Descenso a ciegas. James M. Tabor
iniciar el rápel y se dio cuenta al instante de que algo iba mal. La cuerda no detuvo su inclinación hacia atrás, sino que siguió como si hubiera volcado una silla hacia atrás. De alguna forma, el arnés se había soltado del rapelador de barras, que todavía estaba unido a la cuerda.
Instintivamente trató de agarrar la cuerda y el rapelador de barras que se mecían en el vacío. Si no hubiera llevado mochila, o incluso si ésta hubiera sido ligera, es posible que se hubiese salvado aferrándose a la cuerda, o al anclaje asegurado a la pared, o tal vez pudiera haber descendido practicando rápel clásico. Pero eso hubiera requerido una fuerza casi sobrehumana y hubiera resultado extremadamente difícil incluso sin ninguna carga. Su mochila de 25 kilogramos imposibilitó el autorrescate y en un instante estaba cayendo al vacío. Su caída fue tan rápida que no tuvo tiempo siquiera de gritar.
Las rocas al caer se rompen y pueden rebotar como metralla. Peter Haberland se había alejado y puesto a cubierto detrás de un peñasco, por lo que no vio el aterrizaje de Yeager. Se dio cuenta de que algo iba mal cuando oyó el desplazamiento del aire y el impacto sordo de una larga caída interrumpida por roca firme. Rezando porque Yeager hubiera dejado caer la mochila, Haberland le llamó en voz alta, pero nadie contestó.
En cuestión de segundos Haberland encontró a Yeager al lado del cabo de la cuerda. Estaba en un charco de agua de siete centímetros de profundidad, a su derecha, con la cara parcialmente sumergida en el agua, los brazos estirados hacia delante como si tratara de alcanzar algo. El cuerpo de Yeager estaba de costado, con la pierna derecha rota, el pie grotescamente girado 90° y apuntando hacia arriba. No tenía pulso ni respiraba, pero Haberland le giró el rostro para mantener la boca y la nariz fuera del agua.
Haberland se apresuró a llegar al Campamento 2 de la expedición, tras un descenso de 20 minutos, donde encontró a otros dos espeleólogos, Peter Bosted y Jim Brown. Dejaron una nota colgando de una cinta métrica topográfica roja y blanca y se apresuraron a subir hasta la posición de Yeager con un saco de dormir y un botiquín de primeros auxilios. Cuando llegaron, vieron que le había salido sangre por la nariz, pero no había más cambios aparentes. Intentaron reanimarlo sin éxito. Chris Yeager estaba muerto.
Entender con exactitud la naturaleza del accidente requiere un conocimiento detallado del equipo de espeleología. Sin embargo, la causa real no fue un fallo del equipo, sino un «error del piloto». Yeager entró en la cueva con demasiado peso, se fatigó, dejó de usar correctamente el material y, por último, no aseguró bien el mosquetón que unía su arnés con el rapelador de barras. Aparentemente no cometió este error una vez, sino dos, siendo el primero la causa de que perdiera el rapelador de barras al principio.
AL SABER LO SUCEDIDO, Bill Stone sólo pudo menear la cabeza desalentado. Le había inquietado la presencia de Yeager desde el primer momento. Yeager, su novia, Tina Shirk, y otro hombre que viajaba con ellos no formaban parte de la expedición original. Después de escalar varios volcanes, los tres habían viajado hasta el campamento base de Cheve. Shirk era una espeleóloga competente que había estado en Cheve el año anterior pero que, con una clavícula rota, no iba a emprender la expedición. El otro hombre había dicho a Shirk y a Yeager que había conseguido con antelación autorización para que Chris pudiera acceder a la cueva. Hay ciertas discrepancias al respecto, pero Stone, por una vez, no sabía nada al respecto. Por lo que a él le concernía, el trío había «acabado» con la expedición.
La muerte de Yeager afectó a todo el mundo. Peter Haberland escribió más tarde en una revista de espeleología un artículo en el que admitió que «quedó conmocionado en aquel momento». Tina Shirk estaba destrozada. Otras reacciones oscilaron desde rabia por aquel novato demasiado intrépido, o pena por la muerte de un joven, hasta horror ante la realidad de que había un cuerpo descomponiéndose en la cueva. Por su parte, Bill Stone estaba entristecido por la pérdida innecesaria de la vida de un joven. Sentía rabia porque la muerte de Yeager dejaba entre manos a los guías y al equipo un asunto espinoso que sólo se podría resolver poniendo en peligro la vida de otros. Y, mucho se temía, no era sólo cuestión de recuperar el cuerpo de Yeager, sino que su muerte podría obligar a abortar la expedición. Estaban a punto de encontrar la forma de adentrarse en lo más profundo de Cheve y –no era absurdo pensarlo– también en la historia. Pero ahora parecía probable que la expedición se hubiera acabado antes de tiempo.
