El vástago de la muerte. Carlos Venegas

El vástago de la muerte - Carlos Venegas


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e intentar ordenar sus ideas.

      Eran las cuatro y media de la madrugada. Le encantaba caminar a esas horas, sin un alma por la calle. No era una zona de garitos ni de discotecas, por lo que la tranquilidad era total. Apenas había coches circulando sobre el asfalto y salvo una o dos ventanas iluminadas en los edificios el resto estaban a oscuras, señal de que la ciudad dormía plácidamente, ajena a los acontecimientos.

      Pensaba en aquella pobre mujer, y se acordó de la suya y de su pequeño. ¿Cómo estarían?, ¿se encontrarían bien? No pudo evitar sacar el teléfono y marcar el número de su casa. La voz de su mujer sonó alterada:

      —Nene, ¿ha pasado algo? ¿Estás bien?

      —Tranquila, cariño, todo está bien, solo quería decirte todo lo que te quiero. Y Marquitos, ¿te ha dado mucho la lata? —Su familia sacaba su lado más tierno y protector, solo pensar que les podía pasar algo y se estremecía, no podía soportarlo.

      —¿Seguro que estás bien, José?, ¿no habrás bebido?

      Una carcajada sincera le sobrevino como un soplo de aire fresco.

      —No, tranquila, vuelve a dormir. Te quiero, pequeña.

      —Aaanda, yo también te quiero, pero no me vuelvas a dar estos sustos en tu vida.

      Con estas palabras terminó la llamada. Sin pretenderlo, su esposa había conseguido darle una inyección de energía y determinación. Un impulso para resolver ese caso por la vía rápida.

      Después de colgar volvió a comisaría. Bajó a los vestuarios, cogió su ropa de civil y se pegó una ducha helada. Cuando salió era un hombre nuevo, se vistió y preparó para la batalla. En un par de horas haría trabajo de campo y aquello siempre le motivaba.

      No imaginaba que empezaría antes.

      CAPÍTULO IV

      El agente dejó a Mery en el portal de su casa. Esperó a que abriera la puerta que daba acceso al edificio y se fue. Se encontraba mucho más tranquila que en comisaría. Estaba agotada, aunque no creía que pudiera dormir. Cogió el ascensor hasta la cuarta planta. Los bloques de esa zona tenían las viviendas separadas en dos partes diferenciadas, quedando el ascensor y la escalera entre medias. La joven viuda giró a la derecha, accedió al ala oeste y caminó por el pasillo hasta llegar al número 3. Una sensación de pánico se apoderó de ella cuando vio que la puerta de su piso estaba ligeramente entornada. Alguien había entrado o estaba dentro. Solo hacía unos minutos que el agente la había dejado allí, probablemente no estaría demasiado lejos como para volver. Sacó la tarjeta que le había dado el comisario del monedero que tenía en el bolso y marcó su número de teléfono. No tardó en responder.

      —Comisario Álvarez.

      —Señor comisario, soy Mery... María José Sagasta. Dios, creo que alguien ha entrado en mi casa. —Estaba muy nerviosa y con la extraña sensación de que ese se estaba convirtiendo en su estado habitual.

      —Tranquilícese, señora Sagasta, el agente López acaba de indicarnos que aún no ha salido a la autovía. Le daré orden de que vuelva. Baje a la calle, ahí no está segura.

      Mery hizo lo que le ordenaba y bajó al portal a la espera del policía. Pocos minutos más tarde unas luces azules que parpadeaban en la lejanía se acercaban a gran velocidad. El Citroën C4 frenó en seco y el agente bajó con prisa. Echó su mano al arma y desenfundó.

      —Señora, no se mueva de aquí.

      Entró en el portal y subió las escaleras a grandes zancadas hasta llegar al cuarto piso. Respiró hondo, encendió una linterna y agarró con firmeza su pistola reglamentaria. Pegado a la pared y dando pasos laterales sin dejar de mirar la entrada al domicilio, se fue adentrando en el corredor.

