Guasanas. Francisco Javier Madrigal Toribio
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F A mis nietos
Aarón y Amanda
Las guasanas de Pancho Madrigal
Antes que ser papel y tinta, el cuento ha sido viento, viento que sale de una boca y se dispersa en el aire de una habitación, de un corredor en una tarde calurosa, de una noche oscura iluminada por una ancestral fogata, de un tejabán de rancho en una jornada lluviosa, hasta encontrar un par de oídos, cuatro, o muchos, atentos a la madeja que se va poco a poco deshilando en el relato de un narrador. Así va el cuento, de boca en oreja, de boca en boca, por los siglos, hasta que alguien lo captura como a una mariposa, le extiende amorosamente las alas y lo clava con un alfiler sobre una hoja de papel, para guardarlo por sabe cuánto tiempo, hasta que unos ojos curiosos lo descubren y lo vuelven nuevamente viento, en busca de oídos atentos para perpetuar al cuento de nunca acabar.
Nos cuenta Margit Frenk que la primera característica del castellano escrito fue precisamente su oralidad. Una lengua cuyo escribano iba recitando en silencio, o en voz alta, cada una de las palabras que iba fijando con la pluma sobre el rústico papel. Y esos textos primarios cobraban vida cuando alguien más los recitaba en voz alta para las grandes mayorías que no podían, no sabían leer ni escribir. Ésa es la primera magia que aparece en cuanto uno comienza a leer los breves y sabrosos cuentos de Pancho Madrigal, tan breves y sabrosos como las propias guasanas.
Desde las primeras palabras que atrapan los ojos, uno comienza a escuchar la voz de Pancho adentro de la cabeza, como narrando al oído aquellas increíbles fábulas y contrafábulas de toda suerte de animalillos. Uno comienza a reírse sólo y termina con una gran carcajada que cualquiera diría: “a este loco ¿qué le pasa?”, y le parece que desde el fondo de la página nuestro autor se sonríe con ese gesto socarrón con que agacha la cabeza sobre la guitarra cuando narra-canta sus corridos pendencieros.
Y no será el primero que utilice animalitos para retratar las miserias y maravillas del espíritu humano, pero ¡ah qué bien lo hace! Y no es la fauna universal de Esopo y Lafontaine, son bestezuelas y bichos muy mexicanos; chicharras, hormigas, pinacates, jejenes y chijuijos, a los que añade categorías taxonómicas de su propia cosecha, como la cucaraña y el sapo tilapio, todos aderezados con simpáticas ilustraciones del autor. Pero lo más mexicano de los guasanos animalillos es el lenguaje con el cual se comunican, lenguaje popular, pueblerino, rural, ¡provinciano, pues!, diría el propio autor. La abuela y el abuelo perpetuando su rivalidad de ir hilvanando historias y ocurrencias, a ver cuál sale mejor, para regocijo de los nietos, y los nietos de los nietos.
Nos engaña Pancho Madrigal al hacernos sentir que ese lenguaje florido y silvestre es un producto natural de lo iletrado y montaraz de los pequeños personajes que pueblan las simpáticas historias. Los giros de lenguaje, las malas pronunciaciones, las excesivas libertades, los verbos violentados, los adjetivos inconexos y los abundantes modismos, se antojan tan naturales y espontáneos, que uno se imagina al autor siguiendo con grabadora en mano a los grillos, gallinas, chuchos, gatos y ardillas, para reproducir fielmente sus dichos, como un reportero de la fantasía, como lo hacía Cri Cri en sus cuentos maravillosos. Pero en cada renglón y cada párrafo hilvanado, como al “ai se va”, hay una paciente y complicada maquinaria de relojería, que estudia y diseca cada palabra, cada frase, cada expresión, para sacarle hasta el tuétano y encontrarle resonancias y significados imprevistos y nunca imaginados.
Ésta es la más grande virtud de las guasanas de Pancho Madrigal, que las hermanan con sus corridos pendencieros, con los cuentos de olor a mezcla y los panicosos, con ese universo jocoso e irreverente, que bien sabemos se trabaja con dedicación y paciencia de artesano, pero cuyo resulto es una fresca bocanada de humor, una risa que nos gana sin querer, una burla de nosotros mismos que subyace en las tragedias y trifulcas de cucarañas y zanates enamorados. Como los diablos de Ocumicho.
