El vástago de la muerte. Carlos Venegas
Sagasta, siento muchísimo la muerte de su marido—. Su voz ahora, al contrario que por teléfono, era mucho más cercana y sensible al dolor que estaba presenciando.
—¿Pero... có... cómo? —Hablar le resultaba una ardua tarea; por cada palabra que intentaba articular, un nudo atenazaba sus cuerdas vocales, provocando sílabas inconexas.
—¿Quiere una tila? Parece muy nerviosa y le vendría bien. —Realmente estaba preocupado, en el estado en el que se encontraba aquella mujer, y con semejantes noticias, podía sufrir otro ataque de ansiedad.
—Lo que quiero es que me diga de una vez qué demonios ha pasado con mi marido. —El tono fue subiendo hasta casi elevarse a la categoría de grito. Algo que le sorprendió incluso a ella, que no parecía entender cómo habían podido salir esas palabras de su cuerpo con tanta fuerza.
—Está bien. —El comisario respiró hondo y comenzó a detallar—. Su marido ha sido encontrado en el Hostal Ecuador, de la Ronda de Toledo. Ha aparecido junto a una mujer, con la que estaba practicando sexo, con un disparo en la cabeza. Ella también ha sido asesinada.
Mery dejó de llorar y su gesto pasó de la incredulidad al asombro. Demasiada información para digerirla de golpe. ¿Cómo era posible que la noche hubiera terminado así? Aún le costaba creerlo. Quizá se hubieran equivocado.
Al ver la reacción de la mujer, el oficial decidió no darle muchos más detalles y proceder al reconocimiento del cadáver. Le pidió que le acompañara hasta el Instituto Anatómico Forense donde se encontraba el cuerpo de su marido esperando para ser reconocido y que el juez instructor ordenara la autopsia. Cogieron un coche patrulla estacionado en la puerta de la comisaría. Accionaron los sistemas acústicos y luminosos de la sirena y volaron hacia la Ciudad Universitaria.
Situado al lado de la Facultad de Medicina, en la calle Dr. Severo Ochoa, el Instituto Anatómico Forense se trataba de un edificio de grandes dimensiones, sin alardes arquitectónicos, tan funcional como cualquier hospital y de fachada tan fría como las cámaras del interior. Dos escaleras flanqueaban la entrada principal de puertas enrejadas de hierro. Encima un gran cartel blanco con franja roja, típico en los edificios pertenecientes a la Comunidad de Madrid, señalaba que se encontraban en el lugar indicado.
Cruzaron el umbral, bajaron unas escaleras y caminaron por un extenso corredor lleno de puertas a ambos lados. Sus pasos fueron descendiendo la velocidad hasta parar frente a un portón de seguridad de color azulado con un ojo de buey por el que se podía ver el interior. Una mesa metálica de ruedas se encontraba debajo de una serie de habitáculos parecidos a grandes taquillones. Un engranaje hidráulico permitía aumentar y disminuir su altura. Sobre ella, había una gran bolsa negra con una cremallera que la cruzaba a todo lo largo. Era del tamaño de un hombre. Mery no tuvo que pensar demasiado para comprender que bajo aquella crisálida de plástico se encontraba el cuerpo de su marido.
Después de golpear dos veces con los nudillos sobre el portón, un hombre de pelo cano, gafas de pasta, nariz gruesa y prominentes entradas, se asomó por el cristal. Era un antiguo auxiliar de guardia que estaba preparando el escenario, a la espera de la llegada del funcionario y la persona encargada de identificar el cadáver.
Abrió la puerta y les invitó a entrar. La sala era muy fría y con un fuerte olor a linimento u otro producto de aroma parecido.
—Puede proceder —autorizó el comisario.
El hombre con bata blanca se acercó al cuerpo y abrió la cremallera dos palmos. Una nariz asomaba ligeramente. Mery no quería ver aquello, pero tenía que hacerlo. Álvarez la empujó con suavidad para que se acercara y comprobase quién había en el interior. Solo necesitó dos pequeños pasos para ver el rostro pálido de su marido con un agujero de bala en la cabeza. Apenas duró un segundo, pero las náuseas se hicieron presentes, al igual que un llanto amargo. No pudo soportarlo y se refugió en el hombro del jefe de Policía, que la abrazó con cariño.
