Patriotas, cosmopolitas y nacionalistas. Lilia Ana Bertoni
troncos patricios, perturbando el viejo orden social. Inclusive, algunos de los extranjeros o nativos que ascendieron más rápidamente eran de origen oscuro: nuevos ricos vinculados a empresas e inversores extranjeros, cuyo ascenso perecía ilegítimo. Las tensiones se tradujeron en prevención ante el éxito, en acusaciones sobre materialismo descarnado y falta de ideales, en alarma frente a los extranjeros.
La prosperidad misma parecía relajar todas las diferencias sociales hasta convertirse en factor de disgregación. Para explicar este cambio, Lucio V. Mansilla decía, con asombro y fastidio:
Pero es que ahora todos quieren ser señores. Mi madre, que pertenecía a una familia de butibamba y butibarren se casó con unas enaguas que están ahí en una caja y con un abanico que yo tendría vergüenza de regalar a mi cocinera […] y así sucede que hoy todos quieren ser iguales […] iguales; y cuando alguno pasa en coche, hay quien dice: ¿a dónde irá ese ladrón?23
Los patrones referenciales de la vieja sociedad patricia se desarmaban; nuevos sujetos ocupaban viejos lugares mientras se opacaban los grupos tradicionales, inmersos en conjuntos más vastos y más prósperos. ¿Quién era quién en la sociedad argentina? Y aun: ¿qué era la sociedad argentina? El fuerte componente extranjero hacía suponer el deslizamiento inevitable hacia una disgregación, vivida también en términos de pérdida de identidad cultural y nacionalidad.
Una “più grande Italia al Plata”
Estos problemas se complicaron con los derivados de la orientación de la política exterior de las naciones europeas, y de Italia en particular; según temían algunos podía llegar a amenazar el reconocimiento internacional de la Argentina como Estado independiente y plenamente soberano. También había dudas sobre la repercusión de los proyectos expansionistas sobre los residentes extranjeros.
Este problema fue denunciado tempranamente por Sarmiento, preocupado por el tono de las deliberaciones en el Congreso Pedagógico Italiano que sesionó en Buenos Aires en 1881, y por el eco que estas discusiones tuvieron en diarios como La Patria Italiana y L’Operaio Italiano. En una serie de artículos confesó su asombro por la pretensión de que las escuelas italianas en el Río de la Plata fueran un instrumento de formación de la nacionalidad italiana.24 Expresó a la vez su preocupación por la relación de esas aspiraciones con una idea que iba ganando fuerza en Europa, según la cual los grupos de connacionales residentes en el extranjero formaban “colonias”, a partir de las cuales era posible organizar reclamos y fundar derechos de autonomía.
La idea de otra Italia fuera de Italia, en el Río de la Plata, se basaba en la existencia de una colectividad numerosa y económicamente poderosa, que conservaba su fuerza cultural y era capaz de influir sobre el elemento local y hasta predominar en él.25 El mantenimiento de la cultura italiana en el Plata, especialmente de la lengua, y la vinculación efectiva de los residentes con la madre patria, se convirtieron en condición de su existencia. Las escuelas italianas adquirían, por lo tanto, una importancia decisiva. Esta concepción, que cobró fuerza desde los años ochenta a medida que creció el impulso expansivo imperialista, se reforzó –a los ojos de algunos grupos dirigentes locales– por el comportamiento de los inmigrantes, indiferentes a la naturalización y a la ciudadanía, y en consecuencia reacios a una integración completa a la vida de su nuevo país.
