Descenso a ciegas. James M. Tabor

Descenso a ciegas - James M. Tabor


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de cuerdas precisa un punto de reunión o un anclaje direccional.

      Para establecer un punto de reunión, el especialista en escalada se cuelga de un arnés a decenas de metros del suelo de la cueva, con agua helada cayendo y salpicando por todas partes. Usando un martillo de 2 kilogramos y una broca manual, o a veces un taladro de impacto eléctrico de 5 kilogramos, el escalador taladra un agujero de 9 centímetros de profundidad y varios milímetros de diámetro en la roca sólida. A continuación, limpia el polvo del agujero con un tubo metálico, martillea un casquillo de acero dentro, inserta un tornillo enhebrado en una placa de acero inoxidable, y lo atornilla todo en el casquillo clavado en la roca. Luego, tiene que repetir todo el proceso, porque todo punto de anclaje de una reunión precisa dos tornillos y placas para garantizar la seguridad. Luego, él y los demás técnicos tienen que repetir todo el proceso trece veces más, porque el Tiro de Saknussemm exige la colocación de catorce puntos de reunión.

      CON LA «AUTOPISTA DE NAILON» LISTA para el tráfico (así es como los espeleólogos llaman al complicado sistema de anclajes y cuerdas), los miembros del equipo llegaron al suelo del Tiro de Saknussemm. El tramo superior había sido un lugar muy agradable para lo esperable en una supercueva, fresco y seco, y gran parte del descenso había proporcionado vistas impresionantes de gigantescas paredes de coladas estalagmíticas, deslumbrantes de color blanco y oro a la luz de los frontales de los espeleólogos, como si estuvieran iluminadas por dentro.

      En la base, sin embargo, se sintieron como dentro de un túnel de lavado de coches. Unos 76 metros más abajo, una cascada brotaba de la pared de Saknussemm y el agua a esa altura caía a más de 160 kilómetros por hora. El agua no se puede comprimir (por eso los suicidas que saltan desde puentes quedan hechos fosfatina, como los que se arrojan desde un rascacielos) y, por eso, cuando el agua choca contra el casco de un espeleólogo a esa velocidad, es como si le estuvieran arrojando cubos de grava desde arriba. Además de la cascada, soplaba un viento fuerte que arrojaba el agua en suspensión con una fuerza alucinante. El tiempo para recorrer este tiro para un espeleólogo con poca carga, una vez equipada la pared, era de cinco horas desde el inicio hasta la base del Tiro de Saknussemm. Con la carga típica de 40 kilogramos de un expedicionario, a los miembros del equipo les costaba más tiempo, de siete a diez horas dependiendo de su destreza y forma física.

      Más allá del Tiro de Saknussemm, la marcha mejoraba y se mantenía así cierto tiempo. El río subterráneo, al haber adquirido una fuerza considerable, se abría paso por el piso del Tiro de Saknussemm y caía por una serie de repisas no muy distintas de las escaleras para el remonte de los salmones, que era como las llamaban los espeleólogos. Más simas y cascadas los condujeron finalmente a un conducto similar a un túnel de metro, de 800 metros de longitud y casi llano. Después de unos cuantos tiros no muy hondos y de varias escaladas, los espeleólogos hallaron la localización perfecta para el Campamento 2, un área llana y arenosa a 804 metros de profundidad, a 5 kilómetros y 33 tiros de cuerda de la entrada. (El Campamento 1, a unos 396 metros de profundidad, se había abandonado por quedar demasiado cerca de la superficie.)

      Los diferentes equipos siguieron abriendo camino hasta que un gran sifón les impidió el paso a unos 957 metros de profundidad. Como siempre, la estrategia inicial fue encontrar la forma de atravesarlo a nado, escalarlo por encima, encontrar un aliviadero o bucear por debajo. El buceo era el último recurso. En este caso, sus recursos de escalada y su creatividad les permitieron circundar el sifón por un paso elevado. A esta vía ventosa y expuesta la bautizaron como Skyline Traverse. Pasado el sifón, el equipo en cabeza con Jim Smith y Ed Holladay entró en una galería impresionante de 15 metros de ancho y 274 metros de largo con un techo de derrumbe, y entonces nadie supo de ellos durante mucho tiempo.

      BILL STONE SE HABÍA DETENIDO PARA TOMAR un rápido refrigerio en el antiguo Campamento 1. Estaba comiendo cuando oyó llegar a Smith y Holladay, con el tintineo metálico de su equipo, escalando hasta su emplazamiento. Mucho antes de que llegaran, Smith comenzó a gritar a pleno pulmón: «¡El tesoro, el tesoro!».

