Reescribir mi destino. Brianna Callum
Los jueves se reúne con sus amigos del club de póker: cenan juntos y después juegan a las cartas... –traga saliva y la respiración vuelve a tornarse superficial y agitada. Detiene el relato.
–¿Qué pasa entonces, Tiziano? –lo alentó ella a seguir. Tiziano negó reiteradas veces con la cabeza. La licenciada le tomó la mano para infundirle valor y hacerle notar que no estaba solo–. ¿Dónde estás en este momento? –le preguntó para volver a llevarlo a ese jueves, ya cerca de la hora funesta.
–Estoy en mi dormitorio jugando un juego en línea. Entra una llamada al teléfono de mamá. Escucho que repite: “No, no”. Presto atención sin dejar de jugar. Mamá sigue repitiendo esa palabra. Ahora dice: “No puede ser”. La escucho llorar así que salgo del juego para ir a su habitación. Está sentada en la cama, con el teléfono junto a su oreja. Llora. No sé qué pasó pero seguro es algo muy malo –Tiziano apretó los puños. Su voz parecía una catarata. Fluía sin contención. Ya no podía detener el relato–. Nunca la vi así a mamá. Ella me ve y su llanto se intensifica. Me siento a su lado, deja el teléfono y me abraza fuerte. No puede dejar de llorar. Entonces me pide disculpas, ahora imagino que fue por tener que darme esa noticia, y me dice que papá murió, pero yo no le creo. No puedo creerlo. Tiene que ser mentira, si hoy en la mañana estaba bien, estaba como siempre –Tiziano miró a la psicóloga fijamente, con el rostro desencajado y clamó en voz alta–: ¡Si estaba bien! ¿Cómo se va a morir?
La psicóloga guio a su paciente para que a través de respiraciones controladas pudiera tranquilizarse. Cuando se sintió mejor, él prosiguió:
–A la noche casi no podemos dormir. Todo es un caos. Mamá me deja algunas horas en casa de Mirko y se va a hacer no sé qué trámites. Pasa por mí al volver. Se la ve devastada. Ya es viernes. En la mañana la casa empieza a llenarse de gente. Quiero estar solo. Me recluyo en mi dormitorio la mayor parte del tiempo. Por la tarde a mamá le entregan una urna. Mis tías arman una especie de altar en la sala y la ponen ahí. Yo no quiero verla. Y así llega el sábado, todo más o menos igual. Me explota la cabeza. Mamá está igual que yo. Vuelvo a recluirme en mi dormitorio pero antes paso por la habitación de mis padres y me visto con un polo de papá. Tiene su perfume y si cierro los ojos, imagino que él está conmigo –imposibilitado de contener las lágrimas por más tiempo, Tiziano las dejó fluir–. Desde la ventana de mi dormitorio veo a mamá salir hacia el promontorio con la urna. Sé qué es lo que está por hacer. No quiero acompañarla. No... –negó con la cabeza y se secó los ojos de un manotazo.
–¿Por qué no quieres acompañarla?
–Porque... –miró a la licenciada, ella asintió con la cabeza para animarlo a hablar, porque él necesitaba tomar conciencia real de la pérdida para poder superar la etapa de negación y así dejar emerger las emociones dolorosas. Tiziano inhaló profundo y cerró los ojos. Las lágrimas se habían convertido en un torrente imposible de parar–. Porque si lo veo, se tornará real.
–¿Qué cosa, Tiziano? Dilo, por favor.
Tiziano suspiró.
–La muerte de papá –se tapó la cara con las manos y siguió llorando de manera desconsolada. Balbuceando, desnudó su alma rota–: Esa mañana tendría que haberle dado un beso. Yo... no sabía que esa sería la última vez que lo vería.
