El vástago de la muerte. Carlos Venegas

El vástago de la muerte - Carlos Venegas


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y que tapaban grandes superficies. No había rincón en la habitación ni en el suelo que no hubiera sido resguardado de cualquier cosa que lo pudiera manchar o ensuciar.

      Las paredes se habían convertido en grandes lienzos pintados con salpicaduras de sangre, como si de un cuadro de Pollock se tratara. Una gran balsa de plasma no demasiado fresca vestía el suelo como una alfombra improvisada. Dos cuerpos masculinos yacían con la espalda apoyada en sendas mesitas de noche, completamente desnudos y rasurados. Dispuso intencionadamente sus cabezas giradas hacia la cama a cada lado del lecho matrimonial. Ambos habían sido asesinados del mismo modo: seis disparos de bala formando una cruz invertida en el torso. Y sobre el colchón de la cama una mujer desnuda, amordazada con cinta americana y atadas las cuatro extremidades a las patas del somier, luchaba desesperadamente por escapar, intentando gritar en vano.

      Estaba extasiado ante el espectáculo. Volvió al salón y cogió de su bolsa un estuche de fino terciopelo negro anudado en el centro, parecido al que tienen los estilistas para guardar brochas, cuchillas y tijeras. Regresó al dormitorio y cubrió sus pies con calzas de hospital que había dejado en la entrada antes de irse a cumplir su misión. Desplegó el estuche entre las piernas forzosamente abiertas de la joven veinteañera. En su interior había un juego de herramientas de uso quirúrgico. Extrajo muy despacio aquellas que pensaba usar, apoyándolas suavemente sobre su sexo descubierto. Un escalofrío sobrevino al cuerpo de la joven y su vello se erizó al sentir el frío metal sobre su vagina sudorosa. Estaba empapada a causa del plástico impermeable, la falta de ventilación, el calor propio de agosto y los numerosos esfuerzos por intentar escapar.

      —Cariño, esta noche tú y yo nos vamos a divertir. Espero que no tengas planes.

      El tono divertido y sarcástico del que sería su asesino hizo que todas sus terminaciones nerviosas quedaran congeladas por el miedo. Estaba mirando de frente a la propia muerte.

      CAPÍTULO III

      El hostal no estaba demasiado lejos de la taberna. Durante el camino se habían besado en cada esquina, cada rincón oscuro, cada portal... Derrochaban pasión por todos los poros, liberando con ella las ataduras que, durante tantos años, les frustraron y llenaron de rabia. Solo deseaban arrancarse la ropa y devorarse piel sobre piel.

      Era un edificio típico de la zona cercana al Palacio de Oriente. Un hombre de mediana edad se encontraba detrás del mostrador del hall, bostezaba exageradamente y sus grandes ojeras revelaban las pocas ganas que tenía de estar en su puesto de trabajo en esos momentos. Les preguntó con desidia que era lo que querían, a pesar de que era más que evidente. Los viernes solían ser días complicados para conseguir una habitación, pero la suerte les sonreía, pues tenían dos libres: una doble con cama de matrimonio sin baño y una individual. La elección fue sencilla. El portero les facilitó una llave engarzada en un aparatoso llavero con el número al que pertenecía.

      Subieron las escaleras corriendo como dos adolescentes, ansiando fundirse y que todo aquel éxtasis estallase por fin. Cerraron la puerta mientras Lucas atraía hacia sí el cuerpo perfecto de Mery. Le sujetó el mentón con suavidad y comió de sus labios como un náufrago hambriento. Ella rodeó su cuello con fuerza y le devolvió lo que le pedía con creces. Sus lenguas inundaron las bocas, enredándose hasta confundirse.

      Con la torpeza que dan las prisas se quitaron los abrigos, los zapatos y comenzaron a desabrocharse el uno al otro las camisas. Ella le empujó sobre la cama, de colcha vieja y áspera. El olor a naftalina y cerrado estaba presente en todo: armarios, mesas de noche, toallas..., aquel lugar apestaba a rancio, mas ellos solo eran capaces de olerse el uno al otro.

      Mery introdujo la mano en su bragueta, quería sentir la erección, recordar lo que era capaz de provocar en un hombre y que, pese a su poco tiempo de casada, había olvidado por completo. Lucas curvó la espalda al sentir su mano tocándole, pues aquel gesto inesperado le cogió con la defensa baja, convirtiéndolo en arrebatadoramente sensual. Y todo sucedía sin dejar de besarse de forma indiscriminada.