      –¿Qué ha pasado? –preguntó Stone cuando aparecieron los dos.

      Smith sonrió con complicidad a su compañero, que apenas si podía reprimir la alegría. Por fin, Smith soltó la noticia bomba: «Acabamos de vencer a ese cabrón. Avanzaremos un kilómetro en el próximo intento». Era una predicción arriesgada pero, como se vio después, no por eso incorrecta.

      Al final de la Skyline Traverse, aquel tramo horizontal aéreo, Smith y Holladay habían superado una sima vertical de 15 metros, y luego habían remontado un peñasco en delicado equilibrio al que habían bautizado respetuosamente como el Enviudador. Después de circundar el gran sifón y descender varias simas más, volvieron a localizar el curso del río principal, de corriente apreciablemente más poderosa allá abajo. El siguiente conducto reveló la naturaleza benigna y maligna de las cuevas, que, después de feas gateras y precipicios aterradores, puede sorprender a los exploradores con bellezas que quitan la respiración. Destreparon por una serie de gigantescas gusaneras de roca negra y naranja exquisitamente esculpida, que condujeron a una serie de pozas profundas que descendían como los peldaños de una escalera gigante. Las pozas estaban llenas de agua de color verde mar tan clara que distinguían los guijarros del tamaño de guisantes a muchos metros de la superficie. A esta área le pusieron el nombre de Swim Gym.

      Hacia el final de esta incursión, Smith y Holladay siguieron el cauce del río que continuaba descendiendo más allá de Swim Gym. Un muro infranqueable de peñascos interrumpió su maratón de 33 horas. Finis terrae por el momento. La expedición había descendido por el sistema Cheve hasta 1.038 metros de profundidad y había topografiado más de 11 kilómetros de recorrido. Esos 11 kilómetros iban, por supuesto, en una sola dirección. En total se trataba de un recorrido de 22,5 kilómetros y los 11 últimos fueron los más duros porque habían sido cuesta arriba. La mayor parte eran paredes verticales, pero no siempre. Aquí y allí el gradiente de las cuestas se allanaba y el techo era lo bastante alto como para no tener que gatear o arrastrarse. Estas zonas eran lo bastante escasas como para ponerles un nombre especial: «galerías de tránsito erguido». E incluso éstas no eran fáciles de transitar, porque los espeleólogos, fatigados por horas y horas rapelando y destrepando, llevaban mochilas de al menos 15 kilogramos, y los trajes empapados y llenos de barro seco, y a menudo atravesaban aguas que les cubrían los tobillos o hasta el cuello, siempre luchando con esos poderosos vientos de frente o de cola.

      Si volver andando ya era bastante malo, la mayor parte de la travesía de vuelta a la superficie no era siquiera así. Había más o menos noventa paredes verticales lo bastante escarpadas y largas como para que los espeleólogos hubieran tenido que bajar por ellas rapelando en el viaje de ida. Todas y cada una tenían que volver a escalarse con ascendedores para salir al exterior. Algunas, como el Tiro Saknussemm, obligaban a soltarse de una cuerda en los puntos de reunión para unirse a otra, un proceso complicado y agotador que, junto con el espeleobuceo, es uno de los aspectos más peligrosos de la exploración de grandes cuevas.

      Las paredes verticales a menudo estaban bañadas por grandes cascadas de agua congelada, e, incluso redirigiendo las cuerdas, no se lograba evitarlas todas. Bill Stone había escalado las grandes paredes del Yosemite, y asociaba salir de la Cueva Cheve con el ascenso de El Capitán pero bajo una cascada y por la noche. No obstante, la gran diferencia era que, cuando has culminado la cumbre de El Capitán, sabes que ya ha acabado todo. En una cueva como Cheve, cuando «llegas a la cima», es decir, cuando tocas el fondo, lo peor está por llegar.

      ONCE

      PASÓ UN AÑO Y STONE SIGUIÓ TRABAJANDO en su sistema de recirculación de aire, consiguiendo lentas pero continuas mejoras. Vesely, Farr y otros espeleólogos interesados en el sistema Cheve esperaban a que pasara la estación de lluvias, durante la cual las crecidas convertían las cuevas en trampas mortales. En marzo de 1989, Vesely y Farr codirigieron otra expedición a Cheve con un amigo y espeleólogo experto llamado Don Coons. Bill Stone también participó como miembro del equipo, acompañado por Pat, para la cual ésta sería su última expedición. Duraría seis semanas y comprendería un grupo inicial de 23 personas. Pero incluso antes de que se pusieran los anclajes de la primera cuerda,


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