Descenso a ciegas. James M. Tabor

Descenso a ciegas - James M. Tabor


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Caving Team, una organización sin ánimo de lucro que, según su página web, «está dedicada a la exploración, estudio y divulgación de las últimas fronteras terrestres, así como al desarrollo de las tecnologías necesarias para alcanzar dichos objetivos». La USDCT, con sus exenciones fiscales para organizador y patrocinadores, sería la plataforma de lanzamiento de la mayoría de las grandes expediciones de Stone, como su siguiente expedición a Peña Colorada en 1984. Les costó dos años disponerlo todo, pero en 1984 él y el otro jefe de expedición, Bob Jefferys, uno de los mejores espeleólogos del momento, habían reunido un equipo estelar de espeleobuzos que llevaba dos años buceando con el equipo más moderno. Esperaban que estuviera inundado el 30% –unos 3.218 metros– de los 9.654 metros de la cueva. Esto les obligaría a montar campamentos subterráneos y a permanecer en ellos varios días, tal vez semanas enteras, al otro lado de los sifones inundados.

      A finales de febrero de 1984, su expedición a Peña Colorada invadió el Cañón de Santo Domingo. Un equipo de doce espeleobuzos había firmado un contrato de cuatro meses. Se trataba de un esfuerzo sin precedentes incluso para un ascenso al Himalaya, por no hablar de supercuevas. Había más de cuarenta patrocinadores, como Rolex, General Electric, el Explorers Club y otras empresas de hondos bolsillos con el sueño de mejorar su imagen. Sería un error inferir por este respaldo económico que la espeleología se había convertido de repente en un fenómeno de masas. No era así, pero, al igual que el alpinismo extremo, había captado la atención de un pequeño grupo al que las corporaciones envidiaban porque sus dueños se parecían a los del Explorers Club: gente con buena formación académica, rica y con éxito.

      Empresas como Rolex y General Electric no suelen ir por ahí llamando a la puerta y entregando sacas de dinero en mano, ni tampoco los hombres alfa de personalidad tipo A tienden por naturaleza a pedir dinero. No obstante, al igual que hicieran todos los expedicionarios desde Colón hasta Hillary, Bill Stone tuvo que recaudar fondos durante casi dos años. Un vistazo al proceso revela que, para poder llevar a cabo exploraciones serias, se pasa más tiempo en salas de juntas que en plena naturaleza.

      Primero vino la propuesta. Bill Stone no tuvo que presentar una sola, sino muchas versiones para los más de cuarenta patrocinadores. Lo que sirviera para Rolex, no iba a ser necesariamente atractivo para GM o GE. La solicitud de una subvención importante a la National Geographic Society requería lo típico: treinta páginas de razones sesudas y documentación, biografías de Stone y los otros participantes de la expedición, listas de los contactos con otros medios y solicitudes de fondos, presupuestos concienzudos para justificar hasta el último dólar, y una justificación del proyecto de casi dos mil palabras; es decir, la longitud de un artículo para una revista. Y esto para una sola solicitud.

      Como la mayoría de los jefes de expediciones, Stone era un hombre poco sociable. Por duro que hubiera resultado, la redacción de propuestas era probablemente la parte menos dolorosa del proceso. Lo más doloroso fue la puesta en escena de un hombre simpático y amigable, que fue el siguiente paso.

      Habría sido menos humillante representar guiones cinematográficos, y para un hombre orgulloso como Stone aquello fue una agonía. Una vez embutido en un traje de ejecutivo, tuvo que «declamar» para ganarse la cena, y hacerlo bien, porque personas igualmente inteligentes, implicadas y motivadas habían hecho lo mismo antes que él y otros lo harían cuando él lo dejara. Stone afirmó que haría cualquier cosa por un patrocinio, excepto fumar, y eso dejaba abiertas muchísimas posibilidades.

      Preguntado varias veces por quién era el explorador al que más admiraba de la historia, la respuesta de Stone nunca varió ni un ápice: Cristóbal Colón. Y ¿qué era lo que le había impresionado del gran navegante? ¿El valor? ¿Su liderazgo? ¿Su pericia marinera? «Sí, por supuesto, pero más que ninguna otra cosa –afirmó Stone– la habilidad del genovés para ganarse el respaldo de patrocinadores».

