Descenso a ciegas. James M. Tabor
con las cuevas. Son el único reino al que sólo se puede acceder de primera mano, con la presencia real del ser humano.
Con el cambio de siglo, tres cosas cruciales han quedado claras sobre el último territorio de los descubrimientos terrestres. La primera probablemente se consiga en una década. La segunda es casi seguro que se conseguirá en dos ubicaciones: en la región de Abjasia de la República de Georgia, y en el estado de Oaxaca, al sur de México. Por último, sólo uno de dos posibles nombres encabezará el equipo explorador que se gane un puesto junto a figuras como Amundsen y Hillary en el panteón de las exploraciones. Son el ucraniano Alexander Klimchouk y el norteamericano Bill Stone, los cuales han dedicado sus vidas a la exploración de las profundidades de la Tierra.
Las grutas y cavernas invitan a la yuxtaposición de opuestos: luz y oscuridad, superficie y subterráneo, seguridad y horror. Alexander Klimchouk y Bill Stone han cumplido ambos los cincuenta, pero son tan diferentes como puedan serlo dos hombres cualesquiera; ejemplos perfectos de esa lista de opuestos. Klimchouk es bajo y delgado. Stone es una torre de músculos. Klimchouk es callado, modesto y amigable. Stone es osado, presuntuoso y dominante. Klimchouk lleva décadas felizmente casado con la misma mujer. Stone se divorció en 1992 y ha mantenido desde entonces varias relaciones con mujeres fuertes, atractivas y voluntariosas, todas ellas vinculadas con actividades al aire libre. Actualmente, Stone está comprometido con la espeleóloga Vickie Siegel, y planea casarse en mayo de 2010. Sin embargo, ambos se parecen en dos aspectos clave: ambos son científicos y ambos son exploradores en el sentido clásico en que conocemos a Magallanes, Amundsen y Armstrong; gente dispuesta a arriesgarlo todo, incluso sus vidas y las de los demás, por otro gran descubrimiento.
Otros exploradores y científicos comprendieron la naturaleza histórica de estos descubrimientos. También asumieron que, por las razones antes expuestas, podrían pasar inadvertidos, lo cual sería doblemente trágico. Primero, porque quien lo arriesga todo por una meta merece todo el reconocimiento y las recompensas del mundo. Segundo y tal vez más importante, porque este descubrimiento no sólo sería histórico sino también triste, ya que marcaría el final de la búsqueda que durante milenios ha llevado a la humanidad a desentrañar los secretos más recónditos de la Tierra. Tan emocionante –y tal vez desquiciante– fue la perspectiva de llegar al final de esta epopeya que la revista National Geographic, habitualmente muy comedida, tomó prestada una frase de Julio Verne para describirla: «La carrera al centro de la Tierra».
En el amanecer del nuevo milenio, ya estaban dispuestos los decorados para el drama, como el que protagonizaron en sana competencia y con resultados históricos y terroríficos Roald Amundsen y Robert Falcon Scott durante la conquista del Polo Sur.
Este libro narra la historia de la carrera emprendida para alcanzar el último gran descubrimiento, y también narra el relato de los hombres y mujeres que ganaron y perdieron.
UNO
ALTO.
Ha habido una muerte.
BILL STONE, A 800 METROS DE PROFUNDIDAD y a casi 5 kilómetros de la boca de una supercueva de México llamada Cheve, tuvo que detenerse. Un trozo de cinta métrica topográfica roja y blanca cerraba el paso del estrecho conducto por el que iba ascendiendo. El mensaje, garabateado en la hoja de un cuaderno, colgaba de la cinta a nivel del pecho y era imposible no verla. Flotando en la oscuridad absoluta de la caverna, el papel blanco brilló tanto a la luz del frontal de Stone que casi le deslumbra. Era poco antes de medianoche, viernes, 1 de marzo de 1991, aunque eso no significara nada en particular, porque siempre es de noche en las cavernas.
Stone, un hombre impulsivo con un doctorado en ingeniería estructural, medía un metro ochenta y cuatro, y pesaba 90 kilogramos de puro músculo. Era uno de los jefes (los otros dos espeleólogos veteranos eran Matt Oliphant y Don Coons) de una expedición que trataba de hacer el último gran descubrimiento, demostrando que Cheve era la cueva más profunda del mundo. Tenía el pelo castaño, el rostro alargado y anguloso, el cuello de toro, los ojos de un azul intenso y la nariz aguileña. Stone no era precisamente una belleza clásica, pero tenía un rostro chocante y poco delicado que hombres y mujeres por igual se paraban a mirar dos veces.
