Nirliit. Juliana Léveillé-Trudel
poético, un tanque con agua y otro con mierda. Isakie se pasó el fin de semana del Raglan Money Day recogiendo la mierda de los sallumiut, que estaban demasiado ocupados celebrando su súbita riqueza para hacerlo ellos mismos. Isakie se dejó la piel, solo en su inmenso camión, para responder a la demanda de un extremo a otro del pueblo. Isakie no recibirá un céntimo de Raglan, pero ha visto todo: el alcohol, los coches, la droga, los televisores, las motos de nieve, las montañas de billetes verdes o marrones y a saber qué más. Me pregunto si a Isakie le entraron ganas de dejarlos ahí plantados con su mierda mientras bailaban la danza del dinero ante sus ojos, mientras eran los reyes del mundo y él un pobre imbécil que no formaba parte de los elegidos. No creo que a Isakie le apetezca volver este año.
Empiezan a aborreceros en los otros pueblos, ¿verdad, Eva? ¿A que cada vez se oye más eso de que los habitantes de Salluit miran a los demás como si fueran mierda de foca? Empiezan a alzarse voces, voces que se preguntan por qué no se reparte el dinero entre todas las comunidades de Nunavik, porque, en el fondo, el territorio no solo pertenece a la gente de Salluit, sino a todos los inuit. Yo os quiero a pesar de todo, Eva, con el mismo amor posesivo que vosotros. Salluit es mi pueblo, qué poco se necesita para ser chovinista; se me parte el corazón como a una madre a la que le cuentan las trastadas de sus hijos. Suelo defenderos, pero de vez en cuando yo también reacciono como Lauren, la manitobana extenuada, y asiento con la cabeza y una sonrisa triste.
Lauren no es la única que se prepara para lo peor esta noche, también las enfermeras, los policías y los trabajadores sociales, todos los que saben que las juergas aquí suelen acabar mal. Si nos pusiéramos cínicos podríamos hacer apuestas. ¿A cuántos heridos tendrán que evacuar en avión Médivac al hospital de Puvirnituq, «Hedor a carne podrida, mi amor»? ¿Cuántos camorristas llenarán la minúscula cárcel del pueblo? ¿Cuántos vehículos terminarán en la cuneta en su primera vuelta? Pero el cuánto que os interesa es ¿cuánto vais a recibir este año, cuánto, ay, cuánto más o menos con respecto al año pasado? Este año no tendrás tu parte, Eva. Me pregunto qué habrías hecho con ella. Entre otras cosas, nunca te pregunté qué hacías con tu dinero. Los blancos no nos atrevemos a hablaros de esos billetes que salen de las entrañas de la mina, ya que podríais interpretarlo como envidia, desprecio o codicia. Por supuesto que el mundo está lleno de blancos consumidos por la envidia, el desprecio y la codicia, pero no todos. Yo no, te lo juro, Eva. Yo no.
– 9
Zarpamos a bordo del F/V Tallurunnaq, el viejo Tiivi al timón, con ademanes seguros y el semblante sereno, los ojos entornados oteando el horizonte. Tres horas hasta la bahía Déception, que no tiene nada de decepcionante. Un cielo sin nubes y un mar terso como un espejo. Unos cuantos caribús en las montañas, una o dos focas bajo el agua, y tú. ¿Tú? Salimos del fiordo rumbo al estrecho de Hudson y la caja torácica se me parte por la mitad para dejar que entre el viento del norte. Hacerse al mar en el Ártico te abre desde dentro. La brisa se me mete por debajo del abrigo y me infla a tope. Me gustaría seguir hasta el Paso del Noroeste. En la cubierta del F/V Tallurunnaq sueño con Amundsen. Tiivi no sabe a qué hora regresaremos.
«Vosotros, los blancos, estáis obsesionados con el tiempo».
Detesto los «vosotros», pero me gusta Tiivi. Tiivi y sus numerosos descendientes, su sabiduría, el hecho de que traiga almejas para todo el pueblo cuando regresa de la pesca. Su compañía me sienta bien, me distrae del agua oscura en la que no puedo evitar buscarte. Circularon historias, sabes, cuando te fuiste, toda clase de historias. Algunas bonitas, como que te habías marchado lejos con un amante apuesto y rico que te había convencido para que lo dejaras todo por él. Otras no tan bonitas, historias de navajas y de blancos, de varios blancos que supuestamente te habían desollado como a una vulgar foca. El ser humano es igual en todas partes, preferimos creer que el culpable no es de los nuestros. Los investigadores registraron los bajos de las casas, los congeladores, hicieron un montón de preguntas; los habían enviado ex profeso por ti, como en las películas. Las mujeres estaban muertas de miedo, ¿sabes, Eva?, ya no querían salir solas, como si un lobo hambriento rondara por el pueblo. Malos tiempos.