Como todas las fábulas que se han contado desde que el mundo es mundo, las guasanas también tienen su moraleja, y como dijo el pájaro carpintero; “¡Se sufre pero se apriende!”, a lo que respondió el tepocate chijuijo: “¡Nuay crimen inmune!”
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Alfredo T. Ortega
Autlán de la Grana, Jalisco, mayo de 2014
Preámbulo
La guasana es el garbanzo verde, W aún en su cápsula; asada o cocida con sal, es un manjar campesino de gusto breve pero intenso, con sabor un poco a tierra, un poco a yerba, un poco a monte. Para comer guasanas hay que hacerlo sin prisa: tomarlas una a una con los dedos, clavarles la uña para romper la cascarilla húmeda y sacar la perla verde, que se disfruta lenta y distraídamente, como quien no quiere la cosa. En este retardar el deleite, estriba en gran parte el placer de comer guasanas.
Claro que si se tienen diez años y está uno bajo un viejo tejabán de rancho, oyendo caer la lluvia sobre las tejas, tirado de panza sobre el montón de ropa lavada que la abuela se dispone a planchar, ese placer es mayor. Ora que, si por ahí, en un rincón se encuentra el abuelo sentado en una silla chaparra desgranando maíz, y si la abuela en un momento dado le lanza el reto de entablar un mano a mano de contar cuentos y el abuelo está de humor para aceptar el desafío, el deleite ya no tendrá límites. Uno sabe que pasarán horas enfrascados en aquel encuentro en el que desfilarán sabrosamente decenas de historias; unas, a todas luces inventadas, alternando con los temas tradicionales mil veces escuchados y mil veces recreados; pero eso es lo que menos importa, porque no es un duelo de inventiva ni de buena memoria; es un duelo de ingenio en la palabra. V En este encuentro el elemento a juzgar no será el tema, sino el lenguaje. Un lenguaje ocurrente y mañoso, plagado de disparates e incongruencias, pero sobre todo de humor. Un humor al más puro estilo cuenta-cuentero campesino.
Y para uno quedarán ya eternamente ligados guasanas y relatos, no solamente por asociación de deleites, sino porque, con el tiempo, uno reconoce los mismos ingredientes en unas y otros: brevedad, sencillez en el sabor y, sobre todo, mucha sal.
Vaya pues este librito, Guasanas. Fabulario de la abuela, como un sucedáneo dedicado a los actuales gustadores de guasanas de cualquier edad, que no tienen a la mano un cuentero que les complemente el ritual.
En cuanto a los ingredientes, garantizo brevedad y sencillez. Si contienen sal, un poco de sabor a tierra y un poco de sabor a monte, sólo el lector lo podrá decir.
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En plenas aguas del noventa y siete.
La chicharra y el hormigo
Pos, que estaba una chicharra prendida de una rama del cirgüelo, a cante y cante y cante y cante. Abajo, en la raiz del cirgüelo, había un hormiguero de onde salía una hilerona de hormigas arrieras que andaban a talache y talache y talache. Redepente, que dice un hormigo cabezón… voltió parriba, se le quedó viendo a la chicharra, y dice:
—¡Ah, qué bien jeringa esa chicharrita de miércoles! ¡Ya me tiene bombo!
Y sin más priánbulo, se dejó ir parriba en friega, a reclamarle a la cantautora su filarmonidá. Llegó, se le paró junto, y le dijo:
—¿No se liace que ya fue muncha serenata?
La otra, como tenía los ojos cerrados por la ispiración, ni cuenta se dio que lestaban hablando a ella; y siguió, como si nada, cantando con destacado estilo. Eso enchiló más al hormigo, que tonces gritó:
—¡¡Eeeerrrriiiaaa!! ¡Te estoy hablando! —y paque la llamada de atención fuera más efeptiva, le soltó una patada en el mero anteproyepto. Ora sí, la trovadora se sintió interludiada; voltió, le echó encima sus ojones al hormigo, y dijo:
—¡Quiobo! ¿Y ora