Descenso a ciegas. James M. Tabor
pesar de no ser el entorno más romántico imaginable, y teniendo en cuenta todo lo dicho, no son inauditos los casos de relaciones sexuales entre los espeleólogos. La palabra correcta es «inauditos» porque, excepto en los campamentos más ruidosos por el agua o el viento, sofocar los sonidos del amor entre las rocas es virtualmente imposible, debido a las sábanas y esterillas de plástico que se colocan debajo de los sacos de dormir y que tanto ruido hacen.
A PESAR DE TODO EL TRABAJO NECESARIO para establecerlo, el Campamento 2 era sólo una estación de paso y no lejos de él se cernía su objetivo inmediato: la sólida pared de rocas que les había detenido el año anterior. Bill Farr, delgado, fuerte y tenaz, dirigió un equipo que descubrió un paso entre aquel caos de bloques y que fue la puerta de entrada al resto de cueva Cheve. Pero os aseguro que aquello fue mucho más duro y difícil de lo que la frase «descubrió un paso entre aquel caos de bloques» pueda sugerir.
Gatear entre y a través de esa acumulación de rocas fue, como una vez observó el espeleólogo veterano Dave Phillips, como ver una hormiga en un tarro de cristal lleno de canicas. Y ni siquiera esta descripción hace justicia a la experiencia, porque las canicas están apretadas en el tarro. Los peñascos que se amontonan en esas acumulaciones no siempre están bien asentados. Puede haber miles de toneladas de roca en equilibrio inestable que sólo necesitan un codazo o un golpe para precipitarse. Abrirse paso por escombreras de esa magnitud es como la escalada libre en solitario para los escaladores. En ambos casos, los errores son definitivos. Si te caes o apartas la roca equivocada, mueres. En escalada, las fisuras y lajas y la pared lisa sin presas por lo menos son visibles. En estas acumulaciones de rocas, cualquiera puede ser la que desencadene la avalancha.
Tras encontrar una oquedad por la que se percibía una corriente de aire, Farr desplazó suficientes rocas como para deslizar su cuerpo apretujándose en aquella cavidad. A continuación, gateando, arrastrándose y retorciéndose para pasar el cuerpo, culebreando por lugares con sitio suficiente para dejarle paso y desplazando rocas para agrandar los espacios estrangulados, por fin pudo salir por el otro lado.
Hacia el término de la expedición, Carol Vesely, Bill Stone y un espeleólogo australiano llamado Rolf Adams lograron en un ataque de 34 horas llegar más hondo que nadie, tan sólo para ver impedido el paso por otro acopio de rocas infranqueable.
«Bueno, por esta vez se ha acabado», dijo Stone con amarga decepción. Al no ver forma de seguir adelante, se dio la vuelta. Bucear por sifones era una cosa. Abrirse paso por la roca, sin excavadoras, otra. Cheve, según parecía, era otra inmensa pérdida de tiempo.
DOCE
«NO TAN RÁPIDO», REPLICÓ CAROL VESELY. Ella no estaba lista para renunciar. Mientras Stone y Adams la miraban atónitos, Carol logró introducirse milagrosamente por una grieta que a ellos les pareció infranqueable. Era como ver a uno de esos superhéroes de película como Plastic Man licuándose a través de la cerradura de una puerta para abrirla desde el otro lado. Bajo su dirección, Stone y Adams quitaron unas cuantas rocas, se adentraron en la grieta y siguieron avanzando. Hacía falta mucho para impresionar a Bill Stone, pero ella lo hizo, y no sólo porque el nuevo conducto conectara Cheve con otra cueva importante llamada Puente, sino porque Vesely nunca se jactó de aquella hazaña, nunca intentó vanagloriarse de ello ante Stone u otros espeleólogos, y la respetó casi tanto por eso como por el paso que abrió aquel día.
Durante la siguiente incursión, un equipo de cuatro, del que formó parte Bill Stone, avanzó unos 800 metros descendiendo por un túnel de 11 metros de ancho y casi 21 de alto. Pasados esos 800 metros, se encontraron con otro caos de bloques incluso mayor, que se extendía de pared a pared y del suelo al techo. Desalentado, el equipo retrocedió y estableció el Campamento 3 a 1.242 metros verticales, a 6,4 kilómetros lineales y a noventa rápels de la entrada.
Pero Bill Farr no se desalentó. No había llegado tan lejos para que le impidiera el paso una maldita montaña de piedras por muy grande que fuera. Al final resultó medir 49 metros de largo, aunque Farr no tenía forma de saberlo cuando comenzó a serpentear y estrujarse para abrirse paso. La pared podría haber medido un kilómetro, pero también sabía que tenía que haber una forma de entrar: siempre la hay.
