Reescribir mi destino. Brianna Callum
mucho a su novio, sin embargo, se daba cuenta de que con ellos –o con ella mejor dicho– no iba esa frase de “en las buenas y en las malas”. En las buenas habían sido inseparables, pero en las malas no podía estar. No quería estar.
Ella sabía que con su decisión se arriesgaba a que Bastian y los de su entorno, incluso sus amigos, la consideraran superficial. Puede que lo fuera. Durante esos últimos días había reflexionado mucho respecto a ese interrogante y eso la llevó a replantearse si lo que había sentido por él realmente había sido amor. La descarnada conclusión a la que había llegado fue que seguro que no, porque dicen que el amor es capaz de superar lo que sea. En su caso, lo que sentía por Bastian no había logrado resistir esa adversidad.
–Me odiarás por esto, Bastian, pero no puedo seguir con nuestro noviazgo –dijo por fin–. No estoy preparada para acompañarte. No puedo lidiar con tanta tragedia.
Bastian desvió la vista hacia la ventana, donde la postal que creaban el cielo sin nubes y las palmeras plantadas en los espacios verdes, normalmente lograban apaciguar su ánimo. Permaneció en silencio. Estático. Solo su pecho se movía al compás de la respiración, y tampoco podía decirse que su ritmo fuera agitado. Otra vez el ostracismo. Otra vez se metía dentro de ese caparazón en el que pretendía aislarse de la realidad, de esa realidad que consideraba por completo injusta.
–Dime algo, por favor –le pidió ella al cabo de un rato en el que el silencio se volvió insoportable.
Él ni siquiera buscó su mirada.
–¿Qué quieres que te diga, Nancy? –se alzó de hombros. Su voz sonaba monocorde, sin inflexión y carente de emociones–. No te culpo por tomar esta decisión ni puedo pedirte que permanezcas a mi lado en estas condiciones –negó con la cabeza con la vista todavía fija en la ventana–. Solo me pregunto cuánto más me tocará perder... ¿Dónde está el fondo? ¿Cuándo dejaré de caer? –cerró los ojos para que no se le escaparan las lágrimas–. Vete, Nancy. Ya vete, por favor.
15
Roma
Viernes, 10 de febrero de 2017
A través de la ventanilla del taxi, Bastian veía discurrir el paisaje sin mirarlo en realidad. Como últimamente veía sus días, sin querer mirarlos con conciencia, como si eso que estaba viviendo se tratara de la vida de otro y no de la suya.
Desde el accidente, ocurrido cuarenta y cinco días atrás, había pasado por distintos estados anímicos: enojo, depresión, frustración, y su grado de aceptación había fluctuado a la par de esas emociones. Le costaba aceptar que ya no era el mismo. No quería admitirlo. Como si con eso solo pudiera hacer desaparecer la realidad, que él consideraba cruel e injusta, y que le devolvieran su pasado.
La pregunta del millón: ¿Por qué a mí?, se la había formulado incontable cantidad de veces. Lo difícil era plantearse la respuesta a la pregunta que rebatía su cuestionamiento: ¿Y por qué no a mí? ¿Qué tengo de especial o de diferente al resto de los mortales que para los demás sí es factible una situación semejante pero no para mí?
Aunque doliera, para las impersonales estadísticas, el suyo era un caso más de inseguridad y violencia callejera. Un caso más que engrosaba la lista de personas con capacidades disminuidas. Incluso, con su diagnóstico médico en particular, había grandes posibilidades de recuperación. Sus amigos y más de un miembro del personal sanitario le habían dicho que tenía que sentirse afortunado...
¡Afortunado! ¡Cómo no!
Le decían tantas cosas intentando darle ánimos, y él mismo se daba cuenta de ello cuando se permitía un instante de reflexión. ¡Pero qué difícil era estar en su piel y aceptar! Qué difícil que le resultaba en la práctica sentirse afortunado, cuando quería ponerse de pie y las piernas no le respondían. O cuando temía volver a pasar por lo que había experimentado en las primeras semanas después de la agresión sufrida.