      Por fin sacó la mano y lo desabrochó con la intención de dejarle solo en ropa interior. Realmente era un hombre atractivo. Sin depilar. Estaba tan cansada de ver a todos los hombres depilados que ese pequeño detalle aumentó más su satisfacción. Le excitaba muchísimo aquel desconocido con el que estaba compartiendo lecho y algo más.

      Lucas se sentó sobre la cama, invitando a Mery para que hiciera lo mismo, y rodeara con las piernas su cintura. Con una mano soltó el enganche del sostén, mientras con la otra jalaba sus cabellos que, desde hacía largo rato, habían dejado de estar pulcramente peinado. Besaba y mordisqueaba su cuello, sintiendo cómo provocaba que un escalofrío recorriera su final piel. Quería saborearla, absorber toda su esencia.

      Ella comenzó a mover sus caderas al sentir su miembro, aún cautivo por los slips, sobre su sexo, aunque él no parecía dispuesto a comenzar tan rápido. Cogiéndola fuerte de su cintura, la volteó para que quedara boca arriba sobre la cama, a su merced. Terminó de quitarle el pantalón y descendió lentamente sin separar sus labios de la piel hasta llegar a los pies. Introdujo uno a uno los pequeños dedos en la boca, masajeándolos con la lengua, sin prisa, recreándose. En toda su vida sexual nunca había conocido esa experiencia, fue tan impredecible para ella y tan exageradamente sensorial que sintió cómo su vagina se humedecía mucho más, aumentando el deseo de tenerle dentro. Pero él quería devorarla, jamás tuvo la necesidad de hacer algo así con su mujer, jamás se le había pasado por la cabeza, sin embargo, con ella… con ella todo era diferente; quería descubrir a qué sabía cada rincón de su cuerpo. Ascendió por la extremidad contraria a la utilizada en el descenso hasta llegar a la ingle y separó con los dedos las braguitas, dejando su ambrosía al descubierto. Se alimentó de ella con avidez, sintió su aroma a puro sexo y perdió la razón entre sus piernas. Un espasmo de placer hizo que el cuerpo de la mujer se contrajera, mientras agarraba con las manos su pelo intentando controlar toda aquella intensidad. Lucas introdujo sus brazos entre el níveo cuerpo y la cama, atrayéndola aún más hacia él, al tiempo que Mery agarraba con fuerza las sábanas mientras gemía de forma intensa.

      —Para ya, te quiero dentro —le pidió desesperada.

      Lucas le hizo caso y subió por el resto de su cuerpo, envolviendo con la lengua sus pechos hasta llegar de nuevo a los labios, a esa delicia de carne y fuego que le había vuelto completamente loco.

      Se quitó el bóxer, la penetró y comenzaron a bailar. El sudor salado se mezclaba con la fragancia de sus perfumes en la piel —es tan especial el aroma del sexo que resulta fácilmente reconocible; no hay nada que se parezca a él—. Lucas la embestía implacable mientras sus manos se entrelazaban. Mery cerraba los ojos con fuerza, concentrada en cada movimiento, en disfrutar de lo que durante tanto tiempo le negaron. No había lugar para pensar en otras personas, tampoco para remordimientos; lo que importa en el momento de la lucha es el ahora.

      No fue suficiente con una vez, repitieron en dos ocasiones más, sabedores de que, posiblemente, no volverían a verse nunca. Y ese pensamiento llevo una lágrima al rostro de la mujer, que no deseaba estar en otro lugar que en los brazos de aquel hombre sin nombre que la había liberado de su yugo.

      —Odio hacerlo, pero tengo que irme.

      La voz grave de Lucas resonó en la estancia, rompiendo la calma que sigue a la tempestad. No hubo respuesta verbal, pero sintió cómo Mery le abrazaba, intentando con todas sus fuerzas que no se fuese nunca de su lado. Deseaba más que nada en el mundo que el tiempo se detuviera; deseaba que aquella sensación de paz absoluta no se fuera jamás de su cuerpo y su mente.

      —Lo sé —se atrevió a pronunciar—, pero no quiero. No quiero volver al mundo real.

      Un beso en la frente, tierno y paternal, fue la respuesta a tanta dulzura, y lo último que le daría Lucas en ese lecho en el que compartieron tanto —mucho más de lo que esperaban y jamás habían soñado—. Se incorporó y comenzó a vestirse en silencio. No quería mirarla por miedo a volverse aún más loco y dejarlo todo por ella. Se levantó y, con una sensación de enorme pesar, se fue.

      Las lágrimas corrieron imparables por las mejillas de la joven, hasta volcar sobre


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