Ahora no, pensó. Después de casi una semana bajo tierra, estaba demacrado, ojeroso, pálido, con las mejillas ásperas por una barba incipiente y se parecía un tanto al Jesucristo que la gente siempre se imagina. Una semana bajo tierra es mucho tiempo, pero no demasiado para el baremo de una supercueva, donde no es inusual permanecer tres o más semanas en esos vastos laberintos subterráneos.
Junto con otros tres compañeros, se encontraba a medio camino de regreso a la superficie del punto más profundo conocido de la cueva, a 1.219 metros verticales y a más de 11 kilómetros de la entrada. La nota y la cinta pendían poco antes de llegar al Campamento 2 de la expedición, donde aguardaban otros cuatro espeleólogos. Le explicaron a Stone lo que había sucedido. Hacia la 1:30 de la tarde un espeleólogo de Indiana llamado Chris Yeager, de veinticinco años, había entrado en la cueva con un hombre de Nueva York, más mayor y con más experiencia, llamado Peter Haberland. Yeager llevaba dos años practicando este deporte y acceder a Cheve fue como si un escalador que sólo hubiera subido a las montañas de Vermont de repente se enfrentara al Everest. Y esta comparación no es del todo justa. Los expertos afirman que explorar una supercueva como Cheve es como escalar el monte Everest a la inversa.
No mucho después de llegar al campamento, los espeleólogos de más experiencia bautizaron a Yeager como «el niño». Muy preocupado por la seguridad de este joven, un espeleólogo experto y veterano llamado Jim Smith hizo sentarse a Yeager para lo que sería un sobrio discurso de treinta minutos: «No entres en la cueva sin un guía, lleva al principio sólo una mochila ligera, aprende la vía por etapas, “aclimátate” al mundo subterráneo antes de permanecer mucho tiempo». La advertencia cayó en saco roto. Yeager comenzó su primera excursión con una mochila de 25 kilogramos y pensando permanecer siete días allá abajo.
Los problemas para Yeager empezaron pronto. Sólo llevaba tres horas en la caverna, y no aseguró correctamente a su arnés de escalada el rapelador de barras (un aparato de metal especializado que recuerda a un enorme clip con barras transversales, creado para deslizarse por cuerdas largas y húmedas llevando pesadas cargas). Como resultado, se le cayó. Este aparato es vital para la espeleología extrema, tal vez el segundo instrumento en importancia después de las linternas. Sin él, Yeager no podía continuar.
Yeager usó el de su compañero para descender al área donde había caído. Como este instrumento mide unos 46 centímetros y Cheve es una cueva vasta y compleja, de dimensiones casi inimaginables, fue como buscar una aguja en mil pajares. Yeager tuvo suerte de encontrarlo, lo cual le permitió seguir descendiendo con Haberland. Sin embargo, no bajaron mucho más, porque se perdieron en seguida y no pudieron retomar la vía principal hasta cuarenta y cinco minutos después.
Pasadas siete horas, llegaron a la cumbre de un acantilado que había recibido el nombre de Precipicio de 23 Metros porque eso era exactamente lo que era, una caída libre que había que bajar rapelando. Para las dimensiones de una supercueva, donde abundan precipicios verticales de casi cien metros, esto no era más que un repecho. Haberland lideró el descenso, completando un sencillo rápel sin incidentes. Al llegar abajo, se soltó de la cuerda y se apartó para evitar cualquier roca que pudiera desprenderse en el descenso de Yeager.
Arriba, Yeager llevaba un equipo de descenso estándar, que comprendía un arnés de cintura similar al que usan los escaladores de roca, pero reforzado para soportar las duras exigencias de la espeleología. Un mosquetón de seguridad (un eslabón de aluminio, del tamaño de un paquete de cigarrillos, con un gatillo articulado en uno de sus lados) conectaba el arnés con su rapelador de barras, y éste con la cuerda. La cuerda serpenteaba entre las barras del rapelador como una serpiente deslizándose por los listones de una escalerilla, ofreciendo suficiente resistencia a un espeleólogo muy cargado como Yeager para controlar la velocidad del descenso.
Antes de seguir adelante, Yeager tenía