Descenso a ciegas. James M. Tabor

Descenso a ciegas - James M. Tabor


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con una niebla fantasmagórica. Descendieron otros 180 metros por terreno empinado y luego la cueva se burló de ellos. El descenso terminó porque el piso, de repente, comenzó a ascender. Con enormes peñascos partidos por doquier, aquella rampa gigantesca siguió subiendo 90 metros; luego el terreno se niveló un trecho breve antes de volver a bajar, más empinado ahora, tal vez con la angulación propia de una pista de saltos de esquí. Esta sección escarpada, que llamarían la Escalera del Gigante, estaba cubierta de bloques en tan precario equilibrio que un empujoncito podría enviar unos cuantos rodando cuesta abajo.

      En la base de la Escalera del Gigante se dieron de bruces con uno de esos fenómenos que parecen extraordinarios en la superficie y que allá abajo, a tanta profundidad, despiertan la imaginación al máximo. Se trataba de un pozo de 15 metros de diámetro y 150 metros de profundidad. Para quien no haya estado nunca al borde de un abismo ni haya rapelado por uno, estas cifras no le causarán mucha impresión. Pero los espeleólogos sí saben lo que esto significa. Al hablar de grandes precipicios en cuevas, a menudo se relata lo mucho que una piedra tarda en tocar fondo cuando la arrojas. La piedra tardó seis segundos en tocar fondo, lo bastante como para alcanzar su velocidad máxima de casi 200 kilómetros por hora. Contar los segundos –mil uno, mil dos– ayuda a tomarle la medida a un pozo como aquél.

      Vesely y Farr estaban ahora a 609 metros de profundidad y a 2 kilómetros y medio de la entrada de la cueva. Es muy fácil leer estas cifras y seguir adelante, recordando la famosa frase de José Stalin de que una muerte es una tragedia y un millón una estadística. Para tomarle la medida a la exploración de supercuevas, es importante no dejar que la mente ni los ojos se velen con estas cifras. Una cosa es recorrer a la luz del día casi 5 kilómetros por terreno llano, o incluso ascender una vía por la montaña. Otra es avanzar 5 kilómetros en total oscuridad, empaparse bajo cascadas de agua helada, desplazarse penosamente con el agua al cuello por lagos helados, trepar y destrepar paredes verticales, sortear peñascos inestables y arrastrarse por el suelo por angosturas tan estrechas que hay que soltar todo el aire de los pulmones para desatascarse. Y 609 metros son más de medio kilómetro vertical. Imagina subir dos veces las escaleras del Empire State Building a la luz del día, estando seco y sin llevar peso. Para salir de allí, Vesely y Farr tendrían que hacerlo en total oscuridad, empapados hasta los huesos, con una pesada carga y colgando de una cuerda del diámetro del dedo índice de un hombre.

      El único nombre adecuado para una sima tan impresionante tenía que ser producto de la fantasía. La llamaron el Tiro de Saknussemm, por el espeleólogo de ficción, Arne Saknussemm, que aparece en el clásico de Julio Verne Viaje al centro de la Tierra. Debido al límite impuesto por la cuerda, sólo fueron capaces de descender la mitad de su altura antes de detenerse en un balcón de hermosas y pálidas coladas estalagmíticas. Semejante a leche congelada mientras cae, aquella formación era de calcita, esa variante blanca y cristalina de la piedra caliza. Las coladas estalagmíticas siempre están mojadas y, por tanto, resbaladizas. Allí colgados, se abocaron a la oscuridad que se tragaba la luz de sus poderosos frontales. Era evidente que las fauces de la cueva seguían esperándoles. Sin más cuerda para descender, no les quedó más remedio que retroceder.

      Pero ¿cómo se retrocede en una cueva de 609 metros de profundidad? Escalar la roca, lenta y brutalmente con la pesada carga que acarreaban no era una opción. Espeleólogos como Vesely y Farr necesitaban un medio para ascender por la cuerda por la que habían bajado, usando algún truco de gurú, algún medio mágico con que desafiar la gravedad. Irónicamente, la magia no provino de ningún gurú, sino, muy posiblemente, de los hombres de las cavernas.

      EN 1931, UN MONTAÑERO AUSTRIACO LLAMADO Karl Prusik «inventó» un nudo que se deslizaba cuerda arriba pero que, cuando se lastraba, mordía la cuerda y no bajaba. Los marineros llevaban mucho tiempo usando el mismo nudo. Cuándo exactamente crearon los marineros su nudo parece perderse en la noche de los tiempos. Sin embargo, se han hallado nudos de rizo y nudos corredizos con más de diez mil años todavía atados con cuerdas confeccionadas con fibras vegetales. Si los hombres de las cavernas pudieron hacerlos, ¿no serían también capaces de hacer nudos Prusik?

