El vástago de la muerte. Carlos Venegas

El vástago de la muerte - Carlos Venegas


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preocupación de Noelia era evidente, pero sus dos compañeras apenas se habían percatado de la situación y continuaban charlando y riendo.

      —Pues iré yo —masculló entre dientes mientras se acercaba a la barra—. ¡Camarero, una botella de tequila Cuervo!

      —¿Cuantos vasos quieres? —preguntó el camarero, mientras iba colocando toda la parafernalia que solía acompañar a un chupito de tequila añejo.

      —Uno —respondió Mery con voz cortante, ante la sorpresa del barman.

      —¿Uno?

      —¡Mierda, tío!, ¿es que eres sordo?

      Lucas había dejado de prestar atención completamente a la conversación del grupo para poner todos los sentidos en la escena que estaba presenciando. Daría lo que fuera por saber qué había pasado para que tuviera aquel cambio tan repentino. ¿Por qué había pedido una botella de tequila para ella sola? Lo que era seguro es que algo no iba bien en la vida de aquel maravilloso ser.

      Sintió la necesidad entonces de llamar a su mujer.

      —Chicos, disculpad, tengo que hacer una llamada —comentó despreocupado.

      —Descuida, que de aquí no nos movemos. Acabamos de pedir otra ronda —contestó López, el jefe de equipo del grupo de ventas, entre carcajadas.

      Apresurado salió del local, sacó su Samsung Galaxy y buscó el contacto de su esposa. Después de dos tonos, una voz algo chillona preguntó:

      —Lucas, ¿dónde andas, vas a tardar mucho?

      —Cariño, han renovado a uno de los chicos y quiere invitarnos a una copa. Es probable que me retrase, así que no me esperes levantada —explicó con naturalidad.

      —¿Y la cena?

      —No te preocupes Marta, métela en la nevera; ya me la comeré cuando llegue, o mañana, descuida.

      La conversación no se alargó mucho más. Ten cuidado, no te preocupes, no bebas... Lo típico en estas situaciones.

      Cuando regresó, la chica no se había movido del sitio donde la vio por última vez, y al ritmo que bebía, la noticia recibida tenía que haber sido francamente mala.

      Las horas pasaron y todos los acompañantes comenzaron a marcharse. Mery había terminado ya con una tercera parte de la botella y no tenía mucha pinta de que fuera a detenerse. Noelia se acercó a la barra. Las otras dos chicas se habían ido ya y ella tenía que regresar a casa, no podía esperar más. Sus padres eran mayores y necesitaban que al día siguiente hiciera muchas de las tareas domésticas para ellos.

      —Mery, deberíamos irnos ya; has bebido demasiado. —Utilizó todo el tacto que pudo, pero no obtuvo el resultado que esperaba.

      —Mmm... no. Pienso terminármela. —Aún sabía lo que decía, todavía su voz no había sido tomada por el alcohol, aunque a ese ritmo pronto lo haría.

      —Venga, Mery, es tarde y tengo que irme. No puedo dejarte así.

      —¡Que no, coño! ¿Cómo cojones tengo que decirte que pienso terminarme la botella?

      El grito provocó que todas las personas que había a su alrededor se girarán para mirar la escena. Noelia no se esperaba aquello y montó en cólera. No estaba dispuesta a que nadie le hablara así, ni siquiera una buena amiga.

      —Mira guapa, que te den. ¿Sabes?, ahí te quedas, yo me piro.

      Mery no volvió la cabeza siquiera para ver cómo su amiga se marchaba, desapareciendo entre la gente. Se centró en llenar el siguiente chupito.

      Lucas, por su parte, salió del local con sus compañeros, a pesar de no tener ninguna intención de volver a casa. Necesitaba saber más de aquella mujer y de por qué estaba así. Probablemente era la idea más estúpida que se le había ocurrido nunca, pero había algo dentro de él que tiraba de su voluntad. Se dejó adrede la chaqueta en el asiento y, haciéndose el descuidado, dijo a sus camaradas que se fueran yendo, pues tenía que volver a por ella. Los comerciales entraron en sus respectivos coches y se encaminaron hacia la M30. Por fin estaba solo, por fin sabría quién era esa chica y por qué le desestabilizaba de aquella manera.