Farr se arrastró hasta llegar al otro lado, con aspecto de oruga encerrada luchando por eclosionar de su capullo: manos y cara despellejadas, piernas y brazos magullados, y ropa desgarrada. Pero lo que halló más allá del acopio de rocas fue tan fantástico que se le olvidaron el dolor y el cansancio. Sólo se le ocurrió un nombre: A través del Espejo. Permaneció de pie contemplando la galería más grande vista en una cueva de proporciones colosales. Tenía 53 metros de ancho, casi 300 metros de longitud aunque se estrechaba los últimos 180 metros, y medía 53 metros en su punto más alto.
Aquel espacio grandioso, a semejante profundidad, desafiaba la imaginación. En lo profundo de las cuevas el mundo se trastorna y se encuentran cosas impensables. Una cosa evidente es que la oscuridad prevalece sobre la luz. Otra es que las cavernas invierten la relación entre masa y espacio. En la superficie las masas interrumpen el espacio: el Monte Everest, la Gran Pirámide, un trasatlántico. Bajo tierra ocurre justo lo contrario: la masa queda interrumpida por el espacio y por vacíos espantosos como aquél.
Estas señales de poderío –aumento del volumen de agua, galerías gigantescas, vientos coléricos– sugerían que la cueva Cheve podría acercarles al centro de la Tierra más que lo que ningún otro ser humano hubiera logrado en una cueva. Sin embargo, las cavernas, como las apariencias, tienen fama de embusteras. Unos cientos de metros más adelante, otro colapso terminal bloqueaba el camino. Ni siquiera la perseverancia de Bill Farr pudo con ello. La expedición había concluido. Cheve tenía ahora 16 kilómetros de longitud, si contábamos todos los conductos topografiados, y 1.242 metros verticales; la segunda cueva más profunda de México, pero todavía lejos de ser la más honda de la Tierra. En aquel momento, una cueva austriaca llamada Lamprechtsofen ostentaba el récord con 1.631 metros.
OTRA EXPEDICIÓN EN LA QUE PARTICIPARON STONE, Farr, Vesely y otros espeleólogos de fama mundial regresó en 1990. Lograron atravesar aquel inmenso colapso terminal y exploraron 800 metros del cauce del río que descendía siguiendo una serie de escalones y pozas. Al final, haciendo acopio de fuerzas, la corriente se convirtió en una cascada de 30 metros cuyo nombre, Pesadilla, refleja su naturaleza. La cueva descendía con menos pendiente mientras el agua discurría por una serie de pozas y simas tan hermosas que los espeleólogos le pusieron el nombre de Sueños Húmedos. Al final de aquella sección, la corriente desembocaba en un profundo lago de agua azul cobalto y, a pesar de todos los intentos, nadie logró encontrar un paso. Alguien tendría que atravesarlo buceando, aunque para eso habría que esperar otro año, lo cual no era tan malo, porque el sistema de recirculación de aire de Stone todavía estaba sin acabar y podría estar listo en doce meses. Si fuera así, inauguraría una nueva era de la espeleología. Pero por entonces, conociendo su estado actual de desarrollo, parecía difícil de cumplir.
Ese mismo año fue testigo de un descubrimiento crítico. Un miembro de la expedición llamado Jim Smith (el mismo que hizo el chiste negro) vertió 7 kilogramos de coloración verde no tóxica en el río que corría a la entrada de cueva Cheve. Dos días más tarde, los espeleólogos del Campamento 3 vieron pasar la coloración. Seis días después, la coloración verde llegó al río Santo Domingo, a 17,6 kilómetros de distancia y a más de 2.438 metros por debajo de la entrada de la cueva. Don Coons estaba allí abajo cuando vio pasar la coloración, convirtiendo toda la resurgencia del río en licor de Chartreuse. Cuando Coons regresó poco después al campamento base en Llano Cheve, Smith le preguntó: «¿Viste alguna evidencia de la coloración?».
Coons sacó un cepillo de dientes teñido de verde. «Estuvo así tres días –se jactó–. ¿Es suficiente para ti?».
Stone llegó al éxtasis cuando oyó esto. Si el agua circulaba por Cheve de principio a fin, tenía que haber un conducto ininterrumpido por el que el agua descendiera hasta el río. Además, ocho días era muy poco tiempo para semejante distancia horizontal entre la boca de la cueva y la resurgencia. Esto podría deberse a que el agua se canalizaba