—Muchas gracias.
Con esas palabras ordenó al auxiliar que cerrara la bolsa. La joven se abrazó con fuerza al oficial, que le acarició el pelo para tranquilizarla y, entre sollozos, pudo escuchar cómo decía:
—Es mi marido.
Ya en la puerta, la joven recibió del comisario una tarjeta con su número de teléfono, insistiendo en que lo llamara para cualquier cosa que necesitara o que pudiera servir en la investigación. Era demasiado tarde como para dejar que se fuera a su casa sola y en aquel estado. Solicitó a uno de los agentes que había escoltado la ambulancia en el traslado de los cuerpos que acompañara a la señora. Su compañero debía permanecer allí completando algunos trámites burocráticos. Con un leve gesto de cabeza acató la orden y pidió a Mery que lo acompañara hacia el vehículo, invitándola a entrar en el asiento de atrás.
Álvarez los siguió con la mirada hasta que desaparecieron de su alcance. Entró en el coche patrulla en el que llegó y volvió a comisaría. En muy poco tiempo se encontraba de nuevo a las puertas de su puesto de trabajo. Cogió su móvil e hizo una llamada.
—Señor, el cadáver ya ha sido reconocido. Algo en este caso no me gusta un pelo. Solo una mujer vio salir a un hombre con pasamontañas y un arma, pero no nos ha facilitado mucha información. Sí... tengo a mis dos mejores hombres trabajando en el caso. De acuerdo... A sus órdenes.
Después de colgar y guardar el Iphone 4, se preguntó por qué el capitán mostraba tanto interés en un caso como ese.
Nuevamente avanzó por los pasillos de la comisaría hasta acceder a otro de los despachos. En la sala dos agentes de paisano observaban un panel con fotografías sacadas de la escena del crimen.
—Comisario —saludaron al unísono.
—¿Qué tenemos?
—El señor Larraz trabajaba como jefe de mantenimiento informático del Ministerio de Defensa. Con siete años de antigüedad, había ascendido en dos ocasiones, hasta hacerse cargo del equipo que llevaba el mantenimiento global del edificio. Debido a las horas que son no hemos podido empezar con los interrogatorios, así que mañana a primera hora saldremos para hablar con familiares y allegados —dijo el inspector Suárez, tomando la iniciativa.
—No podemos descartar nada, pero no da la sensación de que sea un crimen pasional. Según la autopsia, el disparo que acabó con la vida de la amante, fue realizado a muy corta distancia, por lo que el asesino fue lo suficientemente sigiloso como para que no se percataran de su presencia mientras estaban follando —continuó el inspector Valcárcel.
—Valcárcel, cuida tu vocabulario, no olvides que hablas con un superior.
El comisario intentaba mantener siempre las distancias de su rango, algo harto complicado siendo los tres de la misma quinta y habiendo compartido tantas noches de guardia juntos, mas ambos agentes comprendían los motivos que le llevaban a aquel cambio de actitud, y como amigos y compañeros lo aceptaban de buen grado.
—Lo siento señor —respondió con cierta sorna, que no pasó desapercibida.
»Por su parte, el disparo al señor Larraz no fue una casualidad, el asesino apuntó ahí. Una persona poco habituada a manejar armas de fuego no habría realizado un disparo semejante. Además, la forma que usó para escapar, lanzándose en tirolina desde una azotea, solo está al alcance de las fuerzas especiales. Soltó el cable tras aterrizar en el lugar de destino y desmontó el mecanismo para que no tuviéramos posibilidad de localizar el edificio donde fue a parar. Lo que está claro es que alguien ordenó el asesinato de ambos. La pregunta es: ¿por qué? —concluyó Valcárcel.
—¿Qué se sabe de la morena? —volvió a preguntar el comisario.
—Poca cosa. Cristina Morán, veinticuatro años, secretaria de Pedro Sebastián, subdirector y mano derecha del ministro. Casada, sin hijos. Su marido Roberto Núñez es un empresario de éxito. Residen en Rivas Vaciamadrid. Poco más por el momento, mañana investigaremos su entorno a ver qué podemos sacar.
—Está bien, podéis dormir un poco, en tres horas os quiero al pie del cañón.