Nirliit. Juliana Léveillé-Trudel

Nirliit - Juliana Léveillé-Trudel


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tu cuerpo detrás del mostrador de recepción; tu cuerpo, lo primero que se veía al entrar, y tus ojos y tu sonrisa, yo extraña a ti.

      Lizzie dice: «No, no habrá ceremonia, al menos no este mes, el cura no está, no vuelve hasta agosto, no habrá ceremonia». Y la oigo pensar: «Sin cuerpo no hay ceremonia», oigo gritar a las docenas de jesuses que cubren su mesa de trabajo: «¡Sin cuerpo no hay ceremonia!». Estoy harta de su compasión por el Jesús doliente; me entran ganas de gritarle: «¡Nosotros también sufrimos, joder!». Y entonces lo recuerdo: Lizzie también, Lizzie tampoco tenía el cuerpo de su marido ni el de su yerno ni el del padre de su yerno, ellos también yacen en el fondo del fiordo desde hace dos años. Ocurrió durante mi primer verano. Anda, es verdad, otro verano en el que llegué justo después de la muerte. Tres pescadores en una canoa, solo regresó la barca.

      Vuestras vidas parecen sacadas de una tragedia griega. Con vuestro sufrimiento lancinante y vuestra desesperación se las haríais pasar canutas al mismísimo Shakespeare. No sé cómo hacéis para soportarlo, yo, que bastante tengo ya con mis pequeñas miserias ordinarias.

       – 3

      Somos los nuevos misioneros blancos. Predicamos una buena higiene de vida. No fuméis, no bebáis, no toméis drogas, no consumáis comida rápida, comed más fruta y verdura, dormid ocho horas al día, acostaos temprano, haced ejercicio, no faltéis a clase ni al trabajo, no tiréis basura a la naturaleza, no conduzcáis los quads a toda velocidad, poneos un chaleco salvavidas cuando salgáis en barco, aseguraos de guardar el arma fuera del alcance de los niños, utilizad anticonceptivos cuando tengáis relaciones, no blasfeméis, decid por favor y gracias cuando pidáis algo, vacunad a los niños y esterilizad a los perros. Os debemos de parecer muy pesados.

      Noche de miércoles en la Coop. Patatas fritas, Pepsi, cigarrillos. Los componentes básicos de la dieta inuit. En el pueblo hay dos lugares donde abastecerse: la Coop y la Northern Store, regentadas por inuit y por blancos respectivamente. En líneas generales tienen los mismos productos, los mismos precios exorbitantes pero dos ambientes completamente opuestos. El alegre caos inuit frente al orden irreprochable de los qallunaat. Una eternidad para pasar por caja en la Coop, apenas unos minutos en la Northern. Debes elegir la cola que te parezca más corta sabiendo que será la que avance más despacio. E incluso cuando te colocas estratégicamente detrás de unos inuit que solo se llevan un par de productos, siempre acaban sorprendiéndote al llegar a la caja.

      «Trece Coca-Colas. Nueve Pepsis. Una cajetilla de tabaco. Tres piruletas, dos canicas de caramelo y seis flash. Cuatro pastelitos Joe-Louis. Una paquete de patatas fritas con sal y vinagre. Taima (nada más). Ay, no, se me ha olvidado la leche, ahora vuelvo. Vaya, no me alcanza, quítame dos Coca-Colas. No, tres Coca-Colas. Vale. Taima».

      Y todo cuesta caro, carísimo, pagas un dineral por nada, por verduras flácidas, fruta magullada, lechuga escarchada en varios sitios a causa de la bodega helada de Air Inuit. Un dineral por un pan cuyas tres primeras rebanadas se han puesto mohosas. Cuando te quieres dar cuenta ya lo has comprado, pero no vas a pedir que te lo cambien porque las cosas son así y punto. Un dineral por alimentos que ni rebajados serían aceptables en el sur. Y a veces no llega el avión, a veces hace un tiempo de perros, a veces no queda pan, no queda leche, no queda nada, a veces esto es como un país en guerra y la tienda está vacía, y cuando regresa el avión, estamos encantados de volver a ver nuestras verduras pochas y nuestra fruta amarronada.

