Reescribir mi destino. Brianna Callum
mayor de Paolo, en tanto le apoyaba una mano en el hombro a modo de contención.
–Tranquila, doña Nydia. Ahora Paolo es libre y está en el que era su lugar favorito en el mundo.
–Pero si ya fue una aberración cremarlo... y ahora esto... –negó con la cabeza. La señora, que era tradicionalista en extremo y que hubiese preferido llevar adelante un funeral a la vieja usanza, había mirado con malos ojos la cremación. Liberar las cenizas ya le resultaba demasiado.
–Piénselo así, doña Nydia: esto es lo que Paolo hubiese querido. ¿Qué mejor que estar en sus campos y entre sus amados olivos?
–¿Pero así quién le llevará flores? –preguntó de manera tan infantil que a Caeli la conmovió. Le sonrió con ternura.
–Paolo tendrá millares de flores, las mismas que él cuidaba con mimo, las que le gustaba admirar cuando los olivos se cuajaban de brotes y después abrían sus pétalos lechosos. ¿Se le ocurren mejores flores para él? Le aseguro que allí Paolo está bien, siendo parte de su tierra, del que fue todo su mundo.
–Pero no podré visitarlo... –murmuró la señora mayor–. Así, lo habré perdido del todo.
–¡No, doña Nydia! Usted sabe que aquí puede venir cuando guste. Además, Paolo siempre vivirá en su corazón y en sus recuerdos –mientras Caeli hacía el intento de consolar a su suegra con palabras que no sabía de dónde salían, esperaba con todas sus fuerzas poder creer en ese concepto, en el que las personas que mueren no se van por completo mientras alguien más mantenga vivo su recuerdo. Si era así, entonces Paolo viviría eternamente en su legado y en el amor y el recuerdo de su familia.
Doña Nydia apretó los labios y se secó los ojos con su pañuelo húmedo. Caeli reforzó el apretón de manos y le sugirió:
–¿No quiere recostarse y descansar un rato?
La anciana alzó el rostro hacia su hija como pidiendo aprobación.
–Sí, madre, sería lo mejor –afirmó Amadea–. Recuéstate un rato así después emprendemos el viaje de regreso a casa.
–¿Y tu padre, no debería descansar también? Además está ahí afuera, con este frío –manifestó la señora, echando un vistazo y señalando hacia el jardín. Más allá del enorme ventanal y del porche con techo de madera, se veía a don Vicenzo sentado en una banca bajo un árbol. Junto a él se encontraba Carlo, su acompañante terapéutico, un hombre de mediana estatura pero de brazos fuertes. A cierta distancia, Albertina, la otra hermana de Paolo, conversaba con una de sus hijas mientras que Fabio, su esposo, daba un paseo entre los olivos en compañía del contador de la fábrica.
–Claro. Vayamos yendo nosotras que en un momento él nos seguirá –Amadea miró a su esposo y le pidió–: Renzo, por favor, ¿puedes encargarte de hablar con Carlo para que acompañe a mi padre al dormitorio de huéspedes?
–Por supuesto, despreocúpate –asintió él, después se levantó de la silla que ocupaba junto a su esposa y se dirigió hacia el jardín.
Caeli observó a su suegro. El anciano, de cabellos blancos y piel curtida por el sol y los años, tenía la cabeza inclinada hacia la izquierda y el rostro un poco alzado como si mirara un punto fijo a mediana altura. Su torso se balanceaba de manera mecánica hacia adelante y hacia atrás en un vaivén monótono y constante que ya era parte de él y que solo se detenía cuando se concentraba en alguna tarea que no dejara volar su mente.
–¿Cómo está don Vicenzo? –le preguntó Caeli a su cuñada. Amadea se alzó de hombros y suspiró con resignación.
–De salud, como siempre: bastante bien si no tenemos en cuenta su estado mental –dirigió una mirada hacia el jardín–. Respecto a... Paolo –negó con la cabeza y tragó saliva para aliviar el nudo que se le instalaba en la garganta cada vez que mencionaba a su hermano–. De eso ni se entera... y tal vez sea mejor así.
