Nirliit. Juliana Léveillé-Trudel

Nirliit - Juliana Léveillé-Trudel


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los cabellos rubios del sur. Qumaaluk está rodeada de ángeles, y es una suerte, porque aquí hay demasiados muertos que contar.

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      Tú, Eva, has pasado a formar parte de otras estadísticas en las que estáis sobrerrepresentadas, las de las mujeres víctimas de violencia. No de violencia conyugal, aunque podría haber sido: entre los muros de esas casas prácticamente idénticas, el amor es violento, los celos feroces, e impera la confusión entre amar y poseer, vosotros, que poseéis mucho pero tan pocas cosas.

      Vuestra casa no os pertenece. Vuestro terreno tampoco. Todo ello os lo presta gentilmente el Estado. ¿Habéis visto lo buenos que somos? Os robamos vuestro territorio, pero luego os lo prestamos. ¿Es por eso por lo que tenéis ese afán de poseer? Motos de nieve, barcos, quads, camionetas para dar una vuelta alrededor de un pueblo de cuatro calles. Para escapar de esas casas superpobladas donde vivís hacinados. En realidad os falta espacio en vuestra inmensidad nórdica. ¿Cómo es posible que toda esa riqueza se parezca tanto al tercer mundo?

      Los obreros os tienen envidia. «Joder, ya me gustaría a mí tener pelas para comprarme una Ski-Doo y un barco, sería la hostia no tener que currar y pasarme el día pescando, qué bien se lo montan los muy cabrones». Eso ya lo he oído antes, en el sur también hay muchos a los que les gustaría estar en el lugar de los que viven de los subsidios públicos.

      El dinero os cae del cielo, pero se acaba tan pronto como llega; os hemos enseñado distracciones caras, ¿no es así, Eva? ¿Te acuerdas de tu ex, el director del colegio? ¿Te acuerdas del buen padre de familia que te daba alcohol cuando tenía ganas de sexo? Aquí el alcohol cuesta un ojo de la cara, pero es normal, aquí todo cuesta un ojo de la cara, hasta un litro de leche, así que todo el mundo paga sin rechistar los doscientos dólares que vale una botella pequeña de vodka. El director del colegio no tenía que pagar tanto, los blancos podemos traer alcohol del sur, traer mucho y distribuirlo como mejor nos parezca: una mamada, una botella pequeña. Es la ley de la oferta y la demanda.

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      ¿Alguna vez te dijeron que tenías unos ojos —y una sonrisa— magníficos?

      El norte es peligroso para las mujeres guapas. Nancy corre a mi encuentro: la preadolescente refunfuñona y regordeta se está transformando en una preciosa jovencita. Se la ve guapísima con el pelo recogido y sus largos pendientes, su cuerpo, más esbelto y delgado, sus grandes ojos, que ha empezado a pintarse. Le sienta fenomenal tener trece años, a ella y a sus coquetas amigas, y me pregunto hasta cuándo, cuánto tiempo os queda. ¿Cuánto tiempo antes de que un novio demasiado atrevido os imponga vuestra primera vez, si es que no lo ha hecho ya? ¿Cuánto tiempo antes de quedaros embarazadas y no atreveros a pensar en el aborto? Ni siquiera en el caso de una niña de trece años, ni siquiera en el de una víctima de violación o de incesto.

      Tú lo sabes, Eva, fuiste abuela con cuarenta años: tu hijo Elijah y la hermosa Maata, la hermosa y minúscula Maata, dieciséis años y un bebé en la capucha del abrigo, dieciséis años y cajera en la Coop, el bebé en el carrito, junto a la caja, pero qué orgullosa estabas, Eva. A los inuit os gustan los niños más que nada en el mundo, por lo general los queréis mal, pero los queréis.

      ¿Cuánto tiempo antes de que la dureza de la vida nórdica haga estragos en vuestra deslumbrante belleza? ¿Cuánto tiempo antes de que engordéis veinte kilos como consecuencia de los numerosos embarazos y de las Coca-Colas que bebéis una tras otra? ¿Cuánto tiempo antes de que el alcohol, el tabaco y las noches en vela os cubran la cara de arrugas prematuras, de que se os piquen casi todos los dientes con los distintos tipos de caramelos que se venden en la Coop? ¿Cuánto tiempo antes de tener veinticinco años y aparentar cuarenta? A veces muy poco. A veces alcanzáis la cima de vuestra belleza a los trece años y a los catorce se acabó. A veces sois demasiado duras con vosotras mismas o bien es la vida la que os lo pone difícil. A veces, con catorce años, las bonitas rosas del norte están ya marchitas.

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      A veces ocurre lo contrario, a veces las chicas del norte quieren probar a toda costa la piel de los hombres del sur, las chicas quieren bebés de ojos azules, a los que llamarán Sébastien o Patrick en recuerdo de Sébastien o Patrick, que fueron al norte un par de meses, que fueron a reparar unas cuantas casas y a concebir unos cuantos hijos. Las chicas suelen merodear por el hotel y los campamentos. Antoine está aterrorizado, atrincherado en su habitación de hotel a doscientos cincuenta dólares por noche, Antoine, el arquitecto, los ojos de un azul que solo habéis visto en los huskies. Las chicas hacen cola delante de su hotel y llamarían a su puerta si les permitieran entrar. Antoine piensa en su novia, a la que ha dejado en Quebec.

      Gaétan no piensa en su mujer, que se encuentra en Boucherville, pero el viejo ingeniero ya no está en edad de tener hijos. Todas las noches regresa tranquilamente sin probar el exotismo nórdico y sin que las chicas se alineen delante de su casa. Se conforma con oír hablar a sus jóvenes compañeros de sus conquistas y con dar su opinión sobre cuestiones genéticas.

      «A los inuit les viene bien, ¿sabes?, cuanta más sangre blanca tengan, más mejorarán. A mí me parece que ya se ve».

      Gaétan se inclina ante esos grandes señores de las obras: gracias por esparcir vuestro esperma a los cuatro vientos con tanta generosidad a fin de que la raza mejore, gracias por transmitir vuestra preciada sangre a vuestros numerosos vástagos, a los que nunca os molestaréis en conocer; no os preocupéis de si sus madres tienen o no suficiente dinero para pagar la leche y los pañales; mientras ellos posean vuestro maravilloso bagaje genético, todo va bien.

      Sábado por la mañana, Coop, sección de las papillas de cereales. Saana y Maggie deambulan frente a los estantes; la primera, dubitativa ante la etiqueta del bote que aferra; la segunda, ocupada con su biberón, sorprendida en flagrante delito de «ricura». Maggie en mis brazos. Los bebés inuit son calentitos, han sido concebidos para resistir a las bajas temperaturas. Pequeña alegría del sábado; Sébastien o Patrick, a miles de kilómetros de distancia, se lo está perdiendo,


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