Reescribir mi destino. Brianna Callum

Reescribir mi destino - Brianna Callum


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nos incomoda o intranquiliza se quita cuando no nos quedamos inmóviles. Supo, entonces, que era mejor caminar hacia adelante y ya no postergar las nuevas reglas que le imponía la vida.

      Tomada la decisión, Caeli se colocó un par de botas de goma y un holgado impermeable color gris con capucha, y se aventuró al exterior. En el fregadero había quedado la taza a medio beber y sobre la mesa un platito con una confitura que ni siquiera había probado y que solo había atinado a cubrir con una servilleta de lino, hábito que se había repetido varias veces en estos últimos meses al no sentirse capaz de comer demasiado debido a la angustia.

      A pesar de que la lluvia era persistente, carecía, al menos en ese momento, de la furia que la había caracterizado en los días anteriores. Entonces, la tormenta eléctrica y las ráfagas de viento no habían dado tregua y en un episodio incluso había caído un poco de granizo. Ya no olía a petricor, como cuando habían caído las primeras gotas sobre la tierra seca; ahora el aire se sentía fresco y limpio, oxigenado y vivificante para sus pulmones.

      La capucha del impermeable le había permitido prescindir del paraguas, objeto del cual no era adepta dado que le resultaba molesto. Además, prefería tener las manos libres, que en ese momento llevaba en los bolsillos, más por costumbre que para no mojarlas, mientras recorría los setecientos metros que la separaban de la planta fabril, ubicada dentro de la finca.

      Hacer el camino a pie le permitió tener un primer vistazo general del olivar. Si bien no se trataba de un análisis profundo, le resultaba útil para registrar en su mente algunos datos relevantes y así complementar la información que guardaba en su memoria, ya fuera de comentarios hechos por Paolo o de conversaciones oídas al pasar. Por ejemplo, tenía presente que la cosecha anterior había sido excelente. Teniendo esto en cuenta –más sus conocimientos acerca del ciclo productivo de los olivos, cuya producción ideal se da cada dos años– y la acotada floración que estos lucían, podía asegurar que ese sería un año de vecería. Es decir, que los árboles producirían bastante menos de su capacidad normal, y había que sumar los estragos causados por la reciente tormenta: el suelo regado de pétalos lechosos era prueba suficiente del desastre. En resumen, Caeli podía deducir que la producción de ese año en Collina del Sole, sería de alrededor de un veinte por ciento del volumen de lo que había sido el año anterior. Hacer este análisis le trajo a la memoria una frase popular, o que al menos era popular en su familia pues se la había oído repetir un centenar de veces a su abuela. Rogó para que no se cumpliera: “Las desgracias nunca vienen solas. Vienen de a par, vienen de a tres... pero nunca vienen solas”.

      El ingreso a la fábrica estaba franqueado por dos olivos centenarios, uno a cada lado del camino de ingreso, perfectamente marcado en el suelo por ladrillo molido. El color anaranjado resaltaba de manera notoria en el entorno verde oliváceo, otorgado por los árboles, y el blanco de las paredes del edificio, que con el devenir del tiempo se había tornado marfil. Adosado a la construcción de líneas rectas y simples había un conjunto de trulli –trullos– de buenas dimensiones, con un gran sol pintado con cal en el techo oscuro del trullo principal. Los trulli, con sus techos de forma cónica y construidos con bloques planos de piedra caliza intercalada de manera estratégica para que no cayeran, otorgaban una cuota tradicionalista al edificio. Aunque esto en un principio hacía dudar del buen criterio del arquitecto al haberlos conservado en pie junto a la planta fabril de líneas más modernas, al rato uno se daba cuenta de que no había errado... al menos no por completo. ¿Y acaso esa extraña mezcla no había sido una analogía del carácter de su propietario? Paolo había sido un hombre conservador y arraigado a las tradiciones; pero al mismo tiempo había sido un defensor acérrimo de la tecnología y de la modernidad en cuanto a su fábrica se refería. Allí, en los trulli, justamente funcionaban las oficinas de Collina del Sole, y allí había tenido Paolo su estudio personal.

      Frente al ingreso del trullo principal y todavía con las manos en los bolsillos, Caeli fue consciente de que había hecho todo el trayecto apretando la llave en su mano izquierda. También advirtió que tenía las palmas húmedas de sudor. Estaba nerviosa. Desde luego que no era esa la primera vez que iba a ingresar al recinto. Había concurrido muchas veces en compañía de Paolo, y tal vez fuera por ello y porque en ese lugar la presencia de su esposo era tan viva, que ahora al momento de hacerlo sola, le resultaba tan difícil.

