Guasanas. Francisco Javier Madrigal Toribio

Guasanas - Francisco Javier Madrigal Toribio


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pos sí! —gritaron todos.

      La liebre ya no esperó más. Salió juetiada echando polvadera patrás, hasta que se perdió por allá, en la distante lejura de lo inoto.

      —¡Pa eso me gustabas! —le gritó la tortuga.

      Desde entonces, ora todos le dicen “orejuda dormilona pierdedosa y tranpera”. O sea que ¡salió ganando, pues!…

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      La naturaleza del sapo

      Andaba un alacrán colérico mirando a ver quién quería un piquete gratis; tronaba las tenazas: ¡clac!, ¡clac!, ¡clac!. Tiraba chirrionazos con la cola, y gritaba:

      —¡Ábransen, jijos del máiz, que traigo la navaja desdoblada!

      Todos los que lo veían venir mejor le sacaban la vuelta, porque, como era lunes, y como a las tres de la tarde, pos ¡qué flojera!, ¿no?

      El ponsóñido aquél, mientras más rato pasaba sin hallar a quién acomodarle un puyazo, más se encabritaba. Pero en eso, que devisa a un sapo chimalón que estaba aplastado en la orilla de una lagunita mirando pallá, pal otro lado, como esperando el Día del Juicio.

      “¡Este ranacio inpúdico que me está apuntando con la retaguardia es el que me las va a pagar!”, pensó el alacrán. Y se le fue acercando poco a poco por detrás, sin hacer ruido.

      Como los sapos tienen los ojos en la mollera, pueden ver hacia todos lados;

      por eso, este sapo nomás hizo así con la cabeza, le clavó los ojones al alacrán, y le bramó:

      —¡Quiobo, qué…! ¡Quién vive!

      Al oír aquella vocezota de jarro rajado, el alacrán se arrugó todito, y le contestó:

      —Este… no, pos… yo nomás quería decirle a usté que si no me quiere dar un raite pallá, pa la otra orilla de la laguna, porque voy a vesitar a una tía que tengo por allá, del otro lado.

      —¡Ah, pos sí, cómo no! —dijo el sapo—. Trépeseme al lomo y agárrese bien.

      El aráñido se le trepó, pensando: “¡Al ratito, que se descuide tantito, me lo jinco!”

      El sapo brincó al agua y empezó a nadar chiflando “Los caballos panzones”. A

      Al alacrán, redepente le entró un poquillo de protuberancia y pensó: “¡Mmmh…! semiace que esto estuvo muy fácil… ¿Qué no estará posdatando algo raro este maldito paquiderno? ¡Yo mejor le pregunto!” Así que le dijo:

      —Oiga, don sapo. ¿Y no le da miedo que le vaya yo a pegar una puñalada por la espalda?

      El sapo, primero soltó un rebuznido de risa, y dijo:

      —¡Nombre!, ¿no ves que si me picas me hundo, y si me hundo te hogas? ¡Sólo que sepas nadar…!

      —¡Ah, pos deveras! —dijo el alacrán, pensando que el sapo tenía razón.a

      Pero luego, ya nomás pa él, pensó: “¡Chin!, eso sí no lo había yo carculado. Pero, ¡por lo menos una vanpirizadita, sí se la doy!” Así que, ya nomás por darle un calambrito al sapo, le dijo:

      —Oiga, don sapo, pero… ¿qué tal si mi naturaleza me traiciona? ¿Qué tal si no me puedo aguantar y se me va un puyazo y me lo perjudico?

      —¡Pos, ya estaría! —dijo el sapo—. Esperemos que no “te traicione tu naturaleza”, pues.

      Cuando iban como a media laguna, el alacrán - ya se andaba quedando dormido; en eso, el sapo se pega el sacón y se pone a gritar:

      —¡Ay, me picates!, ¡me picates!, ¡me picates!

      El alacrán quedó pataliando en el agua, diciendo:

      —¡Nues cierto! ¡Nues cierto! ¿A qué oras te piqué?