Estos recelos se alimentaron con el conflicto que estalló en Montevideo en marzo y abril de 1882. Dos italianos, que habían estado detenidos por el gobierno uruguayo, declararon ante la legación italiana haber sufrido torturas. El vicecónsul inició una reclamación diplomática y solicitó el auxilio de la Marina de Guerra de su nación, que respondió de inmediato al llamado, sin haber apelado previamente a la Justicia local: los dos italianos se refugiaron en un barco de guerra, frente al puerto de Montevideo. La situación se agravó por las protestas indignadas de los residentes italianos. El asunto amenazó convertirse en un serio conflicto internacional, que se evitó por la eficaz intervención del barón Cova, plenipotenciario italiano ante el gobierno argentino, quien ordenó al capitán del barco de guerra abstenerse de actuar. Pese al feliz desenlace, Sarmiento advirtió sobre la trascendencia del problema:
La mayor parte de nuestros diarios ha aceptado la acción diplomática en el asunto creyendo que estaba comprometida sólo la humanidad […] No es […] cuestión de humanidad como pareció a todos al principio, es cuestión de derecho público, de respeto a las formas de todo gobierno, es en fin, causa americana, en cuanto puede reducirse a un acto que puede repetirse en cualquier pequeño Estado sudamericano.26
Sobre esto advertía también la propia experiencia. En el pasado, los reclamos originados en los derechos de los residentes extranjeros o en el de sus empresas y negocios habían resultado en bloqueos o emplazamientos de las flotas de guerra de los países europeos reclamantes. Sarmiento, muy atento a las recientes intervenciones europeas para garantizar los intereses de sus connacionales –en este caso de Alemania en Africa–, sostenía: “en un tiempo dado los países colonizados, vendrán a ser de hecho provincias alemanas”; y agregaba: “esto lo han hecho otras veces los ingleses para apoderarse sin título de las islas Falkland, ¿por qué no lo haría la Italia?”.27 Esa política expansionista unía el ejercicio del derecho de la fuerza, propio del auge de la Realpolitik, al de la legitimidad otorgada por la nacionalidad. Las anexiones se fundamentaban sosteniendo que los grupos de connacionales emigrados e instalados en cualquier lugar fuera de Europa, siempre que no fuera una nación plenamente reconocida, constituían una nacionalidad con derecho a la autodeterminación; o bien se decía que un territorio poblado por connacionales generaba derechos de anexión para la nación potencia a la que aquéllos pertenecían por origen.
Se trataba, en realidad, de un principio nuevo. Hacia 1830 había comenzado a aparecer en la escena política europea una concepción de nación, afín con la sensibilidad romántica, que era diferente a la consagrada por la Revolución Francesa, y también distinta a la más vieja formulada por el derecho de gentes.28 Entroncaba con la tradición de ideas que a fines del siglo XVIII se constituyó en reacción a los principios de la Ilustración y del liberalismo.29 En contraposición con el universalismo, se valoró la singularidad cultural de un pueblo. Johann G. Fichte definió la nación como una entidad cultural y propuso a los alemanes, durante la ocupación francesa de Prusia, un programa de educación nacional y exaltación de la cultura alemana cuya singularidad estaba en la lengua, viva y creadora, que penetraba toda la vida del pueblo alemán.30 Esta concepción se desarrolló en los trabajos de artistas, ensayistas y políticos. El pueblo-nación fue concebido como un ser vivo o espíritu que mantiene constante su esencia a través del tiempo; superior a los individuos e independiente de sus decisiones, se revelaba a través de la lengua, las costumbres y los mitos transmitidos de generación en generación.31
Estas ideas tuvieron influencia en pensadores y en divulgadores. La idea de nacionalidad se fue conformando tanto al calor de las adhesiones entusiastas que despertaron la difusión de los ideales revolucionarios y las conquistas napoleónicas como de las reacciones adversas que suscitaron. Tuvo éxito entre quienes aspiraban a “liberar a los pueblos” y a constituir nuevas naciones rechazando el reparto de tierras y pueblos dispuesto por el Congreso de Viena, y así la descripción de nacionalidad se transformó en el sustento de programas políticos. Se difundió por toda Europa de la mano de los movimientos revolucionarios y nacionalistas; cobró importancia en Italia, donde la fragmentación en múltiples Estados bajo dominio extranjero tan distante del modelo