Descenso a ciegas. James M. Tabor
tienen que detenerse, quitarse las bombonas de oxígeno, pasarlas al otro lado del cuello de botella y luego deslizarse ellos y ponerse de nuevo el equipo cuando el pasillo se ensancha lo suficiente.
Esta descripción no hace verdadera justicia a la hazaña, porque uno sólo sigue unido a las bombonas de oxígeno por la manguera del regulador y la boquilla de respiración. No cuesta mucho que un tirón te arranque la boquilla de entre los dientes y con una visibilidad casi nula; si eso ocurre, las posibilidades de encontrarla antes de ahogarse no son muchas. En otros tramos, los sifones son mayores que túneles de autopistas, con cientos de metros de ancho, muchos más de longitud y dificultades propias.
Dada la mortalidad de los buceadores que se han metido en cuevas, el término «sifones terminales» es polisémico y exacto a la vez. En aquel momento, sin embargo, eran infranqueables. Uno de los espeleólogos más famosos lo resumió sucintamente: «Un sifón es la forma que tiene Dios de decirte que la cueva acaba ahí». Le pusieron el nombre de la región bajo la que se encontraban: Sifón de San Agustín.
En 1979, Stone codirigió una expedición a Huautla con el fin de «superar el sifón», es decir, encontrar un medio de pasarlo. Los espeleólogos siempre intentan, al principio, encontrar un camino seco para sortear los sifones. Si dicho plan resulta imposible, el último recurso es sumergirse con un equipo autónomo de submarinismo y bucear. La década de 1970 se encontraba sólo a 20 años de la Edad de Piedra del submarinismo con escafandra autónoma, pero eso no frenó el rápido crecimiento del espeleobuceo. La combinación de un equipo de respiración subacuático, hordas de principiantes ávidos de emociones y la ausencia de programas de entrenamiento formal hizo de aquella década la más mortal de una actividad tristemente célebre por sus víctimas. (La tecnología actual para el espeleobuceo es sofisticada y se programa por ordenador, pero, aun así, sigue siendo la aplicación más mortífera del buceo con escafandra autónoma.)
Stone se llevó al sifón las técnicas y equipamiento de la época junto con otros dos espeleobuceadores, Tommy Shiflett y Steve Zeman. En vez de botellas de oxígeno grandes, Stone se sumergió con unas botellas enanas, unos cilindros laterales de pequeño tamaño que los submarinistas sólo usan en caso de emergencia. Sobre el traje de neopreno llevaba un arnés de escalada atado a una pesada cuerda, porque, aunque la corriente no fuera demasiado fuerte en el punto de entrada, temía que el sifón acabara en una cascada que lo arrastrase a algún abismo. Para ahorrar peso, no usaría aletas ni compensador de la flotabilidad (un chaleco inflable que usan los buzos para flotar en la superficie y mantener una flotabilidad neutra sumergidos) ni lastre para contrarrestar la flotabilidad positiva del cuerpo, el traje de neopreno y el oxígeno de las botellas.
Lo que finalmente ocurrió muestra vívidamente por qué la década de 1970 fue letal para los espeleobuzos. Stone se sumergió en aquellas aguas tenebrosas a 7,8 °C (muy por debajo de la temperatura del cuerpo) y nadó por un conducto descendente. Sin lastre, la flotabilidad lo empotró contra el techo del túnel y, sin aletas, no pudo impulsarse. Para seguir por el túnel, tuvo que darse la vuelta, y, como uno de esos demonios que trepan por el techo en las películas de terror, tuvo que gatear boca arriba.
Stone comenzó con 3.000 psi en su bombona de oxígeno. Pasados 15 minutos, el nivel de oxígeno había bajado a 1.900 psi y consumía 100 psi en cada respiración. A 12 metros de profundidad y abocado a un abismo insondable, sabía que había llegado el momento de volver. Dio tres tirones a la cuerda, la señal para que sus compañeros le arrastraran de vuelta. No sucedió nada.
A esa profundidad, Stone ya no estaba pegado al techo. De hecho, ni siquiera flotaba. La presión del agua había aplastado su traje de neopreno acabando con la mayor parte de su flotabilidad, por lo que había empezado a hundirse. La pesada y larga cuerda, ahora empapada, comenzó a hundirlo todavía más rápido en aquel sifón insondable. Sin un compensador de la flotabilidad, no tenía medio alguno para dejar de hundirse. Sin aletas, los pies desnudos apenas le propulsaban. Cuanto más rápido se hundía, más se iba al fondo, y cuanto más hondo estaba, más rápido se hundía. Era la pesadilla más temida por los espeleobuzos, pesadilla de la que Stone no podría salvarse despertando.
