Cleopatra. Harold Bloom

Cleopatra - Harold  Bloom


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debo ser uno en el conjunto;

      que yo sea nada, aunque placentero,

      y que esa nada agrade ya a tu asunto.

      Mi nombre sea tu amor al mil por mil;

      entonces me amarás: me llamo Will.

      (Soneto 136)1

      Shakespeare bien podría estar dirigiéndose a esa matriz sexual, su Cleopatra. Aunque ella tiene ingenio, agudeza, sagacidad política y astucia infinita, su principal atributo es su asombroso poder sexual. Tal vez esta Cleopatra fuera Isis para el Osiris de Shakespeare. En ninguna otra obra, salvo quizá en sus sonetos, se entrega tan plenamente a una fascinación que, sin embargo, le asusta. Recuerdo una vez más mi reacción ante la Cleopatra de Janet Suzman, en la que me debatía entre el deseo y la aversión.

      En Shakespeare, la personalidad, más que desplegarse, se desarrolla. Cleopatra nos desconcierta porque es más astuta de lo que pueda imaginar un hombre. Puede ser tan ingeniosa como Falstaff, tan artera como Yago, y tiene la capacidad implícita de Hamlet para sugerir anhelos trascendentes. Y es irresistible.

      Capítulo 2

       Nada permanece, todo fluye

      Antonio y Cleopatra es una procesión tragicómica. Desfila por todo el Mediterráneo desde Roma hasta Egipto y Partia, y abarca asombrosamente una década. Una desconcertante profusión de escenas breves acentúa el perspectivismo de Shakespeare, la noción de que lo que creemos ver depende de nuestros puntos de vista. El perspectivismo occidental empieza con el Protágoras de Platón, en el que argumentan Sócrates y el sofista Protágoras, y cada uno acaba en la posición que tomó inicialmente el otro. Emerson y Nietzsche perfeccionan el perspectivismo, pero siguen siendo inevitablemente platónicos.

      En Antonio y Cleopatra, cómo vemos es quiénes somos. Si creemos que Antonio es un bruto en declive y Cleopatra una golfa ajada, sabemos mejor cómo percibimos, pero la grandeza nos elude. Si vemos en Antonio al héroe hercúleo, aún espléndido en su ocaso, y en Cleopatra lo sublime de la madurez erótica, ardiendo hasta su última llama, estaremos más cerca de sumarnos a la celebración de una comedia triste pero maravillosa.

      Shakespeare emprendió la composición de Antonio y Cleopatra en la fase final de catorce meses extraordinarios en los que escribió El rey Lear, lo revisó, y entonces descendió al mundo nocturno de Macbeth. En ella se retrajo de la aterradora interioridad de El rey Lear y Macbeth, como si el propio Shakespeare necesitara emerger del corazón de las tinieblas a un mundo de luz y color. Les insto a releer El rey Lear, Macbeth y Antonio y Cleopatra en este orden, si pueden en tres o cuatro días seguidos. Será un viaje del Infierno al Purgatorio.

      Nadie más en Shakespeare es tan metamórfico como Cleopatra. Se desborda como el Nilo. Flujo, reflujo y reinicio es su ciclo de fecundidad y renovación. Dando apoyo a toda vida, y especialmente a Antonio, nunca agota su euforia. El ardor de Cleopatra, sumamente sexual, transfigura su perspicacia política. Seduce a conquistadores de mundos porque es su gusto, pero también su plan de salvar a Egipto y a su propia dinastía. La envuelve un aura. Contemplarla es elevarse a una gloria terrenal y celestial. En ella Antonio encuentra apoyo y destrucción cuando su espíritu en declive no llega a sostener el esplendor vigorizante de Cleopatra. Lo que aflige a Antonio es que el fulgor de su extraordinaria personalidad se reducirá a la mera luz del día.

      La más grandiosa escena de Antonio y Cleopatra es la seductora epifanía de Cleopatra cuando navega hacia su encuentro con Antonio. Siguiendo a Plutarco, Enobarbo, el más fiel y más sardónico oficial de Antonio, describe así el hechizo de la reina:

       Enobarbo

      Todo fue conocer a Marco Antonio y robarle el

      corazón en el río Cidno.

       Agripa

      Allí se mostró a lo grande, salvo que mi informante lo

      soñara.

       Enobarbo

      Yo te lo cuento.

      El bajel que la traía, cual trono relumbrante,

      ardía sobre el agua: la popa, oro batido;

      las velas, púrpura, tan perfumadas que el viento

      se enamoraba de ellas; los remos, de plata,

      golpeando al ritmo de las flautas, hacían

      que las olas los siguieran más veloces,

      prendadas de sus caricias. Respecto a ella,

      toda descripción es pobre: tendida

      en su pabellón, cendal recamado en oro,

      superaba a una Venus pintada aún más bella

      que la diosa. A los lados, cual Cupidos sonrientes

      con hoyuelos, preciosos niños hacían aire

      con abanicos de colores, y su brisa

      parecía encender ese rostro delicado,

      haciendo lo que deshacían.

       Agripa

      Ah, qué esplendor para Antonio!

       Enobarbo

      Sus damas, a modo de nereidas,

      de innúmeras sirenas, la servían haciendo

      de sus gestos bellas galas. La del timón

      parece una sirena. El velamen de seda

      se hincha al sentir las manos, suaves como flores,

      que gráciles laboran. De la nave,

      invisible, un perfume inusitado

      embriaga las orillas. La ciudad

      se despuebla para verla, y Antonio,

      entronizado, se queda solo en la plaza

      silbando al aire, que, por no dejar un hueco,

      también habría volado a admirar a Cleopatra,

      creando un vacío en la naturaleza.

      (acto 2, escena 2)

      En la producción de Trevor Nunn, tan realzada por Janet Suzman, Patrick Stewart era un Enobarbo extraordinario. Se contagió del talento para el espectáculo con el que la reina egipcia se aseguraba de que su gloria se apreciara y difundiera.

       Agripa

      ¡Asombrosa egipcia!

       Enobarbo

      Cuando desembarca, la invita a cenar

      un enviado de Antonio. Ella contesta

      que prefiere –lo suplica– que sea él

      su convidado. El galante Antonio,

      a quien nunca oyó mujer decir que no,

      va al festín rasurado y recompuesto

      y su corazón paga la cuenta

      de lo que comen sus ojos.

       Agripa

      ¡Regia moza! Por ella

      el gran César llevó al lecho su espada;

      él la surcó y ella dio fruto.

       Enobarbo

      La vi una vez

      andar a saltos por la calle;

      perdió el aliento, pero hablaba y jadeaba

      de suerte que al defecto daba perfección


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