Patriotas, cosmopolitas y nacionalistas. Lilia Ana Bertoni
sus productos exportables y una intensa afluencia de capitales y de mano de obra. El presidente, rodeado de un grupo agresivo y emprendedor, utilizó los resortes del Estado para aprovechar al máximo las posibilidades de la coyuntura y promover y orientar el crecimiento económico.10 Sin embargo, los recursos fiscales eran aún modestos; el aparato administrativo, todavía precario, se formaba con dificultad, por la escasez de recursos y por la carencia de personal idóneo para sus nuevas funciones, ya fueran contadores o maestros. Con estas ventajas y carencias, Juárez Celman dedicó los recursos del Estado a estimular las actividades privadas y garantizar sus beneficios, y también a realizar aquellas obras que no interesaban a los empresarios o que no podían quedar libradas a un funcionamiento espontáneo.11 Así, mientras se dejaban en manos privadas los ferrocarriles o la colonización agrícola, que eran rentables, se generó una agresiva política bancaria, se lanzó una arriesgada campaña financiera internacional y se llevó adelante un ambicioso –aunque no el más sensato, en la opinión de muchos contemporáneos– plan de fomento de la inmigración.
Esta apuesta al crecimiento desencadenó importantes consecuencias. Es sabido que el gobierno de Juárez Celman intentó cabalgar por sobre la ola especulativa que, sin embargo, terminó por hundirlo. Un problema menos espectacular, pero a la larga más complejo, fue el rápido crecimiento de la población extranjera y las encontradas opiniones que esto suscitó. El cambio de la antigua imagen positiva de la inmigración a otra más matizada, e incluso crítica, que se observa en muchos testimonios, se relacionó con la aparición de una sensación de inundación, hasta entonces desconocida. Conjuntos enormes de extranjeros se agregaban a la población del país, presumiblemente en forma permanente, y no se advertían señales de su progresiva integración. La extranjeridad aparecía como un brote fuerte y pujante en la sociedad argentina. “Dentro de poco nos veremos convertidos como Montevideo en una ciudad sin rasgos”, sostenía Estanislao Zeballos; “nosotros vamos a ser el centro obligado a donde convergerán quinientos mil viajeros anualmente; nos hallaremos un día transformados en una nación que no tendrá lengua, ni tradiciones, ni carácter, ni bandera”.12
Lo que asustaba más era el cálculo prospectivo: “a los Estados Unidos ya han llegado doce millones por lo menos, y en pocos años habrán llegado a nuestro país mayor número que los que originalmente lo pueblan, y los ya arribados”,13 calculaba muy preocupado Sarmiento en noviembre de 1887; pocos meses después insistía: “podría llegarse a medio millón al año y a un millón, pues nada tienen estas cifras de imaginarias, con lo que tendríamos antes del año 1900 –faltan doce años– diez millones de habitantes, de ellos seis millones que no son ciudadanos”.14
Por otra parte, era evidente que estaban llegando “otros” inmigrantes, provenientes de zonas más atrasadas. Cuando las expectativas se dirigían a estimular la inmigración de Europa del Norte, la composición del conjunto variaba en otro sentido, acentuando aún más la proporción de italianos y de españoles, con predominio de los sectores más modestos. Pero además comenzaron a llegar nuevos grupos, como los judíos provenientes de Rusia y los árabes del Imperio turco.15 Si bien numéricamente reducidos, resultaron notables. Por su novedad y por el exotismo de su aspecto oriental, que acentuaba la creciente sensación de cosmopolitismo, parecían colocarse en el límite de lo admisible para la sociedad argentina.
En el debate público emergieron críticas enérgicas y las primeras argumentaciones sobre el rechazo de los inmigrantes. En 1889, en el momento en que se recomendaba rechazar a los judíos rusos arribados en el Welser, se hicieron súbitamente visibles en Buenos Aires los árabes provenientes de Turquía. Sus vestimentas y su extraño idioma, exhibidos en la venta callejera –actividad predominante entre los recién llegados–, los singularizaban, aun en una ciudad de extranjeros. Los diarios alertaron sobre la dudosa calidad de los recién llegados, cuya afluencia se atribuía a la “inmigración artificial” generada por los pasajes subsidiados.16 En lugar de los laboriosos agricultores que prometía la inmigración espontánea, la nueva política atraía elementos “indeseables”: exóticos judíos y turcos, chulos españoles, gitanos del Mediterráneo, malvivientes, enfermos y niños de todos los puertos.17
La crítica a la calidad –“hombres sin oficio, malvivientes, haraganes y mendigos”– puso de manifiesto las dudas sobre la posibilidad de incorporar a esos inmigrantes en particular, pero a la vez revelaba la aparición de una desconfianza más general sobre el proceso de integración de los extranjeros en su conjunto. La imagen del inmigrante laborioso y emprendedor, agente decisivo para la transformación de la realidad, se miraba de manera más crítica, era relativizada y adquiría incluso matices negativos.
Un clima de sentimientos encontrados y una imagen ambigua de la inmigración aflora por entonces en distintos sectores de la sociedad. Se manifiesta en la agresividad de algún grupo de clase alta cuando los “señoritos de galera y bastón […] hacen provisión de piedras y cascotes en la obra de la Casa de Gobierno y de la Estación Central para tirarle a los nápoles”.18 Está presente también en la sensibilidad predispuesta de sectores mucho más amplios, que constituyen el público lector de los duros artículos periodísticos de Sarmiento sobre los “bachichas” en El Diario o El Nacional, un público con “reservas frente al fenómeno inmigratorio […] menos sutiles […] [y] capaz de apreciar las imprecaciones, el tono insultante, las alusiones burlonas, los perfiles caricaturescos”.19 También se lo encuentra en “los epítetos, siempre empleados ofensivamente, máxime por la plebe”,20 o en la reiterada protesta de Sarmiento por la indiferencia y aun la negativa de los extranjeros hacia la ciudadanía y la integración a la vida política, “la expresión ideológica más benévola de una creciente toma de distancia frente al fenómeno inmigratorio”, expresada “en clave de xenofobia sistemática y radical por Eugenio Cambaceres en su novela En la sangre, de 1887”.21
También inquietan los cambios en una colectividad “vieja” como la italiana, en la que el gran crecimiento se acompañó de notables transformaciones internas. Preocupaba la pérdida de ascendiente interno de la elite tradicional –liberal, republicana y anticlerical–, que además de una sólida posición en los negocios estaba bien relacionada con la sociedad local. Este grupo tuvo una fuerte influencia política y cultural entre los italianos locales, pero en la década del ochenta perdió afinidad con la orientación política del nuevo Estado italiano y además resultó desbordada por la masa de los nuevos inmigrantes, con los que tuvo cada vez menor coincidencia ideológica.22 En la colectividad local le disputaron el liderazgo otros grupos más cercanos al gobierno italiano, algunos decididamente monárquicos, vinculados a la nueva red consular, y también intelectuales que apoyaban la nueva y ambiciosa política exterior del Estado italiano. Desde entonces se acentuaron los enfrentamientos entre quienes competían por la dirigencia de sus connacionales, y algunos se convirtieron en propagandistas de la política exterior italiana desde las asociaciones y los diarios. Su prédica –advertían celosos observadores como Sarmiento y Estanislao Zeballos– apuntaba a la creación de un enclave cultural de italianidad en el Río de la Plata, cuyas consecuencias serían peligrosas en un país que acentuaba día a día sus rasgos cosmopolitas.
Para quienes escrutaban el futuro, la disgregación de la sociedad era una posibilidad, porque el cosmopolitismo y la extranjerización cabalgaban