención. Se fundieron en un abrazo fuerte, apretado. En un abrazo que pretendía ser el inicio de ese camino que empezarían a recorrer juntos, solos los dos. Esa nueva realidad, esa nueva vida en la que los caminos parecían inciertos. No obstante, en ese abrazo también supieron que no estaban solos. Se tenían uno al otro para empezar a sanar.

      3

      –Caeli. ¿Has sido tú quien se llevó a mi Paolo? –clamó doña Nydia en cuanto vio a su nuera ingresar a la sala de estar en la que todavía seguían reunidos los miembros de la familia, unos pocos empleados de la fábrica y algunos de los amigos de Paolo; los demás ya se habían ido. La señora, vestida de negro riguroso, estrujaba entre sus manos un rosario de cuentas de nácar y un pañuelo de lino bordado de manera artesanal.

      La sala olía a flores muertas producto de las coronas y arreglos que la gente había hecho llegar como muestras de respeto. Resultaba asfixiante. Insoportable. Caeli avanzó con calma abriendo todas las puertas y ventanas de par en par. Un poco del aire fresco del exterior les vendría bien para renovar el ambiente viciado por la acumulación de gente, la calefacción encendida y la gran cantidad de flores. Terminada su tarea, se sentó junto a su suegra. Le tomó una mano entre las suyas y buscó su mirada acuosa de ojos gastados.

      El matrimonio compuesto por doña Nydia y don Vicenzo Bianchi había tenido tres hijos: dos mujeres y, cuando la pareja ya creía que el varón no sería más que un anhelo, había llegado Paolo. El hijo varón, el menor de los tres hermanos y el que había nacido cuando sus padres ya habían pasado los cuarenta años. Había sido el hijo mimado, y ahora lo habían perdido.

      –Sí, doña Nydia. Fui yo quien se llevó la urna de Paolo –le aclaró Caeli procurando mantener la calma.

      –¿Pero adónde te lo has llevado, hija? ¿Para qué? –interrogó la señora con el rostro crispado.


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