El vástago de la muerte. Carlos Venegas
la parte superior —la encargada de dar iluminación mediante halógenos amarillos—, colgaban vasos de diferentes tamaños y copas de balón. Al otro lado del mostrador, cuatro eran los camareros que cubrían las necesidades de los clientes, dos chicas y dos chicos, todos con una imagen bien cuidada, procurando mantener una sonrisa y una actitud amable. A sus espaldas quedaba un gran mueble que albergaba neveras, botellas, vasos de tubo para combinados, hielo, etc. Todo lo necesario para hacer frente a cualquier pedido.
Encima de uno de los estantes, un ordenador portátil VAIO de Sony se encargaba de amenizar el ambiente. Su pantalla mostraba una imagen fractal que marcaba el ritmo de la música surgida de los grandes altavoces que poblaban las esquinas. Era una condición muy extendida en todas las tabernas irlandesas no tener el volumen excesivamente alto. Allí no se iba a bailar, sino que era un lugar de reunión para charlar, siendo muy importante que los consumidores pudieran escucharse los unos a los otros sin mayor problema.
La barra estaba rodeada de banquetas de madera con reposapiés a dos alturas, y unos huecos en el asiento para meter las manos y hacerlas más fácilmente transportables. A esas horas ya no quedaba ningún asiento libre y el recinto estaba bastante lleno de gente que reía y gritaba para hacerse oír por encima del resto.
Lucas charlaba con dos integrantes del departamento de ventas. Como también parecía ser tradición, estaban poniendo a parir a su jefe por una bajada en las comisiones que había revolucionado el gallinero. Los recortes llegaron a la empresa y siempre quedaba la duda de si se hacían por motivos reales o como excusa para enriquecerse a costa de explotar a sus asalariados, expulsando a unos y exprimiendo a los restantes. A pesar de todo, le interesaba más bien poco aquella conversación, quizá porque en el departamento de logística no habían tocado las nóminas de sus integrantes y daba la sensación de que el problema era cosa de otros.
Con los tres primeros botones de su vieja camisa blanca desabrochados, la mitad remetida en el pantalón gris marengo y la otra mitad fuera, una corbata verde botella en el bolsillo derecho asomando la punta de uno de los extremos, unos desgastados zapatos negros de suela de goma y la chaqueta del traje descansando sobre el brazo izquierdo. Daba la sensación de estar deseando quitarse en ese mismo momento aquel uniforme del demonio, siendo el pudor lo único que se lo impedía.
Aburrido en extremo por la monotemática conversación, se limitaba a asentir. Quería dar la sensación de estar siguiendo el hilo del debate, aunque hiciera diez o quince minutos que su mente había volado de allí. El mismo tiempo que pasó desde que entrara un grupo de jóvenes dependientas del Zara de la calle Preciados. Todas de riguroso y ceñido traje de chaqueta negro con impoluta camisa blanca, como mandan los cánones de su protocolo empresarial.
Eran cuatro jóvenes, de veinte a treinta años, entre las que destacaba una chica alta, no demasiado, pero algo más que la media. De espalda ancha y pechos pequeños, armoniosamente dispuestos. El pantalón se adaptaba perfectamente a sus caderas, libres de cartucheras. La tela, ceñida a la piel, se soltaba a medida que descendía hasta cubrir levemente sus pies calzados con unas bailarinas de charol. Su pelo moreno estaba recogido en una pulcra coleta alta, anudada por una fina goma de color marino con una pequeña mariposa plateada. Sus avellanados ojos azules eran inquietos y estaban decorados con largas pestañas. La nariz casi dibujaba un ángulo recto, recordando a las Venus de la antigüedad. Los labios, carnosos y brillantes por el gloss, escondían unos dientes perfectos, aunque algo amarilleados por el café y el tabaco. Todo enmarcado en un mentón suave como una caricia. Realmente era una mujer hermosa, de una elegancia natural magnífica. Era imposible no quedar atrapado por aquella presencia.
Mery parecía ajena a todo. Cansada y con los pies doloridos por una ardua jornada, aún mantenía su encantadora sonrisa. Participaba activamente en la conversación con sus tres camaradas. Hablaban de cosas triviales: del capítulo de la serie de moda que emitieron la noche anterior o de algún chico guapo que había pasado por la tienda durante el día. Estaba relajada. Probablemente era el único momento de la semana en que conseguía olvidarse de las preocupaciones cotidianas.