SIETE
AL BORDE DEL PÁNICO Y a las puertas de la muerte, Stone consiguió calmarse recordando uno de los chistes negros de Jim Smith sobre espeleobuceo.
«No es posible que te entierren tan hondo por tan poco precio».
Aunque esto tal vez no calme a muchas personas, sí dice mucho de su sangre fría y sentido del humor, que, a la postre, devolvieron la serenidad a Stone. Se aferró a una pared y comenzó a avanzar centímetro a centímetro. Ya estaba a 700 psi y seguía consumiendo 100 psi con cada respiración. Tenía su segunda bombona colgando a un lado, pero su boquilla era difícil de alcanzar y tenía miedo a quedarse sin aire en la primera botella antes de cambiarla. Además, había levantado nubes de sedimentos de la roca. La roca estaba cubierta de una fina capa de talco que constituye el piso de las galerías sumergidas de muchas cuevas. Estos sedimentos son tan finos que, una vez levantados, se mantienen suspendidos en el agua bastante tiempo. En aguas sin una fuerte corriente que los arrastre, pueden pasar horas en suspensión. Los sedimentos presentan dos peligros: reducen la visibilidad y ensucian los delicados reguladores de las escafandras autónomas. Aunque mejores hoy en día, pero bajo ninguna circunstancia a prueba de fallos, los reguladores –de todos era sabido– eran propensos a los fallos. Con sólo un poco de sedimento se podía estropear el dispensador de oxígeno de Stone.
De pronto, ya no tuvo elección. La cuerda dio un tirón y fue arrastrado como una trucha por la caña de un pescador enloquecido, haciendo que su casco, su cuerpo y las botellas chocaran contra las aristas de las paredes. Hasta entonces los compañeros no habían notado los tirones de Stone porque la cuerda se había trabado en un saliente. Angustiados, habían pasado unos minutos deliberando y habían decidido traerlo de vuelta. La rápida retirada le había salvado la vida, pero también podría haberle llevado a la tumba con la misma facilidad si alguno de los golpes contra las paredes le hubiera arrancado el regulador de la boca. Al final emergió con sólo 300 psi –tres respiraciones– en la botella.
Detenido por aquel callejón sin salida en la porción superior del sistema Huautla, Stone decidió continuar la incursión por abajo, por su otro extremo. La boca del sistema Huautla se sitúa en lo alto de la falda de una montaña que domina el Cañón de Santo Domingo, por el cual corre un río del mismo nombre. La resurgencia del Huautla, el lugar donde toda el agua que drenaba confluía con el río, podría ser una cueva que ascendiera hasta el principal sistema de Huautla. Una teoría interesante, pero había que encontrar la primera resurgencia.
Lo consiguió el 3 de mayo de 1981 durante un reconocimiento al que le acompañó una compañera especial con quien compartir la celebración: Pat Wiedeman, que se había sumado a la expedición de aquel año. La pareja estaba más unida desde que Stone se mudó a Texas. Menos de tres meses más tarde, contraerían matrimonio; parecían hechos el uno para la otra. Se querían con locura y Pat no sólo compartía el amor por la aventura, sino que podía ir a la par con él, tanto ascendiendo montañas como sumergiéndose en las profundidades. Durante la primavera de 1982, escalaron el Monte McKinley de Alaska, el pico más alto de América del Norte y uno de los retos más duros para los alpinistas. Pocas mujeres culminaban esos picos por entonces, pero Pat lo hizo y, por añadidura, siguiendo la durísima vía del Glaciar Muldrow. También se convirtió en una espeleobuzo experta.
Su descubrimiento de 1981, una cueva llamada Peña Colorada, se abría a los pies de la montaña en la que, mucho más arriba, bostezaba la entrada principal de Huautla. Imaginemos una gigantesca espita (la Cueva Peña Colorada) en la base de una cuba ciclópea (la montaña) con un enorme embudo en la cumbre (el sistema Huautla). En la temporada de lluvias, la boca de Peña Colorada vertía suficiente agua como para originar un río turbulento de 18 metros de ancho. Sin embargo, durante la temporada seca –el momento de aquella visita– el terreno era transitable. Una fuerte pendiente arenosa de 30 metros de profundidad terminaba en una galería en descenso por la que se podía caminar y que pronto se convirtió en un túnel inundado. Esto confirmó a Stone la viabilidad de su plan de unir la resurgencia con el punto explorado más profundo del sistema Huautla, 9,6 kilómetros arriba