El vástago de la muerte. Carlos Venegas

El vástago de la muerte - Carlos Venegas


Скачать книгу
encima y solo quería recordar lo que ese hombre le había hecho sentir.

      No hubo oportunidad de disfrutar de ese sentimiento en soledad, su teléfono comenzó a sonar en el interior del bolso con intensidad progresiva. Una oleada de pánico empezó a apoderarse de la joven, que se secaba rápidamente las lágrimas y respiraba hondo, intentando controlar que no se quebrara el sonido de su voz.

      —¿Sí?

      —¿María José Sagasta? —surgió la voz de un desconocido.

      —Sí, soy yo —contestó, aún atenazada por la angustia.

      —Soy el comisario José Luis Álvarez. Siento llamarla a estas horas, pero ha sucedido algo… —La voz que escuchaba era hermética, sin modulaciones en el tono; apenas demostraba emoción—. Sería recomendable que se sentara.

      —¿Qué está diciendo? ¿Qué es lo que ha pasado?

      Mery empezó a ponerse muy nerviosa, estaban saltando todas las alarmas de su instinto.

      —Siento comunicarle que hemos hallado el cuerpo sin vida de su marido. Necesitamos que venga a comisaría.

      De repente cayeron cincuenta años sobre su alma. Pero… ¿qué había pasado? ¡Por el amor de Dios, estaba hablando de su marido!

      —¿Có... cómo? —Mery no salía de su asombro—. No... no... no puede ser, acabo... he hablado con él esta noche.

      —Lamentándolo mucho, es necesario que venga. Comisaría del Distrito Centro, en la calle Leganitos, 19. No tarde.

      —De acuerdo.

      Finalizó la conversación sin tener ni idea de cómo podía haberse convertido su vida en un huracán semejante. La conmoción bloqueó todos los músculos de su cuerpo, se quedó su mirada perdida y olvidado por completo su desnudez.

      Tardó varios minutos, pero finalmente volvió en sí. Comenzó a vestirse, apenas consciente de sus movimientos. Era como si flotara. Tardó tres veces más de lo habitual, pero consiguió estar lista y salir de la habitación donde momentos antes de aquel apocalipsis le habían hecho tan feliz. Bajó las escaleras, pidió al portero que le solicitara un taxi y salió a la puerta a esperar. Con manos temblorosas sacó un paquete de Winston de su bolso, se llevó un cigarrillo a la boca y después de cuatro intentos consiguió encender el mechero y prenderlo. Fumaba de forma compulsiva, intentando ordenar sus ideas: ¿qué había pasado?, ¿cómo había pasado?, ¿cómo se lo diría a su familia? Deseaba tanto volver a estar entre los brazos de aquel hombre, donde se sentía tan ajena al mundo, tan protegida de todo…

      El taxi tardó diez minutos en llegar. El conductor, parco en palabras, solicitó que le indicara la dirección de la carrera y partió veloz a su destino. El peor destino que podía desear.

      La comisaría se encontraba situada en el bajo de uno de los edificios de la calle Leganitos. Se diferenciaba del resto del bloque por la piedra que revestía esa parte de la fachada, en lugar del ladrillo visto en los pisos superiores. Podría pasar totalmente desapercibida si no fuera por la bandera de España que ondeaba adherida a la pared. También por el señalizador sobre la jamba de la puerta que anunciaba que se encontraban ante un local policial. La entrada estaba flanqueada constantemente por un par de agentes que no podían contener el aburrimiento y el terrible calor con largos bostezos.

      El conductor la dejó delante de la puerta de acceso, no había cruzado palabra con su cliente y, para ser sincero, tampoco le importaba demasiado. Mery había llorado mucho durante el trayecto. El maquillaje desapareció por completo, dándole un aspecto mucho más dramático a su rostro. Tenía la sensación de haber perdido todas las fuerzas, tanto fue así que, al bajar del vehículo, después de abonar la carrera al taxista, le fallaron las rodillas y su cuerpo comenzó a caer. Gracias a la ágil acción de uno de los agentes, que se había detenido a observarla, no dio de bruces contra la acera. La cogió de un brazo con amabilidad y la introdujo dentro para acomodarla en uno de los asientos vacíos que sirven a los denunciantes para esperar a prestar declaración.