      Lo único que nunca falta es la dichosa pizza congelada, y Dios sabe que coméis pizza por un tubo. Eva, nunca te invité a cenar a casa. Ahora me gustaría poder hacerlo, ¿por qué nos da tanto apuro invitar a los demás? Nunca estuviste en casa. Mi gran casa. Bueno, tampoco es tan grande, aunque para mí sola sí lo es. En una casa así pueden vivir diez personas sin mayores problemas, pero yo tengo una casa grande para mí sola. Me dijeron que no dejara entrar a los niños, que después no podría ponerles coto. «Si accedes una vez, se acabó». Me dijeron que me mantuviera firme, eso me dijeron los demás blancos. Les hice caso, y cuando los niños llaman a mi puerta y me piden manzanas, se las doy, pero en el porche; los alimento como si fueran gatitos, por fuera de casa. Me dijeron que no los dejara pasar.

      Eva, ¿quieres venir a mi casa?

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      Los niños me siguen por la calle, quieren ir a donde yo voy, me estrujan como osos, me observan detenidamente. Me escudriñan.

      Me tocan la nariz.

      «¡Qué grande!».

      No tanto. Los blancos tenemos la nariz grande. La mía no es ni mejor ni peor que la de los demás. Me tocan la barriga.

      «¿Tienes un bebé?».

      No, no estoy gorda. Las mujeres de mi edad ya tienen tres hijos, yo ni uno. Os preguntáis cuándo me pondré manos a la obra.

      Me tocan las piernas.

      «¿Te quitas los pelos?».

      Sí. Los blancos somos velludos. Os hace gracia.

      Exploran mi cuerpo como gatitos y se divierten con cuanto les resulta diferente, miran ensimismados mis ojos, incrédulos ante mis iris, demasiado azules; me tocan el pelo; atisban por el hueco de la manga tratando de encontrar el vello en mis axilas; se me pegan como gatitos en busca de calor y caricias.

       – 4

      Verano ártico. No se hace de noche. Nunca. El sol desaparece tras las montañas salpicando las nubes de un resplandor anaranjado. Desaparece, pero no se pone. El día oscurece, pero nunca por completo. Ve y explícaselo a los demás en el sur. Intenta explicarles el grado exacto de luminosidad, la impresión que produce, el color del cielo. Diles que depende, depende de si el día ha sido soleado o no, los días de sol dan noches más claras; los días pardos, noches más pardas; de noche los gatos, todo el mundo, pardos. Diles que es como si fueran las nueve de la noche en julio, sí, eso es, las nueve de la noche en julio. Todo se tiñe de gris o plata, el fiordo es plateado. Diles que cuando el fiordo se vuelve plateado es tan hermoso que dan ganas de llorar. Muchas veces me entran ganas de llorar, pero no necesariamente porque esté triste. Es solo que aquí todo es demasiado, demasiado hermoso o demasiado duro.

      «¿Tú duermes? Es increíble, ¿cómo diantres hacen para dormir?».

      No duermen. Los niños se pasan la noche correteando por el pueblo, jugando a cosas de niños, a veces no, a veces roban gasolina de los cobertizos y rocían todo lo que pillan para prenderle fuego, luego vuelven a echarle gasolina para que siga ardiendo, y cuando esta se les acaba, van a buscar más a casa de otra persona. Quads, motos de nieve, barcos: todos llevan gasolina, la hay por todas partes. A veces pienso que van a prenderle fuego a algo grande, algo como una casa. A veces pienso que van a quemarse, que van a destruirse, pero hace tanto tiempo que caminan sobre la línea que jamás debe rebasarse y que desafían a la muerte con tanta insolencia que son intocables.

      Con la edad la cosa empeora; las pequeñas hogueras ya no bastan, los cobertizos y las casas tampoco. Hace casi dos otoños, el hijo de Qumaaluk, tu otra compañera, se vació encima el bidón de gasolina. Hecho cenizas con veintidós años, pasó a engrosar las alarmantes cifras de nuestras estadísticas de la desesperación, las cuales se disparan bajo el peso de centenares de indígenas que cada año se despiden con un sonoro «fuck off!». El hijo de Qumaaluk se voló por los aires en el cobertizo, me lo dijo ella misma en el aeropuerto. Antes de salir de Montreal las tragedias boreales ya rugen en mis oídos. Cuando te encuentras con alguien a quien llevas tiempo sin ver, puedes esperarte cualquier cosa. Aquí no preguntas «¿Qué tal?» como una absurda banalidad a la cual no esperas que te contesten, porque ese «¿Qué tal?» puede dar lugar a respuestas como «No muy bien, mi hijo se pegó fuego el otoño pasado». Qumaaluk dice que todos vamos a morir, pero que no debe ser de ese modo, Qumaaluk dice que no puede aceptar la muerte de su hijo. Qumaaluk está de pie y se ocupa de sus otros


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