Stone estaba totalmente entregado a la expedición: económica, emocional y físicamente. La intensidad de su trabajo, y su estilo serio sin lugar para tonterías, no dejó ninguna duda al resto del grupo. Tenía 39 años y, si bien no se le había acabado el tiempo, sí que podía oír las manecillas del reloj sonando. Treinta y nueve años era el límite de edad para actividades como el montañismo extremo y la espeleología dadas las brutales exigencias físicas que imponen a sus practicantes.
Igual que un atleta olímpico que entrena toda una vida para jugarse la medalla de oro en unos pocos minutos, Stone sabía la preciosa oportunidad que le acababan de arrebatar. Era especialmente mortificante que se la hubiera robado alguien que, así lo creía él, no tenía nada que hacer en Cheve.
Además, al igual que un atleta olímpico, Stone era consciente de que esa oportunidad de oro podría no presentarse de nuevo en aquella supercueva llamada Cheve ni en cualquier otro lugar.
DOS
LA MUERTE TRIUNFA SOBRE TODOS. El resto de consideraciones tendrían que esperar. Yeager o, mejor dicho su cadáver, era ahora responsabilidad de la expedición, gustara o no. Las autoridades mejicanas, nunca del todo cómodas con esas grandes expediciones espeleológicas que causaban inquietud entre la población supersticiosa, no iban a estar nada contentas con esa muerte. Peor aún, podrían reclamar el cadáver, aunque sin aportar ninguna de las destrezas necesarias para recuperarlo por sí mismas. Ese trabajo recaería en Bill Stone, sus compañeros y los otros espeleólogos. El problema era que nadie había recuperado un cadáver a semejante profundidad en una cueva como Cheve.
Las grandes cuevas entrañan más peligros que cualquier otro tipo de entorno en que se practique la exploración extrema. Simplemente descender y ascender es exorbitantemente peligroso. Recuperar de las profundidades de una cueva un cuerpo, vivo o muerto, es mucho peor porque aumenta la magnitud de cualquier peligro. El mismo año en que murió Chris Yeager, una espeleóloga llamada Emily Davis Mobley se rompió una pierna a sólo cuatro horas y unos pocos cientos de metros verticales de la entrada de una cueva de Nuevo México llamada Lechuguilla, mucho menos peligrosa que Cheve. Se necesitaron más de cien rescatadores y cuatro días para traerla de vuelta a la superficie. Un experto calculó que cada hora de descenso de la espeleóloga sana equivalió a un día de ascenso durante el rescate en Lechuguilla, el cual, como los espeleólogos dijeron, se caracterizó por «su verticalidad extrema».
«Verticalidad extrema» describe a la perfección el tiro de la cueva Cheve por el que habría que izar el cuerpo de Yeager. Desde la entrada, la cueva desciende como una escalera empinada de 914 metros verticales una distancia total de 3,5 kilómetros antes de nivelarse un tanto. No es un precipicio liso y uniforme. Esos 914 metros presentan innumerables irregularidades y formaciones geológicas, con un tramo nivelado, si bien la principal orientación de Cheve es vertical. Un pozo gigantesco de 152 metros. Como los escaladores de roca, los espeleólogos llaman a esos precipicios verticales «simas». Hay también simas más cortas –muchas, de hecho–, así como cascadas, arrastraderos, lagos, caos de bloques, y muchas otras formaciones, únicas y casi imposibles de describir excepto con una cámara.
En toda la cueva hay noventa simas que exigen bajar rapelando. Treinta y tres de ellas se hallaban entre el cadáver de Yeager y la superficie, incluyendo aquel monstruo de 152 metros. Por tanto, para subir todas y cada una de esas treinta y tres simas con un cuerpo echado sobre una camilla, los equipos de rescate tendrían que instalar sistemas de izado con cuerdas y poleas y contrapesos. Cuanto más grande la pared, más complejo el sistema de izado.
Montar estos sistemas de izado, sobre todo en grandes paredes, es más peligroso que rapelar y escalar de nuevo esas simas. El trabajo exigiría que los fatigados espeleólogos pendieran durante horas en la oscuridad, a veces bajo cascadas de agua helada, embutidos en arneses que se clavan dolorosamente en la carne, colocando tornillos y placas y poleas.