      —¿Se encuentra bien, señora? ¿Quiere un café? Ha podido tener una bajada de tensión.

      —No, gracias. —A duras penas las palabras eran capaces de salir de esos labios pálidos que, solo un par de horas antes, parecían llenos de vida y pasión—. Por favor, ¿el comisario Álvarez? Soy María José Sagasta, he venido a...

      No pudo terminar la frase ya que otro lamento ahogó sus palabras.

      —No se preocupe, señora Sagasta, iré a buscar al comisario para indicarle que se encuentra usted aquí.

      Con paso ligero el policía se dirigió al despacho del oficial. Después de llamar dos veces a la puerta con los nudillos, esperó paciente una respuesta del interior.

      —Adelante. —Escuchó por fin.

      No era muy normal que se encontrara en su puesto de trabajo a aquellas horas, pero la noche estaba siendo movida y al comisario no le gustaba dejar para el día siguiente lo que podía hacer en ese momento con las pruebas frescas.

      El agente abrió un poco la puerta y, sin pasar, asomó la cabeza para indicar a su superior que la señora Sagasta había llegado y que se encontraba en la entrada con un ataque de ansiedad.

      —De acuerdo. Ahora mismo salgo.

      No era un tipo al que le gustara hablar más de lo necesario, pero en el día a día era amable y cordial, carácter que se agriaba según el nivel de importancia del caso, y esa noche su carácter era especialmente seco.

      Mery vio cómo se encaminaba hacia ella un tipo vestido de uniforme con los distintivos propios de su rango: camisa azul con los emblemas de la policía, bandera española, escudo, placa identificativa y rama del servicio, además de las insignias de laureles y dos estrellas que decoraban sus hombreras. El pantalón básico azul oscuro y unos zapatos negros impecablemente limpios ponían fin a la indumentaria oficial.

      A Mery le resultó sorprendentemente joven, no tendría mucho más de treinta años, aunque tampoco es que se fijara demasiado.

      —Señora Sagasta, soy el comisario Álvarez. Le rogaría que me acompañara a mi despacho, allí estará cómoda y podremos hablar más tranquilamente.

      La joven asintió y, ayudada por el agente, se levantó del asiento y se dirigió a la oficina. Avanzó siguiendo el camino que previamente había hecho el guardia, despacio, como una plañidera tras un cortejo fúnebre.

      La estancia era sorprendentemente acogedora: las paredes estaban pintadas de gris perla, el techo blanco salpicado de halógenos de luz cálida; una elegante mesa de nogal barnizada acogía un ordenador HP cuya pequeña torre era soportada detrás del monitor con unas escuadras de fábrica. Se podía ver también un portaplumas doble, un contenedor imantado para clips, una grapadora y varias carpetas bien ordenadas que se había asegurado de cerrar convenientemente antes de que entrara su visita. Una pequeña maceta con rosas del desierto —regalo de su mujer— daba el toque de color, aunque desentonaba bastante con el aspecto serio del lugar. Por último, poblaba la mesa un portafotos con una imagen familiar junto a su mujer y su hijo recién nacido. Un cómodo asiento de piel, de respaldo alto, negro, hacía más cómodas las largas horas de trabajo administrativo y, al otro lado, dos sillas también de piel sintética del mismo color, pero de respaldo bajo, sin reposabrazos y cuatro patas fijas color cromo, acolchadas y confortables, siempre dispuestas para todo aquel que llegara a compartir información o prestar algún alegato. Bajo los pies, el calor desprendido por la moqueta era disimulado por el frío que salía de la rejilla del aire acondicionado situada justo en el centro del techo de la estancia. A la espalda de la mesa, un mueble-librería, de la misma madera que el escritorio, repleto de carpetas, libros de leyes, documentos y material necesario para dar un buen servicio al ciudadano. Una palmera de interior vestía una de las esquinas y en la pared que daba a la fachada exterior y frente a la entrada, una ventana vertical y alargada invitaba a la claridad a entrar. Sin ninguna duda, era un lugar extrañamente acogedor.

      El comisario invitó a Mery a sentarse, ocupó su


Скачать книгу