Patriotas, cosmopolitas y nacionalistas. Lilia Ana Bertoni
la formulación de Pasquale Stanislao Mancini la nacionalidad se convirtió en una fundamentación para el nuevo Estado italiano. Desde la cátedra de la Universidad de Turín, hacia 1850, formuló la teoría –incorporada con su nombre al derecho internacional privado– según la cual la nacionalidad misma es una persona jurídica. La tradición del derecho natural y de gentes, imperante hasta entonces, reconocía a los Estados esa condición de personas jurídicas. Mancini, por el contrario, afirmó: “En la génesis de los derechos internacionales, la nación y no el Estado, representa la unidad elemental”.32 La nación –que en esta concepción es equivalente a la nacionalidad y anterior al Estado– era el conjunto de hombres que tenían en común la raza, la lengua, las costumbres, la historia, las tradiciones y que, además, habían logrado una “conciencia de la nacionalidad”. Se explicaba como “el sentimiento que ella [la nación] adquiere de sí misma y que la hace capaz de constituirse por dentro y de manifestarse por fuera”.33 Desde este punto de vista, podía entenderse que los grandes conjuntos inmigratorios que se mantenían extranjeros en sus nuevos lugares de residencia, y que conservaban los rasgos culturales que –como la lengua– definían la nacionalidad, constituían parte de la nación de origen.
En la Argentina, parecía confirmar esta idea la abrumadora tendencia de los extranjeros a no naturalizarse; esto permitía a los hijos nacidos en la Argentina conservar la nacionalidad de sus padres, una cuestión sobre la cual la Argentina y varios de los países de emigración aplicaban criterios opuestos.34 Esos hijos, reclamados como propios por las naciones de origen y educados en otros idiomas, desarrollaban una adhesión a otras patrias y adquirían conciencia de otra nacionalidad, mientras que en el país la propia nacionalidad se diluía cada vez más, a medida que aquéllas cobraban fuerza. Esto le planteaba al país una situación de vulnerabilidad potencial. Por una parte, emergieron temores de fragmentación interna, por la amenazante consolidación de enclaves de otras nacionalidades. Estos podían usarse para respaldar la intervención de potencias metropolitanas, con el pretexto de defender los derechos de sus connacionales, avasallados por los gobiernos locales; enojosos reclamos de este tipo se repitieron con frecuencia en esos años. Al mismo tiempo, la existencia de otras nacionalidades atentaba contra la unidad cultural propia de una verdadera nacionalidad; se temía que la República Argentina fuera vista como una nación en formación; o, peor aún, como res nullius y no como una verdadera nación.
Esta nueva concepción de la nacionalidad, utilizada en una época de expansión colonialista, tenía una consecuencia: en el exterior los extranjeros continuaban siendo sus portadores, la transmitían a sus hijos, y consecuentemente podían ser considerados parte de ella más allá de sus fronteras. Precisamente por entonces comenzaba la etapa más intensa de las migraciones internacionales y de la febril actividad colonialista en todo el mundo. Se desató una inusitada competencia entre las naciones potencias que modificó las pautas de las relaciones entre los Estados.
Hasta mediados del siglo XIX había predominado en el sistema internacional el criterio del equilibrio de poder en el llamado Concierto de las Naciones. Luego de la caída de Napoleón, en el Congreso de Viena se reordenó el mapa de Europa, atendiendo al equilibrio entre las potencias y con indiferencia de los criterios de homogeneidad étnica o cultural, de algún principio de nacionalidad o de autodeterminación de los pueblos. Se retomó la tradición del derecho de gentes del siglo XVIII, que en la teoría reconocía derechos semejantes a todos los Estados soberanos más allá de sus dimensiones, y suponía que era posible una coexistencia armónica entre ellos, en tanto la tensión entre los intereses opuestos impidiera el predominio neto de uno.35
Sin embargo, el sistema de Viena no sobrevivió a la ola revolucionaria de 1848 y al estallido de la guerra de Crimea en 1854. En los años siguientes se alteró el equilibrio de poder en Europa y, como resultado de la exitosa Realpolitik de Cavour y Bismarck, se crearon dos nuevos Estados, Italia y Alemania. La vieja legitimidad fue perdiendo sentido y la política internacional se basó cada vez más en la fuerza. Si bien las nuevas naciones fueron creadas por los Estados, lograron suscitar un entusiasta apoyo popular, dieron vuelo al principio de la nacionalidad y alentaron los ideales de autodeterminación de los pueblos.
