Patriotas, cosmopolitas y nacionalistas. Lilia Ana Bertoni
se pronuncian abiertamente”.49
Lamas concluye con una advertencia al gobierno italiano: un conflicto que entorpeciera la relaciones mutuas perjudicaría tanto como el rechazo de sus emigrantes; si bien “no aconsejamos a nuestros gobiernos del Plata llegar a esos extremos […] sí pensamos que harían bien en hacer respetar estrictamente nuestras leyes constitucionales, y prohibir la introducción de vagabundos, de viciosos y de criminales reconocidos”.50
El artículo de Lamas fue leído y discutido con interés y sus argumentos circularon entre quienes se preocupaban por los nuevos problemas de la sociedad; puntos centrales de la refutación de Lamas parecen haber contribuido a definir algunas de las líneas de acción emprendidas para enfrentarlos.
De todas maneras, los recelos locales aumentaron por las agresivas actitudes de la política exterior italiana: en 1885 el ministro Del Viso debió pedir explicaciones al ministro italiano, conde Robilant, “con motivo de las palabras pronunciadas” por el diputado Roux “en el Parlamento que se reputaron desaprensivas para la dignidad de la república”.51
Otros temores se sumaron, contribuyendo a crear un clima de acechanzas para la Argentina. Las cuestiones con los países europeos de emigración, sobre los cuales se estaba en alerta,52 operaron sobre una opinión sensibilizada por las perspectivas de guerra con Chile y con otros países limítrofes. Según Bernardo de Irigoyen, que fue canciller del presidente Roca, los derechos argentinos en las zonas limítrofes habían sido amenazados en la década de 1870.53 Ernesto Quesada recordaba que la Nueva Revista de Buenos Aires había sido fundada para “estudiar el derecho internacional público latinoamericano, especialmente examinando las cuestiones pendientes entre las diversas naciones de la América”.54 Si bien las posibilidades de guerra eran remotas, habían excitado la sensibilidad en torno a las cuestiones vinculadas con la soberanía nacional.55 A ello se agregó una fuerte suspicacia por la política expansionista de los Estados Unidos y sus ambiciones hegemónicas en el continente americano, acerca de las cuales ponía sobre aviso en 1886 Ernesto Quesada.56 Para sacar de su error a la opinión pública, que “parece mostrarse cada vez más favorable a las tendencias yankees”, advertía que la tradicional política de no intervención de aquel país había cambiado y que se iniciaba una nueva política –como algunos han empezado a llamarla– “del destino manifiesto de los Estados Unidos”, país lanzado tras la crisis de 1873 a la conquista de nuevos mercados. Por ello es que buscan crear una Unión Aduanera Americana, que indudablemente será hegemonizada por el coloso americano.57 Quesada estaba convencido de que en un futuro cercano “los intereses más vitales de la Europa y de los Estados Unidos” comenzarían a encontrarse “en pugna abierta” en los mercados de América Latina: un nuevo peligro se abriría entonces en el horizonte de la nación. Todo ello contribuía a fortalecer la convicción de que la soberanía de la nación estaba amenazada.
Este clima de amenazas era simultáneo con la eclosión del problema inmigratorio, impulsado por la política de promoción de la inmigración seguida por Juárez Celman, que provocó esa sensación de inundación. No obstante, nadie dudaba de que la inmigración debía seguir siendo propiciada, pues de ello dependía el éxito del proceso emprendido. El mismo Quesada, al advertir sobre los riesgos del nuevo expansionismo norteamericano, observó que aquel país cerraba “sus puertas a la inmigración en general”, y que “el Río de la Plata, pues, fatalmente tendrá que ser el punto a donde se dirija la emigración europea, y apenas se establezca regularmente esa corriente, a la vuelta de pocos años, este país asombrará al mundo con sus progresos maravillosos!”. En Quesada aparece tempranamente una peculiar combinación de actitudes, que será característica de muchos otros políticos en torno al cambio de siglo: una posición alerta y defensiva de lo nacional, muy temerosa del avance extranjero –particularmente anglosajón–, combinada con una fe en la grandeza futura del país, más allá de todo correlato con la realidad. Quesada concluía aquellas observaciones con una rotunda manifestación de optimismo: “Este país está, pues, llamado a ser, dentro de poco, un gigante”.
En su tierra, la única autoridad
Aquellas advertencias se combinaron con la convicción de que era imperativo encontrar soluciones a problemas que tenderían a profundizarse. Hacia fines de la década de 1880 la elite dirigente ya había madurado algunas respuestas. Una de ellas consistió en afirmar internacionalmente el criterio de soberanía nacional y precisar y definir el ámbito de la autoridad jurisdiccional del Estado.
Respecto de los derechos de soberanía del Estado sobre el territorio nacional, Bernardo de Irigoyen había sentado las bases de la postura, más firme, de la República Argentina. En la denominada Nota de Colombia –la Carta-Declaración que envió a la reunión de Panamá, en diciembre de 1880, en la que repudiaba las expansiones territoriales realizadas por la fuerza– estableció los principios de la política continental. En ese texto se sostuvo que los territorios de cada una de las nuevas repúblicas americanas habían quedado establecidos por el uti possidetis de 1810. Se afirmó además que no existían en la América independiente territorios que pudieran ser considerados res nullius y, en consecuencia, susceptibles de ser conquistados por otras naciones. Este fue desde entonces un punto fundamental de la argumentación argentina, frecuentemente usado frente a las pretensiones externas, tanto de los Estados limítrofes como de los europeos.
Respecto del reconocimiento de la plena soberanía del Estado sobre su jurisdicción, Lamas ya había señalado que había un problema y una exigencia: “Los gobiernos del Plata no pretenden nada más allá de la estricta justicia, más allá de la reciprocidad más absoluta en las relaciones recíprocas. Que se respeten su soberanía y sus leyes, que se reconozcan sus derechos de ser en su tierra frente a los nacionales como a los extranjeros la única autoridad”.58
Este fue el criterio que la Argentina buscó apuntalar internacionalmente, convocando juntamente con el Uruguay –los dos países más expuestos a posibles conflictos de ese tipo, debido a sus numerosos residentes extranjeros– a la reunión de un Congreso Sud Americano de Derecho Internacional Privado, al que también concurrieron Bolivia, Paraguay, Chile, Perú y Brasil y que se reunió en Montevideo a fines de 1888. Entre las variadas cuestiones tratadas se perfiló la constitución de un frente sudamericano para afirmar en el plano internacional, “en materia de jurisdicción […] el principio de la ley territorial y de la potestad de los jueces”, base de la soberanía de los Estados.59 Roque Sáenz Peña explicó el problema de los “países cuya población se completa y se transforma diariamente por el concurso de las nacionalidades europeas”. “Necesitamos […] sentirlos incorporados a nuestra vida nacional, necesitamos someterlos a la acción de nuestras leyes”; porque debido a “ese estatuto personal […] [se] mantiene al extranjero con la mirada fija en su país de origen, en sus leyes y en sus códigos patrios, en sus ministros y en sus cónsules, segregándose en el hecho de la colectividad social que los protege”. Agregaba una exhortación: es “necesario contrarrestar también la acción de los gobiernos que se empeñan en mantener vínculos de sujeción y de dominio, más allá de sus fronteras; que esos hilos invisibles que sujetan al hombre a una soberanía que ha abandonado, se desaten al cruzar el océano”.60
Sáenz Peña planteaba así una cuestión atinente a la soberanía