Descenso a ciegas. James M. Tabor
inmersión, Stone había vislumbrado en las aguas de claridad cristalina un túnel inalcanzable pero tentador lo bastante grande como para que pasara una locomotora. El túnel se perdía montaña arriba hasta donde la vista se lo permitía.
Todos se reagruparon en el campamento base, con seis semanas de expedición por delante. Nada sorprende que Stone quisiera seguir en la brecha. Había invertido mucho dinero, como en la mayoría de sus expediciones, y había superado muchos obstáculos, sin olvidar los interminables años cortejando a los patrocinadores que tanto tiempo le habían robado a sus obligaciones familiares. Su compromiso con esta expedición había sido total e inquebrantable, al igual que su compromiso con la espeleología en general. Seis semanas eran una eternidad. Sin embargo, para no desaprovechar ese tiempo, los miembros del equipo tendrían que enfrentarse a más semanas de labor de sherpas acarreando bombonas y otros suministros hasta el Campamento 2. Y si Stone y los mejores buzos superaban el sifón, se pasarían días, si no semanas, explorando el otro lado. Entretanto, en el campamento, los menos afortunados tendrían que sentarse mano sobre mano cuando no estuvieran usándolas para espantar y aplastar mosquitos.
Stone estaba dispuesto, deseoso de seguir con la dura labor de transportar el material y realizar las inmersiones más peligrosas para seguir adelante pasara lo que pasara. En consecuencia, convocó una reunión para anunciar que había llegado la hora de portear material y hacer una nueva intentona. Sin embargo, para su inmensa sorpresa, se dio cuenta de que el equipo no estaba por la labor. Un miembro de la expedición que había asumido el mando durante sus ausencias lo expresó sin medias tintas: «He hablado con todos y no va a ser así».
Se había declarado un motín.
LA REBELIÓN SE HABÍA ORIGINADO TANTO por su falta de liderazgo como por la inquietud generalizada; Stone y Jefferys así lo reconocieron mucho después, usando los dos el término «motín» para describir lo sucedido. El resultado fue que la mayor parte del grupo levantó el campamento y se largó. Su espantada echó a perder semanas de expedición y dejó a Stone dolido y confuso. ¿Era posible que hubiera alimentado el motín acaparando el protagonismo, divirtiéndose en las inmersiones mientras los otros hacían el trabajo sucio? No lo creía. También había tratado de pasar tiempo en la retaguardia, prestando atención a la logística, organizando el apoyo y el porteo de material. Por lo que sabía, Jefferys había pasado más tiempo en la cueva que él.
A pesar de ello, Stone sentía que había cometido un grave error. Como uno de los jefes de la expedición, no sólo debería haber mantenido el objetivo de su misión sino también el de todo el equipo. Al faltar esto, el resto de participantes había formulado su propia misión, que consistió en hacer surf, conocer señoritas y beber tequila.
Teniendo en cuenta la enorme inversión en tiempo y dinero, y los grandes riesgos implicados, ¿debería considerarse la misión a Peña Colorada de 1984 un éxito, porque al mando de un jefe eficaz y resolutivo se habían explorado casi 8 kilómetros de la caverna, recorriendo un tercio de la distancia hasta Huautla? ¿O se debía juzgar como un fracaso porque, con todo el tiempo y medios que les quedaban, se había producido un motín que había dado al traste con el resto de la expedición?
Ambas cosas son ciertas y también fue una importante, aunque dolorosa, lección para Bill Stone en su formación como explorador y jefe. En misiones sucesivas, su reto sería repetir lo primero y evitar lo segundo. Había también otro desafío. Los rumores se extienden con rapidez entre la comunidad de espeleólogos, sobre todo las historias sobre expediciones que terminan mal, sea por accidentes, víctimas mortales o motines. Al menos algunos de los amotinados de la expedición de 1984 a Peña Colorada volvieron murmurando del temprano y desagradable fin que tuvo la empresa. Puede ser que dijeran que la culpa del motín fue de Bill Stone o puede que no lo dijeran; sin embargo, Bill Stone era uno de los jefes, y ya se había ganado cierta reputación, por lo que la gente sacaría sus propias conclusiones. Un capitán puede no ser la única causa de un motín, pero siempre es la cabeza visible en la que todos se fijan.