El criterio de la nacionalidad cobró un enorme prestigio: la constitución del nuevo Estado italiano se había respaldado en él y el Estado alemán fundó en ese mismo principio la anexión de Alsacia y Lorena luego de vencer a Francia en 1870. En los años siguientes y hasta la Gran Guerra, el prestigio del principio de nacionalidad no cesó de crecer; los movimientos nacionalistas se multiplicaron en Europa, particularmente en los Balcanes y en los imperios plurilingües de Austria-Hungría y Rusia, alentando movimientos separatistas, pero emergieron también en la compleja vida política de las naciones del oeste europeo.
En la política internacional fueron relegados los tradicionales principios universales heredados del siglo XVIII, así como la idea de una posible convivencia pacífica de las naciones.36 El antiguo principio del equilibrio no fue reemplazado por otro, excepto el obligado reconocimiento del derecho del más fuerte, ejercido por la nación más poderosa, y la idea, progresivamente aceptada, de que el poder conlleva su propia legitimidad. A la imagen de la armonía entre los Estados se fue superponiendo otra: el ámbito internacional era un terreno de disputa donde se dirimía la superioridad sin más reglas que la fuerza, mientras que el objetivo de una nación-potencia era alcanzar la dominación más amplia posible.
Aunque las ideas pacifistas no desaparecieron, resultaron fortalecidas las posturas defensivas y nacionalistas que parecieron las más adecuadas para interpretar el funcionamiento del mundo y la economía. Se afirmaron las formas económicas monopólicas y las naciones combinaron una competencia agresiva con un cerrado proteccionismo. Perdida la confianza en los viejos valores, las clases poseedoras se volcaron entusiastas a respaldar la agresiva conquista de mercados y de zonas de influencia, las políticas armamentistas y las conquistas territoriales. Por su parte, los gobiernos fueron más sensibles a las demandas de éxito y gloria nacional, en tanto sectores cada vez más amplios de la población participaban en la política y eran sensibles a esos logros. El potencial industrial y la posesión de colonias se convirtieron en los rasgos que definían el perfil de una nación-potencia.
La rivalidad se acentuó con la incorporación de las nuevas potencias recientemente unificadas, ávidas por obtener su parte en el reparto colonial y descontar la ventaja que les llevaban las más antiguas.37 Por razones de prestigio, Italia necesitaba poseer territorios coloniales. En 1885 –recordado como el “año del ardimiento”– la ocupación de Massaua generó un enorme entusiasmo. La interpelación al ministro de Relaciones Exteriores del Reino, Pasquale Stanislao Mancini, originó, con motivo del envío de la expedición militar a Massaua, un debate sobre el rumbo deseable para la política colonial, que se extendió a los diarios y revistas especializadas.38 Si todos reconocían la importancia de la posesión de colonias, especialmente para una nación que pretendía alcanzar el nivel de potencia, muchos rechazaban que se recurriera a las intervenciones armadas. Según una vieja idea –vinculada a la expansión comercial genovesa de las décadas anteriores– podían formarse colonias libres, “espontáneas”, es decir surgidas de la iniciativa pacífica y privada de los emigrantes; la idea se fortaleció por la aversión profunda de la opinión pública a las conquistas violentas y a los sacrificios en dinero que representaban las colonias “políticas”. Se sostuvo que en realidad Italia ya poseía excelentes exponentes de esas colonias “espontáneas” en América, especialmente en la Argentina y el Uruguay, y que sus resultados habían sido altamente beneficiosos para Italia.
En ese contexto apareció en el Giornale degli Economisti un artículo de Girolamo Boccardo, prestigioso economista y senador del Reino,