      OCHO

      PARA LA EXPEDICIÓN A PEÑA COLORADA DE 1984, Stone tuvo que buscar ayuda no sólo de corporaciones; necesitaba un despliegue logístico sin precedentes y muchos medios de transporte, para lo cual recurrió al gobierno mejicano, que dispuso unidades del ejército al servicio de la expedición. También contrató a indios de la zona, expertos en el uso del machete, que despejaron un claro en la selva al final de un camino de herradura poco transitado, única vía para llegar o regresar. Doscientos porteadores y sesenta y cinco burros acarrearon ocho toneladas de suministros y equipo, así como setenta y dos botellas de oxígeno y toda suerte de equipo de buceo. Eran botellas ultraligeras, lo último en tecnología y diseñadas por el propio Stone, las cuales pesaban dos tercios menos que las convencionales, si bien todavía constituían una carga enorme.

      «Era una montaña de material», dijo Stone. Cierto. Y cada gramo de peso estaba más de ochocientos metros por debajo de la entrada de la cueva. Todo lo que entraba en la cueva primero tenía que remontar ochocientos metros cuesta arriba, a la espalda de los espeleólogos.

      En la expedición también se encontraba Pat Stone. Por entonces se habían mudado al extrarradio de Maryland. Bill había conseguido un trabajo de ingeniero estructural con el gobierno federal, después de trampear un acuerdo que le garantizaba al menos tres meses libres al año sin sueldo para ejercer su otra profesión: espeleólogo. Pat había empezado a dedicarse al espeleobuceo, y sus estudios de fisioterapia la hacían apta para trabajar de asesora médica de la expedición, lo cual hizo en aquella y otras expediciones. Como mujer aventurera que era, a Pat le gustaba estar allí. A Stone le gustaba tenerla a su lado y Pat se llevaba bien con los equipos, que siempre estaban constituidos por una abrumadora mayoría masculina. La pareja perfecta parecía haber sido especialmente bendecida.

      Las cosas no salieron demasiado mal en un principio. La visibilidad bajo el agua era sorprendente: casi 30 metros. Los espeleobuzos avanzaron con rapidez, superando sifón tras sifón. Al frente de varias de estas inmersiones estaba un gigante rubio y musculoso, un norteamericano llamado Clark Pitcairn, de sólo 23 años pero excepcionalmente dotado para la espeleología y el buceo. El 16 de marzo habían alcanzado el Sifón 7, recorriendo el 30%, unos 3,2 kilómetros, de la distancia que los separaba del sistema Huautla. La profundidad y longitud del Sifón 7 volverían las inmersiones todavía más peligrosas si cabe.

      Llegar al Sifón 7 constituía por sí solo una miniexpedición. Se necesitaban dos días para llegar desde el campamento base: un día para llegar al Campamento 1, a unos 1.600 metros cueva adentro, y un largo segundo día, 19 horas o más, hasta el Sifón 7. El 16 de marzo los miembros del equipo habían recorrido incontables veces aquel camino de ida y vuelta, reabasteciendo a los buzos con botellas de oxígeno, comida, carburo para las lámparas…; docenas de cosas, día tras día. Algunos hacían más de acémilas que de buzos. El descontento empezó a cundir.

      El 18 de marzo, Stone y Jefferys abandonaron el Campamento 1 en una incursión de 19 horas hasta el Sifón 7. Un día después Stone hizo dos inmersiones a más de 36 metros de profundidad. Un túnel enorme, de 9 metros de altura y 18 metros de ancho, se abría hasta donde podía ver. Durante diez días, Stone y otros tres buzos se adentraron cada vez más profundamente en el Sifón 7. El último intento acabó cuando Clark Pitcairn, a 55 metros de profundidad a lo largo de 152 metros de túnel, sufrió un ataque de narcosis por nitrógeno. También llamada «embriaguez de las profundidades», esta peligrosa afección tiende a ocurrir en inmersiones por debajo de los 30 metros debido a una sobrecarga de nitrógeno en el sistema respiratorio del buzo. Puede hacer que la víctima se sienta mareada y embriagada, como si se hubiera pimplado cinco martinis. Como el alcohol, la narcosis por nitrógeno afecta al juicio. Se sabe de buzos afectados que han pasado el respirador a los peces; otros se han quitado todo el equipo y se han ido buceando, convencidos de que ya no lo necesitaban.

      Pitcairn, que había sufrido una pérdida de concentración y coordinación, dejó caer la cuerda de seguridad y el carrete, y tuvo que abortar la inmersión. Aunque potencialmente mortal, la narcosis por nitrógeno tiene dos virtudes benéficas. Una es que los buzos experimentados se dan cuenta de su inicio antes de quedar totalmente incapacitados. La otra es que, al ascender a la superficie, sus efectos desaparecen con rapidez. No obstante, como su inmersión fue a gran profundidad


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