Descenso a ciegas. James M. Tabor
quedar sitio libre.
La Sala de Entrada formaba una pendiente regular de 183 metros con una inclinación de 30°, la pista ideal para un esquiador experto. El piso era un caos de peñascos con aristas que se habían desprendido del techo a lo largo de miles de años y seguían haciéndolo de forma impredecible. El descenso por aquel laberinto fue como bajar de noche una montaña mojada y plagada de coches de desguace.
Recorridos unos 45 metros de la cueva, un gigantesco monolito gris de alrededor de 9 metros de alto y 2,5 metros de diámetro se alzaba al fondo de la cueva, recordando un poco, a menor escala, el Monumento a Washington, pero inclinado. Pasaron a su lado mientras disminuía la luz a cada paso, siendo apenas suficiente la única linterna que habían traído. Con la poca ropa que llevaban puesta, una camiseta y unos vaqueros, descubrieron rápidamente que en la cueva hacía frío. Las cuevas mantienen una «temperatura interna» sin cambios, que corresponde a la media de la temperatura de superficie de la zona. A una altura menor en México podría haber sido de 21 °C, pero allí arriba era de alrededor de 8 °C.
La cueva olía a fango y rocas húmedas y a vegetación putrefacta. Por ahora no había adquirido ese olor único que tienen los seres vivos y que se aprecia en las cuevas salvajes a mayor profundidad. «Vivo» se emplea aquí deliberadamente. Muchos nativos creen que las cuevas son seres vivos sensibles. Esto no deja de ser razonable, dado que las cuevas respiran, presentan sistemas circulatorio, digestivo y excretor activos; pueden contraer enfermedades y sufrir lesiones, y curarse de muchas de ellas, y están en constante crecimiento, al igual que cualquier ser vivo.
VESELY Y FARR NO PODÍAN SABERLO todavía con seguridad, pero tal vez fueran los primeros que hubieran pisado aquel lugar, y la fuerza de esa posibilidad cargaba cada momento allí pasado de una anticipación electrificante. Mientras avanzaban con dificultad, vieron dos galerías que se abrían a la derecha. Una tercera galería comenzaba en el punto más profundo de la sala. Allí desaparecía, en la oscuridad, la corriente que les había servido de guía.
Siguieron la corriente y se adentraron en la caverna, dejando el «Monumento a Washington» casi 91 metros atrás, deteniéndose finalmente ante un inmenso portal con forma de diamante, de 6 metros de ancho y 18 de alto. Ésta sí que era realmente «la puerta» de Cheve, al final de la Sala de Entrada y cerca del final del «área en penumbra», esa porción de la cueva donde todavía penetra la luz externa. Nunca habían visto en una cueva una galería con tanto movimiento de aire, porque allí el viento azotaba sin tregua.
Todas las cuevas respiran. Los cambios de presión diurna generados por el calor del sol, así como las grandes oscilaciones en la presión barométrica, explican el movimiento de aire en las cuevas. Las cuevas pequeñas suspiran. Las cuevas grandes soplan. Las supercuevas rugen, algunas con vientos huracanados. Cuanto mayor es una cueva, más sopla el viento. Con su respiración racheada, esta cueva había dado a Vesely y a Farr el mejor regalo de Navidad que pudieran imaginar: el aliento de las profundidades.
CUATRO
VESELY Y FARR FUERON LOS PRIMEROS en contemplar las características más impresionantes de la gran cueva. Al día siguiente se toparon con uno de sus secretos más oscuros. Resultó que la Sala de Entrada se había usado en la antigüedad para rituales y sacrificios humanos y que, a juzgar por los huesos blancos de pequeño tamaño, muchas de las víctimas habían sido niños. Sus esqueletos yacían bajo una gran losa saliente de piedra, el altar de los sacrificios, perfilándose entre los jirones de niebla de la sala en penumbra. Más tarde ambos se enterarían de que esos rituales fueron celebrados por los antiguos cuicatecas, nativos americanos que vivieron en la zona mil años antes de que llegaran los conquistadores, y que sus descendientes todavía habitaban la región.
Dejaron atrás aquel lugar y sus restos sin tocar, y volvieron al enorme y ventoso portal. Justo después de aquella entrada, se encontraron con una pared por la que rapelaron 7,6 metros hasta su base. Siguieron 76 metros la corriente que descendía por el empinado piso de la cueva hasta que aquélla desapareció entre un caos de bloques. Retrocedieron, pero volvieron al día siguiente, el último que estuvieron, para descender por el mismo pozo vertical y continuar rapelando otros tres tramos cortos de 7,6 a 9 metros. Afloró de nuevo la corriente, que siguió descendiendo por un costado del tiro por el que estaban bajando. Exploraron 800 metros más de aquella caverna virgen y regresaron.