      Insertó la llave en la cerradura y abrió la puerta de madera. Cuando dio los primeros pasos dentro de la sala, fue recibida por el olor acre de la piedra y el húmedo frescor que en el interior se generaba gracias a las gruesas paredes de más de un metro de espesor, necesarias para contener el techo.

      Encendió la lámpara central. La mañana estaba tan gris que sin la luz artificial las amplias ventanas no alcanzaban a iluminar y esto otorgaba una mayor sensación de tristeza, si es que era posible. Desde las cenizas del último leño que había ardido dentro de la chimenea, y que ahora permanecía apagada, se desprendía un sutil olor a humo que la retrotrajo a la imagen de su esposo, pues así olía su pelo en épocas de frío cuando volvía de las oficinas. Así olía su pelo ese último día...

      Cada detalle despertaba en Caeli recuerdos de Paolo. Y no es que ella quisiera evitarlos, porque al contrario, sentía que recordarlo era una forma de mantenerlo vivo. Lo que la angustiaba de manera exponencial era que cada recuerdo la llevaba al día de su muerte y eso era lo que no quería recordar. Deseaba mantener vivos los momentos hermosos que había vivido junto a él... tantos años, tantas cosas... Pero no, cualquier detalle que abriera en su mente la chispa de alguno de esos recuerdos, pronto y sin que siquiera fuera consciente, terminaba en aquel día fatídico...

      Esa noche de jueves, tal como hacía religiosamente cada semana, Paolo se había reunido con sus amigos del club de póker. Por lo que esos hombres habían declarado a la policía, Caeli supo que la velada había transcurrido de manera normal: un juego de cartas, un poco de alcohol, algún que otro cigarro... Nada que para ellos estuviera fuera de los parámetros a los que estaban habituados.

      Hasta que Paolo sufrió el ataque.

      “Así, de la nada”, habían dicho, y entre todos habían reconstruido los últimos minutos de la vida de su esposo, que ella había visto en su mente con una claridad impresionante.

      “Estaba bien pero de pronto se le contrajo el rostro en una mueca horrible y se tomó el pecho. ¡Cayó al suelo con naipes y todo! No nos decía nada, pero gemía de dolor. Se le hacía difícil respirar. Sudaba a mares. Llamamos a emergencias, que acudieron con bastante rapidez; de todos modos no pudieron hacer nada para salvarlo. Paolo no respondió a la RCP”.

      Los médicos habían confirmado que el deceso se había producido a causa de un infarto de miocardio por obstrucción de las arterias coronarias. De haberse realizado chequeos médicos, hubiese saltado a la luz que las arterias de Paolo se estaban estrechando a causa del colesterol alto. Pero él no había tomado ningún recaudo y todo lo que se supo fue después de su muerte a través de la autopsia. Estaba enojada con su esposo por la negligencia que había cometido. No podía evitarlo.

      Se quitó el impermeable, que colgó en el perchero ubicado junto a la puerta de ingreso. Le hubiese encantado poder desprenderse con esa misma facilidad de los recuerdos asociados a la tragedia, ocurrida cuatro meses y cuatro días atrás. Sí, debía reconocer que llevaba la cuenta de manera obsesiva. Tampoco podía evitarlo.

      Para Caeli, encender la luz y traspasar la puerta del estudio personal de Paolo, significó otro shock. Con cierto resquemor caminó hacia el robusto escritorio de caoba de líneas elegantes y masculinas, detrás de este estaba ubicado un sillón de escritorio tapizado de cuero negro. A sus espaldas, en un marco de madera cincelada a mano y colgado en la pared en un punto que atraía todas las miradas, destacaba el título de Paolo que acreditaba su Licenciatura en Ciencias y Tecnología Agrícola. Ella poseía el mismo título, solo que su diploma no estaba a la vista ni ella había ejercido la carrera.

      Se dirigió hacia el archivador en el que sabía que Paolo guardaba los documentos de la propiedad y de la familia. La gaveta estaba bajo llave, por lo que había tenido la precaución de llevarla también. Fue sacando y revisando las carpetas durante unos minutos hasta que encontró lo que buscaba. Tal como suponía,


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