      A Prusik se le atribuye el uso de este nudo en montañismo. Los espeleólogos franceses imitaron pronto a los escaladores para ascender por cuerdas con nudos Prusik. La aparición de instrumentos mejoró las cosas. El primer ascendedor mecánico apareció en 1933, y todos los ascendedores siguen operando con el mismo principio, deslizándose cuerda arriba y, cuando se lastran, bloqueándose con una palanca dentada que muerde la cuerda.

      Los espeleólogos usan dos ascendedores mecánicos, montados en una configuración «ahora sentado, ahora de pie» para trepar por largas cuerdas. Un ascendedor se conecta al arnés de cintura y al arnés de pecho. La cuerda corre por dentro del ascendedor. El otro, también unido a la cuerda, se sostiene con una o ambas manos. Del ascendedor pende una cuerda con lazos a modo de estribos para ambos pies. Para escalar, el espeleólogo se cuelga del arnés de pecho, que soporta su peso, y eleva los pies deslizando mientras tanto el ascendedor de mano cuerda arriba. Luego, se apoya en los estribos y el ascendedor de pecho se desliza cuerda arriba, azocándose en cuanto se vuelve a lastrar. Repetido este movimiento una y otra vez, recuerda la patada de una rana.

      Una vez abandonado aquel balcón ventoso, Vesely y Farr ascendieron para abandonar la cueva. Ciertamente estaban nerviosos y animados, pero también supieron distanciarse con cierto escepticismo. Las grandes cuevas enseñan a quienes las exploran varias cosas, y el escepticismo es una de ellas. Los números funcionan así: cientos de pistas promisorias terminan en una docena de corredores explorables que, en su mayoría, acaban en un montón de rocas, en galerías inundadas o en paredes lisas. Una vez entre muchas un conducto explorable tendrá continuidad y, una vez entre muchas más, seguirá adelante. Pero los conductos fantásticos, los que parecen no tener fin, son muy poco frecuentes.

      Incluso así, Vesely y Farr pensaron que tal vez esa cueva podría ser lo que buscaban. Por lo menos, parecía no tener fin. Además, se encontraban en una región kárstica, y el viento, que no dejaba de soplar en la caverna, tenía que ir a alguna parte. Finalmente, las dimensiones de la cueva, como el Tiro de Saknussemm, revelaban que llevaba mucho tiempo formándose. (El agua es una fuerza irresistible, pero su acción no es rápida; se necesitan eones para crear algo como el Tiro de Saknussemm.)

      Vesely y Farr no fueron los únicos que pensaron esto. La población de espeleólogos de nivel mundial era y sigue siendo más reducida que la de los montañeros de elite. Hacia 1988, la noticia se había extendido por la tribu y en marzo de aquel año Vesely y Farr organizaron su primera verdadera expedición a Cheve con un equipo de diecisiete personas entre las que se encontraban algunos de los mejores espeleólogos de América.

      Un espeleólogo les sacaba –literal y figuradamente– la cabeza y los hombros a los demás. Se llamaba Bill Stone. Con 36 años, Stone llevaba ya casi una década consagrado al descubrimiento de la caverna más profunda del mundo.

      CINCO

      BILL STONE, NO CABE DUDA, habría triunfado en cualquier campo. Siendo como es una de esas anomalías genéticas que la gente admira, a veces envidia y ocasionalmente teme, tiene un cociente intelectual rayano en el genio, una fuerza física prodigiosa, una energía sin límites y ambición para mantener todo lo demás en marcha.

      Curt, el padre de Stone, había sido jugador profesional de béisbol en los Reds de Cincinnati y, antes de eso, había competido en cuatro deportes en el instituto y la universidad. Si un psicópata no hubiera llegado al poder en Alemania, es probable que Curt Stone hubiera jugado en la Liga Mayor de béisbol. Pero estalló la Segunda Guerra Mundial y el servicio militar alejó a Curt Stone de los estadios de béisbol. Sus sueños descarrilaron y terminó trabajando de vendedor y no de parador en corto.

      En 1952, Curt estaba casado y vivía en Ingomar, Pennsylvania, donde nació su hijo Bill. Aquel joven sintió desde muy pequeño vocación por la ciencia, no por el deporte. A pesar de su pasado deportivo y de su falta de formación científica, Curt Stone se percató de que su hijo era un pequeño prodigio de la ciencia y compró a Bill un equipo de química cuando el chico estaba en sexto de primaria. El regalo fue bienvenido, pero a Stone se le quedó pronto pequeño


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