      Ya frente a la puerta abrió muy despacio, evitando hacer cualquier tipo de ruido y apuntando en todas direcciones. No se escuchaba nada. La entrada daba directamente a la cocina, cuya puerta acristalada permitía ver el interior sin necesidad de pasar. No había nadie dentro. Otra puerta daba acceso al salón comedor, pero esta estaba cerrada. El policía giró lentamente el pomo y entró silenciosamente, con el arma siempre a punto. Cuando pudo ver el escenario al completo se dio cuenta de que ya no había nadie allí. Cogió el walkie talkie y, tras apretar el botón, notificó a su superior.

      Media hora más tarde llegó el coche del comisario junto a otro vehículo de la policía nacional con dos integrantes de la científica y dos motos que tenían órdenes de cortar la calle y regular el tráfico. Mery y el guardia estaban esperando pacientemente: ella sentada en las escaleras; él expectante y ansioso por ofrecer la información con todo detalle.

      —López, informe —ordenó el comisario

      —Han entrado durante el día y registrado todo el piso. No se han andado con tonterías y han buscado a conciencia. He hablado con algunos vecinos y, a pesar de escuchar mucho ruido a primera hora de la tarde, no le dieron mayor importancia. Pensaron que podían estar cambiando el mobiliario o empezando una obra.

      —En cualquier caso, ¿ha asegurado el piso? —cuestionó nuevamente.

      —Sí, señor, está todo en orden —respondió firme el agente López.

      —Buen trabajo.

      El jefe de la Comisaría de Distrito Centro ya no vestía como la última vez que lo vio Mery. Iba ataviado mucho más informal: camisa blanca remangada a la altura del codo, jeans desgastados y ajustados con un cinturón denim con la hebilla cromada y zapatos de vestir.

      Subió al piso acompañado de los tres agentes y de la propietaria. López había precintado la entrada con cinta policial hasta que llegara su superior. Tanto los policías como Mery se enfundaron guantes de látex para no contaminar nada del escenario. El aspecto que presentaba la casa era completamente desolador. Todos los muebles habían sido volcados y los libros, figuras, fotografías y demás elementos decorativos estaban rociados por el suelo. El comisario indicó a la chica que observara bien todo por si podía faltar algo que le llamara la atención.

      Desde el primer momento, Álvarez se dio cuenta de que aquello no había sido un robo, allí había estado alguien buscando algo en concreto y el destrozo era una forma de desviar la atención. La joven propietaria no daba crédito a lo que estaba viendo, cuando pensaba que nada podía ir peor, pasaba algo que empeoraba la situación con creces. ¿Qué es lo que buscaban?, porque no era dinero, los elementos de valor permanecían intactos... Estaba claro que no habían entrado en su casa para robar. ¿Por qué habían asesinado a Miguel y ahora estaba toda su casa destrozada? No era policía, ni le hacía falta serlo para darse cuenta de que su marido había hecho algo a sus espaldas, algo que había desencadenado todo aquello, y no era una infidelidad. Pero lo más increíble era que, a pesar de todo lo que le estaba pasando, el mayor de sus anhelos era que aquel hombre que conoció en la taberna irlandesa estuviera con ella, apoyándola y protegiéndola. Era inconcebible, no podía creer que estuviera pensando en un tío al que acababa de conocer ante una situación semejante, pero su subconsciente mandaba sobre ella.

      —Señora Sagasta, ¿ve algo que le resulte fuera de lo normal? —preguntó el oficial.

      —¿Me lo está preguntando en serio? Todo se sale de lo normal.

      —Usted ya me entiende…

      —No se han llevado objetos de valor —explicó Mery.

      —Busque algo…, cualquier cosa que le resulte peculiar.

      Mientras charlaban, la científica espolvoreaba toda la casa buscando huellas, ayudados por halógenos de luz negra.

      Se desplazaron a la habitación de estudio, donde se podía observar un equipo de música, una torre de cedés sin cedés —se los habían llevado todos—, un televisor colgado en una de las paredes, dos sillones individuales y una pequeña mesa baja. Al igual que en el salón, habían tirado todo para disimular el verdadero objetivo del allanamiento. Los libros de las estanterías poblaban el suelo. Un teclado y un monitor


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