10
Martes, 17 de enero de 2017
Picaba cebollas sobre una tabla de madera. Mientras lo hacía, con la cabeza llena de pensamientos sombríos, podía disimular las lágrimas de tristeza que le provocaba el ácido de la hortaliza. De manera mecánica, la salteó en un poco de aceite de oliva virgen extra, su variedad preferida dado que su sabor es más suave y con un leve dejo picante. Pronto el aroma se expandió por toda la cocina y, contra todo pronóstico, le hizo abrir el apetito. Mientras la cebolla se tornaba transparente en una sinfonía de crujidos, Caeli cortó la calabaza en daditos pequeños que reservó en un plato. Al oír pasos acercarse, se secó las lágrimas con el dorso de la mano. Después volteó hacia su hijo, que acababa de ingresar a la cocina. Inhaló una honda bocanada de aire para hacer retroceder la pena y lo recibió con una media sonrisa que se esforzó por esbozar.
–Buenos días, Tizi. ¿Cómo amaneciste?
Tiziano se alzó de hombros. Si bien había reemplazado la ropa de dormir por un jean y un jersey de color azul, todavía llevaba el cabello revuelto. Se acercó a su madre y la besó en la mejilla, tal como acostumbraban saludarse cada mañana. Al menos esa rutina cariñosa no había cambiado.
–¡¿Otra vez comeremos risotto de calabaza?! –protestó tras echarle una ojeada a la cacerola y a los ingredientes que su madre había separado para cocinar: arroz, mantequilla, perejil, caldo de verduras, queso parmesano y calabaza, por supuesto.
–¿Otra vez? –dijo Caeli matizando su pregunta con una risa–. ¿Qué dices, Tizi? ¡Hace rato que no hacía risotto de calabaza! –siguió en lo suyo sin dejar de sonreír. Tiziano la miraba con seriedad, entonces ella añadió–: Además, a ti te encanta esta comida.
–Pero hoy no me apetece. Hubiese preferido una hamburguesa –refutó. Tomó un plátano de la frutera que había sobre la encimera y después se dejó caer en una silla frente a la mesa.
–Bueno, hoy almorzaremos risotto de calabaza y por la noche podemos cenar hamburguesas –concedió. Tiziano se estaba comportando como un niño caprichoso.
El susodicho peló la fruta y la comió en pocos bocados mientras su madre hablaba de platillos que poco le importaban. La cáscara quedó sobre el mantel de tela.
–Tizi, tira esa cáscara a la basura –le llamó la atención Caeli.
–Ahora la tiro, mamma –respondió él sin ninguna intención de llevarlo a cabo, al menos por el momento–. Bajé más temprano pero no estabas –señaló, cambiando de tema de manera radical, así como su interior pasaba de una emoción a otra con la rapidez de un tornado; emociones que le resultaban difíciles de manejar.
–Es que... –dudó un momento entre contarle o no la verdad. Se decidió por ser sincera, nada ganaba con ocultar lo que le había sucedido esa mañana–. Fui hasta la fábrica, pues mi intención era empezar a involucrarme en ese tema –le contó–. Pero no pude, Tizi. Caminé hasta allí pero ni siquiera pude entrar. Dejaré pasar algunos días...
–Ah... –murmuró sin darle demasiada importancia a lo que su madre acababa de contarle. Se recostó en el respaldar y, alzando una punta de la servilleta de lino que Caeli había usado para tapar un cornetto, espió qué había en el plato. Tomó la pieza de pastelería y, sin preocuparse en el tendal de migas que dejaba en el piso, lo fue devorando.
Caeli contó hasta veinte para no reaccionar. Como consecuencia de la muerte de Paolo, Tiziano atravesaba por un período de mucho enojo. Ella también, la sustancial diferencia radicaba en que su hijo parecía descargar esa ira en ella y buscaba cualquier excusa para confrontarla. Ignoró los intentos de Tiziano y, en cambio, mientras seguía cocinando, le sugirió algo que también había sido parte de la cotidianeidad familiar y que creyó no sería motivo de disputa.
–¿No quieres poner música?
Se equivocó por completo. Tiziano había encontrado su detonante para estallar a gusto. Se irguió en la silla con cara de espanto y con la mano aplastó sobre la mesa lo que quedaba del dulce.
Caeli se sobresaltó con el golpe. Giró el rostro para ver a su hijo justo cuando él, con los ojos inyectados de rabia, le preguntaba:
–¿Música? ¡¿Acaso no te enteraste de que papá murió?!
–Por supuesto que sé que tu padre murió –respondió sin alzar la voz aunque impactada ante la escena violenta.
Tiziano bufó, irritado.