En una mirada general al local se percató de que dos ojos se habían clavado en su persona y no dejaban de observarla. Al principio se inquietó, la mirada era intensa, constante, sin apenas pausas ni descansos, pero después de ojear de soslayo en varias ocasiones, empezó a notarse embriagada por la sensación de volver a sentir el deseo de un desconocido. Había olvidado lo que era que intentaran ligar con ella o la miraran con lascivia. Sin poder controlarlo, las pulsaciones aumentaron y los latidos de su corazón comenzaron a percutir en su pecho, hasta sentirlos incluso en los oídos. Instintivamente y con mayor frecuencia, sus ojos se encontraban con los de aquel hombre que no dejaba de observarla, incisivo. No era mucho mayor que ella, a pesar de que su piel se empeñara en que pareciera menos joven. Tampoco especialmente guapo, pero tenía algo, ese algo que hace que te fijes en una persona más allá de lo aparente. Enigmático y misterioso. Mery empezaba a preguntarse qué habría detrás de esa mirada que parecía atravesar la materia para ahondar en lo más profundo de su ser.
Transcurría la velada entre copas, risas y miradas cómplices. El tiempo transcurría deprisa, como si estuviera celoso del buen ambiente reinante en la sala y tuviera ganas de que volvieran a casa, a la cruda realidad de sus vidas. La joven miró su reloj de pulsera. No quería que las agujas caminaran por el sendero infinito de los minutos y las horas, mas si hay algo incontrolable es el paso de un instante a otro. Probablemente su marido ya la estuviera esperando, así que llegó el momento de despedirse de esos ojos negros que le habían removido tantas cosas y que, probablemente, nunca volvería a ver. Aquel pensamiento provocó una extraña sensación de pesar que no lograba comprender. «¿Cómo era posible?», se preguntó. ¿Cómo podía haber conseguido tanto de ella por tan poco? En ese instante su bolso de mano imitación Gucci comenzó a vibrar, una luz parpadeante destellaba en el interior, asomando por la cremallera entreabierta. No le hacía falta mirar la pantalla para saber quién era.
—Hola, cari...
Un silencio siguió a sus palabras. La voz de su marido surgió con tono de disculpa:
—Cielo, me va a resultar imposible llegar a cenar a casa, se ha complicado el trabajo y tengo que quedarme a revisar los equipos de nuevo.
La explicación no pareció convencer demasiado a la joven, que últimamente tenía sospechas acerca del extraño comportamiento de su marido y esos retrasos cada vez más habituales.
—¿Otra vez? Miguel, es la tercera vez en una semana. ¿No lo puede hacer otro? —El tono de reproche era evidente y los gestos desaprobatorios no pasaron desapercibidos para Lucas, que la seguía con la mirada adónde quiera que fuese—. Está bien. Entonces me quedaré con las chicas un poco más y volveré en taxi.
Mery colgó antes de tener tiempo su marido de excusarse de nuevo y darle más explicaciones.
—¿Va todo bien? —preguntó una de sus compañeras, que se había dado cuenta del cambio en su rostro.
—Miguel, otra vez.
—¿Otra vez? Mery, sabes que te quiero mucho y no me gustaría decirte esto, pero creo que tu marido te la está pegando.
Las palabras de su compañera resonaron en su cabeza como el tañido de las campanas de una vieja catedral y, aunque le gustaría gritarle que se metiera en sus asuntos, que no tenía ni puta idea de cómo era su matrimonio, sabía que llevaba razón. Miguel la engañaba y creía conocer con quién.
Algo se quebró en su interior, la confianza ciega de antaño se había roto en mil pedazos. Los temores de los meses previos a la boda por fin se hacían realidad. Miguel le ponía los cuernos con la secretaria del subdirector, y no era un hecho puntual, ya tenía sospechas incluso antes de casarse, pero su falta de agallas, el enorme miedo a empezar desde cero y la ilusión que provocaba todo el tema de la ceremonia en su familia, había hecho que su subconsciente envolviese la verdad de una gruesa capa de olvido.
—Noe, necesito una copa. Qué coño, dile al camarero que ponga una botella de Cuervo, y nada de naranja ni azúcar moreno.
Una lágrima amenazaba con correr su rímel recién retocado y sus ojos brillantes avisaban