VESELY Y FARR VOLVIERON a la cueva dos veces en 1987 llevando consigo a otros exploradores. Aunque la mayoría de las personas sienten un escalofrío y se estremecen al oír la palabra «caverna» y al imaginar espacios angostos y claustrofóbicos, las grandes cuevas se caracterizan por espacios muy amplios, muchos de ellos verticales. En su segunda incursión, en diciembre, retomaron la vía original por aquella serie de precipicios verticales cortos, siguieron la corriente hasta que desapareció en una pared, se abrieron paso a duras penas por una angosta abertura vertical y llegaron al primero de los muchos llamativos rasgos de Cheve. Se trataba de una enorme sala de 45 metros de ancho y 76 de alto (la cúpula del Capitolio de Estados Unidos mide casi 88 metros de altura), con el piso en fuerte pendiente.
Más adelante toparon con más simas verticales que tuvieron que bajar rapelando, abriéndose paso por caos de bloques en las secciones intermedias, y luego, por suerte, encontraron un espacio de piso rocoso liso. Dos secciones más abajo, que superaron rapelando, se encontraron al borde del primero de los precipicios más profundos de Cheve, una sima de 50 metros. La bautizaron como el Pozo del Elefante porque era lo bastante grande como para arrojar paquidermos por él. Los dos contaban con experiencia en este tipo de descensos, pero, incluso para ellos, rapelar por un tiro como aquél era algo serio que exigía equilibrio, mucho valor, un equipo especializado y experiencia para usarlo. Si faltaba alguno de estos elementos, lo más probable es que hubiera algún accidente mortal, tal y como la muerte de Chris Yeager demostraría en 1991.
El rápel –el descenso controlado deslizándose cuerda abajo– es esencial en la espeleología como lo son los piolets y los crampones en el alpinismo. Hasta la década de 1920, los espeleólogos descendían por escalerillas de cuerda o se hacían bajar por otros compañeros. Los descensos mano sobre mano sólo eran prácticos en paredes muy cortas. Las escalerillas de cuerda eran seguras pero incómodas, agotadoras y demasiado pesadas para descensos largos. Contratar corpulentos compañeros para hacerse bajar costaba dinero y existía el riesgo de que se despistaran o emborracharan. Además, los descensos de muchos metros exigían el uso de mucho material de escalada, tornos, tambores giratorios y andamios. A medida que aumentaba la complejidad de las paredes, también aumentaba la posibilidad de fracasar.
Concebido por los montañeros franceses después de la Primera Guerra Mundial, en principio el rápel clásico consistió en pasar una cuerda corredera por debajo de la ingle, por delante de la cadera izquierda, para cruzarla sobre el pecho y volver a bajar tras pasar sobre el hombro derecho. Con esta técnica, la ingle acababa machacada, o peor aún, era fácil que el montañero se separara de la cuerda con resultados predecibles. En la década de 1930 los escaladores ya estaban usando aparatos de metal con los que se aseguraban a la cuerda; sin embargo, las pesadas cargas que se requerían para la espeleología y las cuerdas llenas de barro exigieron aparatos industriales de rápel para controlar los descensos. El emprendedor espeleólogo John Cole vino a cubrir esa necesidad en 1966 con lo que los espeleólogos llaman rapelador de barras –entonces de acero inoxidable y ahora de aluminio o titanio–, por el cual discurre la cuerda.
Estos aparatos revolucionaron la espeleología, sin ser perfectos. Hay formas correctas e incorrectas de dar cuerda. Si un espeleólogo se inclinaba hacia atrás, las barras del aparato se abrían de repente, dejando a la víctima asombrada y vendida en lo que los espeleólogos, con su humor negro habitual, llaman «rápel aéreo». La gran mayoría de los rápel aéreos son mortales.
Vesely y Farr aseguraron uno de los cabos de una larga cuerda, echaron el otro al vacío, montaron el aparato y rapelaron hasta la base del Pozo del Elefante. Allí los haces de luz de sus frontales revelaron una corriente turbulenta que caía envuelta en espuma por una serie de simas, una cascada tras otra, con tal violencia que todo estaba nublado por el vapor de agua. Muchas de las simas acababan en pequeñas marmitas de bronce y aguas azul turquesa cuyo rebosamiento creaba