Hacía tres años que don Vicenzo sufría de demencia senil, y el aumento había sido progresivo. En un principio, habían sido algunos olvidos, repetir la misma anécdota no bien terminaba de contarla, y en ocasiones varias veces. Con el tiempo pasó a una fase más aguda de la enfermedad. Fue fácil detectar que esto había sucedido porque empezó a no reconocerse en el espejo, mucho menos reconocía a su familia.
En la actualidad, don Vicenzo Bianchi vivía aislado de la realidad y del tiempo presente. Se encerraba en sus propias memorias, casi todas referentes a su niñez y juventud. Era como si su vida adulta, sobre todo la de las últimas décadas, se hubiese borrado de un plumazo. En general, se lo veía tranquilo, hasta que se empecinaba en volver a lugares o a personas que habían sido parte de su juventud. Ante la negativa de su familia, a quienes no reconocía la mayor parte del tiempo, podía ponerse agresivo y gritar que lo retenían en contra de su voluntad. La familia libraba batallas a diario porque no quería internarlo en un hogar de ancianos, pero si la condición empeorara, sería inevitable.
Amadea y Caeli ayudaron a doña Nydia a ponerse en pie, luego madre e hija se dirigieron hacia el dormitorio de huéspedes. Pocos minutos después, don Vicenzo y su acompañante terapéutico cruzaron la sala.
–Yo no sé qué hace acá toda esta gente –alcanzó a oír Caeli que cuchicheaba su suegro. Al pasar, el anciano escuchó el nombre de Paolo, por lo que prosiguió diciendo en tanto avanzaba y su voz se perdía por el corredor–: Yo tengo un hijo de dos años que se llama Paolo. ¡Es de travieso! Ahora debe de estar con su madre durmiendo la siesta.
A Caeli se le partió el alma. Inhaló profundamente y al exhalar cerró los ojos. Los mantuvo así un momento, como si con ese simple gesto pudiese evadir la realidad. Nada lo lograba. La realidad la atravesaba desde todos los flancos y atacaba cada uno de sus sentidos: las conversaciones, en las que el tema principal era la muerte de Paolo, bombardeaban sus oídos. El perfume de las flores muertas, denso, insoportable, se había impregnado en su nariz a pesar de que puertas y ventanas estuvieran abiertas, hasta el punto de crearle la sensación de que le faltaba el aire. Pero el peor de todos los ataques lo provocaba el dolor, que parecía filtrarse en su piel desde su entorno y al mismo tiempo expandirse desde su propia alma. Entonces se preguntó si su cuerpo sería capaz de soportar tanto o si de un momento a otro empezaría a desgarrarse a jirones. Se preguntó cuánto más sería capaz de soportar antes de romperse del todo.
Albertina ingresó a la sala tras su padre. Se secaba los ojos con el dorso de la mano y sorbía por la nariz. Tras divisar a Caeli, se dirigió hacia ella.
–Mi padre está cada vez peor –acotó en tanto se sentaba junto a su cuñada en el sillón. Su esposo, que la había seguido, tomó asiento frente a la viuda.
–Ya les he dicho que es hora de que lo internen en un geriátrico –proclamó Fabio con esa actitud desafiante que lo caracterizaba. Ese hombre, a Caeli había dejado de caerle bien hacía bastante tiempo. No era la primera vez que hacía comentarios tan desafortunados o fuera de lugar. A su pesar, jamás había entrado en debates con él dado que había preferido callar aunque, en su interior, hubiese querido gritarle cuatro verdades.
–Esto ya lo hemos discutido, Fabio, y sabes que preferimos que papá pase sus últimos años en casa –refutó Albertina de manera tajante. Ella tenía un carácter fuerte y no se dejaba amedrentar. Además, no solía dejar pasar ningún comentario desafortunado de su esposo y esto acarreaba que el matrimonio tuviera discusiones con bastante frecuencia.
–¿Preferimos? ¿Quiénes prefieren? Porque yo, ciertamente no.
–Mi madre, mis hermanos... –inhaló en profundidad. Fabio había alzado una ceja en explícita referencia a la reciente desaparición de Paolo. Albertina, que por un momento había dejado caer los hombros, irguió la espalda y alzó el mentón para responder con firmeza–: ¡Y yo!
Caeli abrió los ojos y no pudo evitar que los labios se le curvaran en una sutil sonrisa cuando la recorrió una profunda admiración por su cuñada.
–¡Pfff! –bufó él