      Cruzó el umbral de la entrada de regreso al interior, recogió su chaqueta y, sin más dilación, se dirigió con paso firme hacia donde se encontraba Mery, mientras contemplaba cómo la joven miraba con tristeza un nuevo trago, lleno hasta el borde. A medida que se aproximaba un cosquilleo de nervios surgió para atenazarle el estómago. Tal era la necesidad que sentía por saber quién era esa persona, que ni los estímulos del miedo pudieron detenerle.

      La mujer por otro lado, ajena a todo lo que acontecía a su alrededor, observaba el mundo a través del vaso corto. Siendo en ese preciso instante, cuando sintió como una mano se apoyaba sobre su hombro, provocando que diera un respingo y se girara a la velocidad del rayo. Cuál fue su asombro al encontrarse con aquellos ojos penetrantes, que el chupito que asía se deslizó entre sus dedos, facilitando que la gravedad hiciera su trabajo, cayendo sin tropezar con nada hasta hacerse añicos en el suelo. Su corazón pasó de cero a cien en un segundo y todos los pensamientos negativos que le llevaron a esa situación desaparecieron.

      Mery, ya repuesta del impacto inicial y ayudada por el alcohol —que hacía que su espíritu levitara por terrenos etéreos—, quedó hipnotizada por aquella mirada que no se separaba de la suya. Todo desapareció a su alrededor, dejó de escuchar el ruido de la sala y el tiempo se detuvo. ¿Por qué tenía ese efecto sobre ella si no le conocía de nada?, se preguntaba. Entonces vio cómo sus labios comenzaban a separarse para hablar y, en un acto reflejo, llevó el dedo índice de su mano derecha a posarse sobre ellos para impedir que nada enturbiara aquel momento mágico, ni siquiera el sonido de su voz.

      Probablemente el tequila tuviera mucho que ver en su comportamiento. Ella no era así, fue ese ir y venir de sentimientos nuevos —intensos unos, amargos otros—, combinados con el elixir cobrizo y fuerte que invadía todo su cuerpo, los que tomaron las riendas de su vida.

      Lucas cerró los ojos al sentir la calidez del tacto de esa mano que le impidió decir palabra. Una oleada de alivio y tranquilidad se apoderó de él. Ciertamente se alegró de que lo hiciese, pues no se imaginaba lo que hubiera podido salir por su boca en aquel instante. Probablemente la hubiese cagado. Pero con solo un gesto, con ese aroma a perfume rociado muchas horas antes mezclado con el olor de su piel, consiguió transportarle hasta el punto de cerrar los ojos para absorberlo todo. Su delicadeza y fragancia quedarían en su memoria para siempre, pasara lo que pasara aquella noche.

      Cuando los abrió de nuevo observó cómo la mirada de aquella mujer había cambiado y, lo que antes fue sorpresa, se había convertido en deseo intenso y puro. Lucas notó cómo le cogió la mano, la entrelazó con la suya y lo arrastró de aquel lugar.

      Se habían vuelto locos y no se arrepentían de ello.

      CAPÍTULO II

      Clic. El sonido de la Beretta al ser amartillada hizo eco en el silencio de la noche. No hay nada más hermoso para un ser que ha vendido su alma al diablo que sentir el poder de tener la vida de un ser humano en sus manos.

      Le gustaba estar a oscuras antes de comenzar un trabajo, le ayudaba a concentrarse, a focalizar su mente hacia el objetivo. Sentado sobre la cama de la habitación, sin más ropa que unos slips negros, esperaba con calma el comienzo del ritual. No era un hombre de gran tamaño, más bien todo lo contrario. La silueta que se dibujaba tras la claridad de la ventana mostraba una complexión delgada, aunque fibrosa. En algunos puntos del pecho y el hombro derecho se podían apreciar cicatrices provocadas por heridas de bala de sus años de servicio en Afganistán. Medallas al valor, las llamaba.

      Respiró hondo y encendió dos velas que iluminaron una estancia austera, sin más muebles que una cama individual vestida con sábanas blancas. El crepitar de las llamas hacía bailar las sombras proyectadas e incendiar los colores de amarillo anaranjado. En el suelo estaban dispuestos de forma meticulosa


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