Descenso a ciegas. James M. Tabor
A es la impaciencia patológica impulsada por una sensación enloquecedora de urgencia. Sigue siendo una pregunta abierta: ¿qué encajan peor estas personas, a los estúpidos o las dilaciones? Para ellos, desde cortar el césped hasta la organización de grandes expediciones constituyen una carrera contra el tiempo, tiempo que siempre parece que se les esté acabando.
Meticulosidad aparte, las tendencias de la personalidad tipo A de los machos alfa les confieren ciertas ventajas, como la voluntad –la necesidad dirían algunos– de asumir retos que a los demás, en el mejor de los casos, nos resultan incomprensibles o una locura, como, por ejemplo, pasar treinta años persiguiendo la cueva más profunda de la Tierra. Mucho antes de que acabara el siglo XX, fuentes bien informadas comenzaron a establecer comparaciones entre Bill Stone y el brillante escalador italiano Reinhold Messner, siempre desafiando la muerte y el montañero más grande de todos los tiempos.
La comparación tiene mérito, pero hay uno de sus corolarios que se menciona con menos frecuencia. La grandeza verdadera pocas veces se logra sin daños colaterales. Al igual que Messner, Stone perseguía metas olímpicas con una pasión obsesiva e incondicional y el precio fue considerable: matrimonios, familia, amantes, seguridad, amistades y también la vida de amigos.
Stone denegó bruscamente y sin excusas mi petición de acompañarle en una de sus expediciones a su supercueva mejicana como parte del trabajo de documentación inicial para este libro. Lograr un primer encuentro con él me llevó meses, en parte por su calendario frenético, y en parte porque no le emocionaba nada la idea de malgastar preciosas horas de su tiempo con un escritor. Cuando finalmente me concedió una entrevista, me costó no esperar de él una extraordinaria combinación del capitán Ahab, el señor Kurtz y Spiderman.
Y tal vez no tendría por qué sorprenderme. Después de todo, ¿qué hombre normal lo sacrificaría todo por el privilegio de descender al infierno?
TRES
EN REALIDAD, PARA UN EXPLORADOR COMO STONE, Cheve se parecía más al cielo que al infierno. Desde cualquier óptica que se contemplara, era una cueva extraordinaria. También el mundo cuenta con una pareja extraordinaria, procedente de California, a la que agradecer su descubrimiento en 1986. En diciembre de aquel año, estaba remitiendo la lluvia radiactiva de Chernobil; las repercusiones del Irancontra sobre Reagan no habían hecho más que empezar, y, mientras sus amigos envolvían regalos de Navidad en California, Carol Vesely y Bill Farr se daban la paliza en un bosque remoto de Sierra Juárez, a la búsqueda desesperada de una supercueva. Estaban allí por consejo de otro espeleólogo, Peter Sprouse, que había hecho un exhaustivo estudio de los mapas topográficos de la zona.
Las grandes cavernas, enormes monstruos geológicos de kilómetros de longitud y cientos de metros de profundidad, son al mundo subterráneo lo que los ochomiles al montañismo. Su exploración requiere grandes y costosas expediciones, múltiples campamentos subterráneos y semanas de permanencia bajo tierra. En realidad, las supercuevas son más escasas que los ochomiles, que son catorce. En 1986, Vesely y Farr podían contar con los dedos de una mano las cuevas que aspiraban al título de más profunda del mundo.
Como cualquier escalador serio, Vesely y Farr estaban en forma, dominaban la técnica, eran aguerridos e iconoclastas. Sus vidas giraban en torno a la espeleología. Vesely era profesora sustituta «profesional», porque así gozaba de libertad para dedicarse a su pasión verdadera: el descubrimiento y exploración de cuevas. Farr, ingeniero informático, firmaba contratos de trabajo que le permitían disfrutar de meses de tiempo libre. La espeleología era su verdadero oficio. Lo otro le servía para pagar recibos.
Vesely, una rubia chiquita, por entonces de veintinueve años, y Farr, coriáceo y enérgico, de veintiséis, sabían que la supercueva definitiva –la más profunda de la Tierra– estaba todavía por descubrir. Toda aquella zona era lo que los geólogos llaman un área kárstica, un paisaje de piedra caliza. La geología y las copiosas lluvias locales creaban las condiciones idóneas para la formación de cavernas gigantes.