No te encuentro, ni en el fiordo, ni en el estrecho, ni en la bahía, y al final regresamos, no recuerdo a qué hora, eso carece de importancia. Tiivi y yo en la cubierta del F/V Tallurunnaq. Tiivi nació en un iglú. Tiivi vio morir a sus hermanos y hermanas en una época en la que solo los más fuertes tenían posibilidades de sobrevivir. Tiivi abraza cariñosamente a su nieto, que juega con su iPhone, y me pregunta si se me ha caído algo al mar. Sí, una hermosa mujer de aproximadamente un metro sesenta y cincuenta y cuatro kilos, pero no digo nada.
– 10
A veces nos sentimos bien y protegidos porque estamos solos y tranquilos a orillas de un fiordo precioso, porque estamos lejos del bullicio de las grandes ciudades, porque cuando subes a la cima de cualquiera de las montañas de los alrededores puedes abarcar todo el pueblo con la mirada, recorrer mentalmente el camino desde el fondo de la bahía hasta el estrecho, ver el cielo estallar en mil colores cuando el sol empieza a ponerse detrás de los acantilados. Una belleza que golpea como un puñetazo en el estómago; solo la tundra produce ese efecto, ese paisaje completamente desmesurado y abrumador, solo en los confines del mundo sin apenas nadie para admirarlo.
A veces se nos olvida todo lo demás, estamos completamente acaparados por el viento del norte, escuchamos las noticias de la ciudad, que nunca hablan de nosotros, que ocurren en otros lugares, lejos, en otro país, y nos importan tanto como nosotros a la gente de esos lugares. Cuando la niebla cubre las casas y pasan días sin que aterrice un solo avión, el resto del mundo no existe, únicamente nosotros, aquí, solos. Pero a veces también el norte y el resto del mundo están sintonizados en una misma frecuencia. A veces todo está conectado, de una punta a otra de este inmenso país. Para la mayoría de los blancos, el norte forma parte de nuestro ADN, como una traza lejana en la sangre, en nuestra sangre, por la que también corre la de los pueblos originarios, acordaos de vuestras tataratatarabuelas, jovencitos. Vivimos dispersos por este vasto continente, en ciudades y pueblos cuyos bonitos nombres hacen soñar a los europeos, bonitos nombres que nos apresuramos a traducir porque nos sentimos muy orgullosos de saber que «Quebec» significa «donde el río se estrecha» en algonquino, que «Canadá» significa «pueblo» en iroqués o que «Tadoussac» procede del innu y se traduce por «mamas». Tenemos bonitas palabras en el diccionario, como «tobogán», «kayak» y «caribú». Hubo un tiempo en que descendientes de generaciones de campesinos oían la llamada del bosque y corrían a reunirse con los «salvajes», un tiempo en el que estábamos íntimamente unidos. Por desgracia, tenemos mala memoria. Ya no nos acordamos de nada, y en las ciudades, donde el hormigón oculta el cielo, gente ocupada camina sin mirarse por las carreteras que han partido el bosque y de cuando en cuando posan la vista en «ellos». Ellos, esos desechos borrachos como una cuba que no son más que la sombra de los orgullosos cazadores que fueron; ellos, cuyos formidables talentos ya no tienen utilidad alguna en esta modernidad nuestra tan agotadora; ellos, exterminados hasta la médula por una de las mierdas que, al parecer, conlleva por fuerza la civilización. Ellos, como una enfermedad vergonzosa, como un malestar agudo en el bordillo de la acera, como un niño-problema que cubre de oprobio a sus padres. Han abandonado la reserva o el pueblo para acabar de una forma u otra en el cemento de Montreal, Winnipeg o Vancouver y afianzar a los ajetreados ciudadanos en la visión que tienen de ellos: unos borrachines, unos vagos, unos irresponsables.
Aterrizan de improviso en el campo de visión de Charline, secretaria, cincuenta y cuatro años de prejuicios bien cuidados como el seto de cedro que se alza delante de su casa de Sainte-Julie; cincuenta y cuatro años de tintes baratos, de cabinas de bronceado y telenovelas; cincuenta y cuatro años en todo su esplendor de contribuyente indignada que los ve como un ataque a sus estrechas convicciones.
«Son más feos que pegarle a un padre, ¿verdad?».
Y tú, Charline, gordita, ¿qué tal todo?
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