No le gustaba hablar de ello porque lo avergonzaba, pero en ese entonces, ni siquiera había podido tener control sobre sus esfínteres. ¡Tenía treinta y cinco años y habían tenido que limpiarle el trasero como a un bebé! Sin dudas, no podía sentirse afortunado cuando corría el riesgo de retroceder en la recuperación y volver a defecarse encima.
No podía sentirse afortunado, tampoco, cuando temía volverse una carga para los demás. Él, que había sido siempre tan independiente, sentía que se había vuelto un ser indefenso, endeble, y esa sensación lo llevaba a preguntarse si alguna vez podría volver a arreglárselas por sí solo.
Y, definitivamente no podía sentirse afortunado, cuando su novia lo había abandonado debido a su nueva condición. Su consuelo era repetirse una y otra vez que eso había sido lo mejor. Al fin y al cabo, ignoraba si algún día podría volver a sentirse un hombre completo, y de ninguna manera quería ser una carga para nadie.
Ese ciclo de elucubraciones se repetía en su mente sin descanso.
El taxi se detuvo frente a su edificio y eso obligó a Bastian a centrar su atención en lo que ocurría a su alrededor. Vio cómo el conductor y Leandro descendían del vehículo con rapidez para abrir la cajuela y retirar la silla de ruedas. Poco después, lo ayudaban a él a salir del automóvil y a tomar asiento.
Y otra vez lo asaltaban la rabia y la incredulidad, porque no podía hacerse a la idea de que estando en la flor de la edad y con un buen estado físico que, gracias a los ejercicios de fortalecimiento había mantenido al menos en sus brazos aún después del accidente necesitara ayuda para algo tan simple como para salir de un vehículo o desplazarse. Caminar, algo que le había resultado tan natural, hoy estaba entre sus limitaciones.
Por más que intentara reprimirlos, la ira y la depresión, monstruos invisibles pero gigantescos, estaban dentro de él esperando agazapados el momento justo para liberarse y tomarlo a él como rehén. A veces ganaba la rabia, otras la tristeza más profunda. ¿Acaso alguien podía culparlo por sentirse así, por no poder manejar las emociones, por no poder olvidar quién había sido y seguir adelante con su nueva versión? Seguramente no. Pero con certeza podía afirmarse que los demás tampoco podían saber con exactitud qué era lo que él sentía, y así resultaba sencillo exigirle más de lo que él podía dar en ese momento. Porque es fácil exigir cuando no se estuvo o no se está en la piel del otro.
–¡Señor Berardi! –exclamó el portero a modo de saludo en cuanto lo vio ingresar al edificio. Leandro empujaba su silla de ruedas–. ¿Cómo lo va llevando? –quiso saber. Bastian se alzó de hombros.
–Acá me ves, Santino, se hace lo que se puede.
–Sí, claro, me imagino... –negó con la cabeza–. Una tragedia realmente esto que le pasó...
Bastian asintió. Él ya sabía que era una tragedia lo que le había ocurrido, no era necesario que se lo recordaran a cada rato; pero las personas también tendían a hacer eso.
Sin detenerse en la entrada, Daniela se dirigió hacia el elevador.
–Vamos que ya viene –señaló para que sus hermanos se le sumaran y así cortar con esa conversación que resultaba tóxica para Bastian. Desde donde estaba, alzó la mano y saludó al portero–: Que tenga un buen día.
Leandro, que no necesitaba de mayores palabras para interpretar cuál era la intención de su hermana, apuró el paso. Ella esbozó una mueca cuando se le puso a la par. Ingresaron al cubículo y, un momento después, cuando este volvió a detenerse en el piso indicado, la silla de ruedas se desplazó por el largo pasillo alfombrado.
Cuando los hermanos estuvieron dentro del apartamento, Bastian suspiró. Estaba en casa; sin embargo, todo lo que allí se encontraba representaba un estilo de vida que ahora le resultaba ajeno. No podía entender sentirse perdido en su propio espacio. Para colmo de males, al maniobrar la silla chocó contra el sillón y