Por eso, aquella visita navideña, que les dejaba sin resuello al respirar el sutil aire de una montaña a 2.743 metros, a 30 kilómetros de la ciudad más cercana y a un día en coche del Golfo de México. A nivel del mar en Oaxaca el clima era tropical. Allí arriba, había un frescor agradable.
Después de varias horas caminando por la selva, Vesely y Farr se toparon con una gigantesca depresión de unos 800 metros de largo y el triple de ancho. Una señal de bienvenida más que prometedora. Las depresiones se crean allí donde el agua que corre bajo tierra erosiona la caliza subterránea, provocando el hundimiento de la superficie; grandes depresiones preludian grandes cuevas. Siguieron bajando por una antigua pista forestal y empezaron a seguir una corriente de agua que se perdía en el bosque y continuaba monte abajo. Esperaban que la corriente terminase guiándolos hasta una cueva. Los dos percibían que había algo grande a la vista y pronto echaron a correr, sorteando los pinos que se alzaban como gigantescos postes de un eslálom mientras seguían el curso de la corriente.
–¿No sería genial encontrar la entrada de una cueva realmente grande como las que hay aquí en México? –jadeó Vesely. Se refería a una caverna lo bastante grande como para que cupiera un Boeing 747. En ese instante, se detuvieron al borde de un acantilado. La corriente caía a chorro por él hasta una hermosa pradera verde 7,6 metros más abajo. No cabía duda, a unos 400 metros, en el extremo de una pradera, se veía la entrada de una gigantesca cueva mejicana.
Parecía la oscura boca de un gigante con los dientes serrados, de varios pisos de altura y lo bastante ancha como para que aparcaran dos autocares pegados. Tanto Vesely como Farr estuvieron tentados de echar a correr pradera abajo y meterse dentro, pero sabían lo que había que hacer. No era lo mismo que hallar una nueva vía para subir una montaña, que los escaladores pueden planificar con mapas, telescopios y fotografías. Vehículos de control remoto permiten conocer de antemano el fondo marino. Incluso Armstrong y Aldrin vieron con antelación fotografías del Mar de la Tranquilidad, donde alunizarían.
Pero espeleólogos como Vesely y Farr no podían estudiar la vía ni prever los peligros, una lista parcial de los cuales comprendía ahogamientos, caídas mortales, morir enterrados o de asfixia o hipotermia; soportar vientos huracanados; morir por electrocución, por derrumbamientos provocados por terremotos, o envenenados por gases y paredes que sudan ácido sulfúrico o hipoclorhídrico. También hay murciélagos impredecibles, serpientes, escorpiones, arañas troglodíticas, radón y microbios que causan enfermedades espantosas, como histoplasmosis y leishmaniasis. Se cree que la cueva Kitum en Uganda fue el origen del virus de Ébola.
Entre los peligros relacionados con las técnicas y el equipamiento para espeleología tenemos el estrangulamiento con el propio equipo (cuerdas primaria y secundaria, el rapelador de barras y las conexiones de los ascendedores, etc.); la rotura de cuerdas; quedarse sin luz; rapelar hasta el final de la cuerda y caer al vacío; que los ascendedores no muerdan cuando la cuerda tiene barro; quedar colgando de un pie (tan desagradable como suena), y muchas cosas más, no por menos habituales, menos desagradables.
Un último peligro, tan evidente que resulta fácil olvidarlo, merece nuestra atención: perderse en una caverna.
Las grandes cuevas también comportan peligros intrínsecos, como la sensación de claustrofobia, la ansiedad, el insomnio, las alucinaciones y los trastornos de la personalidad. También hay un trastorno de aparición especialmente lenta que es exclusivo de las cuevas y se llama delirio, una suerte de crisis de angustia como la causada por metanfetaminas. Sobreviene en cualquier tramo de una cueva, en cualquier momento, pero sobre todo cuando los espeleólogos están a gran profundidad.
Y, por supuesto, existe otro peligro que, al igual que perderse, suele olvidarse porque es omnipresente: la oscuridad eterna y absoluta. La oscuridad total, sin un fotón de luz, el equivalente lumínico al cero absoluto.
Vesely y Farr conocían todos estos peligros y, aun así, su conocimiento no los detuvo ni un instante. Trotaron pradera abajo y, al acercarse, vieron que la boca de la cueva era enorme, incluso más grande de lo que parecía desde lejos. Más tarde la medirían, 30 metros de ancho y 7,6 metros de alto, pero incluso la entrada quedó empequeñecida con lo