      —No, nues cierto… —dijo el sapo—. No me picates. Pero si no le hago tantito al cuento, luego me remuerde la concencia —y se fue nadando hacia la misma orilla onde estaba endenantes, dejando al alacrán aquel dando ora sí que como quien dice, puras patadas de hogado.

      Al salir del agua, el sapo pensó: “Bueno… con éste van catorce ponsóñidos que cain en la tranpa. A ver si el siguiente no se tarda munchote, porque luego me aburro. A veces yo sí quisiera llevarlos hasta el otro lado, pa que vayan a vesitar a sus tías, pero… ¿qué quieren que haga? ¡Mi naturaleza me traiciona, pues!”

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      El coyote y el cuervo

      A los perros el “Tuétano” y el “Pellejo” les pusieron una buena garrotiza, dizque por berse robado un queso que tía Recíproca dejó oriándose en la ventana de la cocina. Mentiras, ellos ni fueron; pero ella pensó que sí, y por eso les suministró su correptivo pasándoles una escoba por los espinazos; y encima les echó una regañada y los amenazó:

      —¡Guzgos, malcriados, relambidos, pestíferos! ó —les dijo—. ¡Lárguesemen de aquí, no quiero ni verlos! ¡Y ni piensen que les voa dar su gorda con manteca, ni ora ni mañana!

      Los pobres chuchos salieron en pitanza, con las orejas afónicas y los lomos siniestrados. Se fueron rumbo al cuamil, onde no los vieran chillar. El Pellejo iba diciendo:

      —¿Sabes, vale? Si yo supiera quién fue el oriundo que se tragó ese queso, le arrancaba las orejas a mordidas pa irlas a echar a la leutrina, como le dicen vulgarmente al cagadero.

      —¡Capaz que fue el gato, tú! —dijo el Tuétano—. ¡Yo lo vi que se estaba riendo cuando nos andaban sacudiendo!

      Mientras, cerquitas de allí, en un guamúchil que estaba aguantando el solazo arriba de una lomita, llegó un cuervo con el queso de la discordia en el pico. Buscaba una rama onde sentarse a comerse a gusto su suculencia. Apenas se estaba acomodando en una horquetita, cuando llega un coyote y se sienta allí por debajito de él; se le queda viendo con cierto priánbulo, y le dice:

      —¡Ay, qué pajarito tan bonito! A ver, a ver, chiquito, estienda sus alitas, pa verlo bien.

      Y el otro, todo voladote, ai tá, levantando las alas pa que lo vieran bien.

      —A ver, a ver, bonito… hágame unos ojitos… —dijo el coyote.

      Y aistá el otro, muy creido, parpariando.

      —¿Sabías tú que eres el pájaro más chulo y más ses-apil que hay en el mundo?—le dice el coyote.

      Y ai tienes al otro, diciendo que sí, que sí, con la cabeza. Ñ

      —¡Chulo!, ¡lindo!, ¡hermoso!, ¡sinpático!… ¿Cómo se dice? —dijo el mañoso del coyote.

      —¡¡Graaaaacias!! —dijo el cuervo, abriendo el picote, y dejando cair el queso.

      —¡Y el más güey, tamién! —le dijo el coyote, levantando el queso y pegando la carrera rumbo al cuamil, pa darle fondo al botín, escondido entre la milpa.

      Pero al brincar la guardarraya, ¡ándale!, que va cayendo ni más ni menos que mero enfrente de los chuchos apaliados, que taban allí, echados, lambiéndose los garrotazos todavía. El Tuétano abrió los ojones y se le quedó viendo, luego dijo:

      —¡¡A-ja-jay, chiquitito!! ¡Mira nomás, lo que vino a cairnos del cielo!

      Y ya le iba a pegar el brinco, cuando lo para el Pellejo gritando:

      —¡¡Épale!! ¡No te miadelantes! ¡Hay que ser parejos! A la de una, a las de dos, y a la de ¡sobres!

      Ya que se cansaron de retroativarle al coyote, dijo el Tuétano:


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