NUEVE
SI LA EXPEDICIÓN DE 1984 A PEÑA COLORADA hizo de Bill Stone un jefe más triste pero más sabio, también provocó un cambio científico que ayudaría a transformar no sólo la espeleología, sino también todo el ocio, trabajo y ciencia que precisaran pasar tiempo bajo el agua.
La verdad fue que el motín no puso fin a la expedición; la tecnología convencional de buceo con equipo autónomo, que dependía de las botellas de oxígeno, fue la que lo hizo antes que nadie. Se necesitaban tantas inmersiones simplemente para llegar hasta el área explorada de las cuevas gigantes que, cuando los exploradores alcanzaban territorio virgen, ya se habían quedado prácticamente sin aire. La expedición a Peña Colorada, la más ambiciosa exploración subacuática realizada hasta el momento, fue un caso señalado. El equipo de Stone comenzó con 72 botellas. Muchas se emplearon sólo para ir al Sifón 7 y volver, dejando unas pocas para explorar la tierra incógnita, que era la razón de ser de la expedición. Stone sabía que, sin una tecnología radicalmente distinta para el buceo, la exploración de grandes cuevas había concluido. El problema era que esa tecnología no existía.
Bueno, sí que existía, pero sólo para los SEAL de la armada y otros cuerpos especiales, tal y como uno de los miembros de la expedición a Peña Colorada explicó a Stone hacia el final de aquella empresa. John Zumrick era capitán de la armada estadounidense, buzo y médico. Destinado a la Navy Experimental Diving Unit (NEDU) en Florida, Zumrick compartía con Stone la pasión por el espeleobuceo. También compartía con Stone la frustración de encontrarse tan cerca, pero tan lejos, de conectar Peña Colorada con Huautla. Al final de la expedición, Zumrick sugirió que Stone abandonara el equipo tradicional de submarinismo autónomo y se fijara en unos aparatos llamados sistemas de recirculación de aire o recicladores.
Para simplificarlo mucho, un sistema de recirculación de aire utiliza sustancias químicas para limpiar el dióxido de carbono del aire exhalado por el buzo, reciclándolo una y otra vez y aumentando espectacularmente la duración de las inmersiones. También simplificando mucho la explicación, una botella estándar de oxígeno permite unos 20 minutos de inmersión a 30 metros de profundidad, mientras que un sistema de recirculación de aire permite bucear horas.
Ha habido sistemas de recirculación de aire circulando por el mundo desde el siglo XV, cuando un holandés llamado Cornelius Drebbel inventó el primer submarino de casco de cuero y tuvo que idear un tosco sistema para reciclar el aire y evitar que la tripulación se asfixiara dentro de aquel sumergible impulsado con remos. (Para conseguirlo, calentaba nitrato de potasio en un contenedor de metal, con lo cual producía oxígeno y también dióxido de potasio, que absorbía el dióxido de carbono.) Transcurrieron tres siglos sin que hubiera mejoras graduales o mínimas del concepto. Los primitivos sistemas de recirculación de aire permitieron a números contados de marineros escapar de los submarinos hundidos durante la Primera y Segunda Guerra Mundial. Pero, en ausencia de un mercado que pidiera mejores sistemas de recirculación de aire –la salvación de miembros de tripulaciones de submarinos era llamativa pero había muy pocas–, los sistemas de recirculación de aire experimentaron pocas mejoras.
En sus conversaciones con Zumrick, Stone tuvo una visión en la que los sistemas de recirculación de aire eran el futuro de la exploración de supercuevas. Sin embargo, en 1984, no había sistemas de recirculación de aire para civiles. Las unidades con las que contaba el ejército tenían un precio prohibitivo y sólo eran útiles para inmersiones cortas y a poca profundidad, dada la escasa necesidad táctica de estos aparatos para grandes profundidades. Los espeleólogos a veces descendían a gran profundidad (Clark Pitcairn había llegado a 55 metros en Peña Colorada), y las expediciones requerían horas y horas de inmersión. Además, como estos aparatos estaban pensados para aguas abiertas y no para «ámbitos cerrados» como los buzos llaman a las cuevas, las unidades militares carecían de elementos que Stone consideraba esenciales para el espeleobuceo. Por último, los sistemas de recirculación de aire de la armada –Stone estaba seguro de ello– no eran lo bastante resistentes como para aguantar el duro trajín de semanas en lo más profundo de las cavernas.
Era aquél un reto para el que Stone estaba perfectamente equipado