Viejos rencores. Lilian Darcy

Viejos rencores - Lilian Darcy


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apartó a Francesca a un lado mientras le masajeaba el hombro a la paciente con fuerza aunque quizá no se enterara y decía en voz baja y urgente:

      –Lo quiere, Chess. Quiere a ese bebé con desesperación. Ya sé que es difícil de creer… pero es su primer hijo. Tiene cuarentena y un años, está al borde de la miseria y vive en una casa móvil en ruinas con un novio medio enganchado al crack, pero lo desea con toda su alma. Ha estado leyendo todos los libros de cuidados infantiles que ha encontrado y eso que su lectura está al nivel de primaria.

      –Ya… ya lo sé. Pero la ambulancia llegará, Luke. No tenemos que preocuparnos. No sé por qué estamos hablando así.

      –Porque esta es la medicina real. Mira, acaba de tener otra contracción.

      Esa vez él agarró el estetoscopio y escuchó con atención. Con el amplio vientre de la mujer, era difícil orientarlo bien.

      –Bajo –dijo–. Treinta o cuarenta.

      –Demasiado bajo. ¿No está subiendo?

      –Ochenta. Se ha estabilizado en los ochenta ahora.

      Los dos se miraron sabiendo que era demasiado bajo. Un buen ritmo cardiaco fetal era el doble del de un adulto.

      –La ambulancia llegará enseguida –insistió Francesca–. Dentro de cinco minutos. Quizá menos. De todas formas, no podríamos prepararla para una cesárea en ese tiempo.

      Entonces Caron gimió de nuevo.

      –¿Otra? ¡Maldición! Van a empezar cada tres o cuatro minutos a partir de ahora.

      Esa vez el pulso del feto se estabilizó sólo en sesenta mientras que durante la contracción fue más bajo aún que antes.

      –Vamos a tener que hacerlo, ¿verdad? –preguntó Francesca –. No podemos esperar más.

      Los dos se miraron con la misma muda comprensión que había habido en sus caras quince años atrás, la noche en que la había besado.

      Entonces los dos escucharon el aullido de la ambulancia.

      –¡Oh, gracias a Dios! –gimió Francesca.

      Pero Luke sacudió la cabeza con energía.

      –Ella no puede esperar media hora más. Vamos a tener que intervenirla aquí y después trasladarla al hospital.

      Sin esperar su respuesta salió aprisa para dirigir a los de la ambulancia.

      –La paciente está dentro, pero no pueden llevársela todavía. Vamos a tener que operarla aquí.

      Caron lanzó un gemido al sentir otra contracción. Francesca estaba escuchando con el estómago en un puño.

      –El ritmo cardiaco no está subiendo. Está bajo y… errático.

      –De acuerdo –dijo Luke–. Vamos a desvestirla y a intubarla. Lo harás tú, Francesca mientras yo me encargo de la anestesia y de lo que pueda conseguir de la ambulancia. Vosotros chicos… rezad y asistid.

      Francesca se sintió enferma.

      Ella había hecho incisiones en forma de C antes, docenas de veces, pero siempre bajo condiciones controladas, con el equipo y asistentes adecuados y siempre con alguien más experimentado a mano. Nunca lo había hecho con un paciente tan obeso y esa vez, ella era la experta. Luke no había hecho ninguna operación en seis meses.

      De alguna manera, sin embargo, ella era la que tenía que mantenerse más firme, la que llevaría el control final. Los oficiales de la ambulancia estaban más nerviosos que ella. Luke había estado dedicándose a quitarle la ropa a Caron cortando sin ceremonia cuando no podía alzarla o tirar, pero ahora le había pasado la tarea a los dos hombres.

      Un minuto después, la intubó torciéndole el cuello con eficacia hasta que su respiración fue regular, le examinó el vientre y lo acomodó en la posición correcta.

      Mientras tanto, Francesca había lavado el abdomen de Caron con antiséptico intentando visualizar todo el procedimiento en su cabeza.

      –¿Tienes retractores? –preguntó.

      –Un par. Probablemente no tan grandes como te gustarían para este trabajo –unos segundos después informó–. De acuerdo. Ya está anestesiada lo máximo posible, Francesca. Vamos a intervenir.

      Al principio, Francesca fue muy consciente de las carencias del sitio, pero en cuanto se metió de lleno, se olvidó de que aquella no era una cesárea normal y se concentró sólo en lo que tenía delante: la piel y la grasa, que tardó en atravesar, la sangre, los músculos y la pared uterina dilatada. Luke tenía razón. Lo retractores no eran lo bastante grandes, pero Ray McCallum los mantuvo con habilidad en su sitio bajo sus instrucciones para dejarle sitio para trabajar.

      –De acuerdo –dijo por fin–. Tendremos al bebé en un minuto.

      Entonces lo sacó, un pequeño niño muy azul e inmóvil, que no respiraba espontáneamente.

      Luke le succionó la nariz y la boca en el acto, pero siguió sin hacer esfuerzos por respirar y sólo agitaba levemente las diminutas extremidades

      –¿Oxígeno? –preguntó Barry Linz.

      Luke sacudió la cabeza y succionó de nuevo.

      –El pulso está bien ahora. Creo que saldrá.

      Pero los segundos pasaron y nada sucedió. Luke sacudió la cabeza.

      –No, no puedes conseguirlo, ¿verdad, pequeño? Sí, máscara de oxígeno.

      De repente, después de que Barry le hubiera aplicado a la cara congestionada la máscara durante unos segundos, escucharon un agudo grito y enseguida las extremidades empezaron a ponerse rosadas.

      –¡Oh, gracias a Dios! –gimió Francesca.

      –Tres o tres kilos y medio –calculó Luke.

      Estaba poniendo al bebé en el nido caliente de la ambulancia para trasladarlo mientras le examinaba el pulso, los reflejos, el color y la respiración.

      El niño ya había dejado de llorar.

       –Es por la anestesia –dijo Luke poniendo unas gotas de nitrato de plata en los ojos del niño–. Y por el valium. Pero está vivo y básicamente saludable.

      Por primera vez en quince minutos, Francesca se fijó en su entorno una vez más. Comprendió lo rígidos que tenía todos los músculos, los dedos le estaban temblando y le dolía toda la mano. Y todavía quedaba media hora o más de puntos porque tenía que revisar con atención los vasos por haber hecho una incisión tan rápida.

      Una hora y media más tarde, todo había pasado. El bebé Baron estaba recibiendo su primer baño en el hospital y a Caron le estaban llevando a la UCI.

      Francesca y Luke salieron juntos por la puerta de urgencias y sólo en ese momento tuvieron tiempo de quitarse las gorras, máscaras y guantes que se habían puesto en la consulta. Había un reloj justo encima de una papelera y marcaba las cuatro cuarenta y cinco. La tarde se había ido.

      –¿Tomamos un taxi o hay algún autobús? –preguntó Francesca.

      Luke sacudió la cabeza.

      –El último autobús salió a las cuatro.

      Él estiró una mano para aflojarse la corbata, se la sacó y se desabrochó el botón superior para revelar un cuello que incluso con lo temprano de la estación, ya estaba moreno. Él siempre se había bronceado con facilidad, recordó Francesca. También notó que sus clavículas y sienes estaban empañadas en sudor.

      No había tenido tiempo de ser consciente de él mientras trabajaba con su paciente, pero ahora el extraño sentido retornó con toda su fuerza, como si estuviera viendo al viejo Luke, el chico apasionado de dieciocho años que se ocultaba bajo aquella máscara de hombre sensato.

      –Entonces supongo que un taxi.


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