El heroísmo épico en clave de mujer. Ana Luísa Amaral
la novela —heredera legítima, según él, de la épica— y la lírica —su antagonista tradicional (Pedrosa, 2005: 94).
A la hora de revisar posiciones críticas de quienes han debatido acerca de la crisis del discurso épico, Pedrosa trae a colación al escritor argentino Jorge Luis Borges, quien, a contracorriente de Sigmund Freud que “daba por muerta la épica desde la misma Antigüedad” o de Ramón Menéndez Pidal que circunscribía “la pervivencia de la épica a la literatura de ‘héroe’ (teatral, novelística, etc.) posterior”, defendió que “la épica era, sobre todo, un género cargado de futuro” y que “la novela moderna, por ende, era un simple epígono trivial de la gran tradición épica del pasado” (Borges, 2000 en Pedrosa, 2005). Más que de muerte de la épica, afirma rotundo Pedrosa, es oportuno hablar de un resurgimiento y una infiltración de sus ingredientes en proyecciones modernas y posmodermas, quizás en forma travestida e híbrida, siendo sus motivos y tópicos constantemente reciclados y resignificados. Recientemente, Saulo Neiva nos ha recordado la disyuntiva en la que se movía la épica en el siglo XX, oscilante entre el reconocimiento de la obsolescencia del género asociado a épocas pretéritas, supuestamente incompatible con el talante de la modernidad, y el anhelo de rehabilitarlo (Neiva, 2009: X).3 En su artículo titulado “Entre obsolescencia y rehabilitación”, Neiva rastreaba las opiniones polémicas de quienes habían discutido el agotamiento del género épico, desde Hegel a Alaster Fowler, pasando por Victor Hugo, Georges Lukács y Edgar Allan Poe, a la vez que reflexionaba sobre la revitalización del género épico en la época moderna y contemporánea. Sobre todo, me parece esencial que afirme muy oportunamente que la épica de nuestra época adolece claramente de una falta de visibilidad, más que de una desaparición efectiva.4
El proceso de transformación de la épica al que se refieren Pedrosa y Neiva implica a su vez cambios rotundos en gran parte de los caracteres épicos, especialmente en la figura del héroe. El Quijote, como primera novela moderna, enfatizaba ya un nuevo heroísmo desligado de la esfera mítica, más arraigado en la condición estrictamente humana del héroe, valiente y sufrido a la vez, todo lo contrario de lo que establecía la épica tradicional. Por su parte, los poemas extensos contemporáneos tanto como la novela y el teatro con visión épica, herederos en gran medida del héroe caballeresco del Quijote, suelen reafirmar el heroísmo de subalternidades vencidas y derrotadas, personajes perdedores que resisten ante las adversidades, pero, sobre todo, que reactivan posibilidades de supervivencia cotidiana. De esta forma, la reconfiguración de la epopeya bajo las condiciones de la modernidad y posmodernidad ha desembocado en la construcción de épicas inversas o antiépicas —cuyo culmen sería el relato de la bruja guanajuatense doña Natalia incluido en este volumen— en las que se exploran con libertad imágenes y tópicos reveladores de identidades cambiantes y visiones desencantadas del presente. Esto es, de lo que Zygmunt Bauman (2003) acuñó como la “modernidad líquida”, particularmente con relación a la exclusión social, al individualismo y la relatividad de valores. Es preciso subrayar, por lo demás, que el nuevo heroísmo de los relatos antiépicos sustentado ahora por “los de abajo” abarca también la participación femenina. A pesar de esa notable inversión, Carlos González Reigosa advierte —como lo recordaba Pedrosa— que la épica sigue siendo lo que era:
En un tiempo de antihéroes la propia épica se ha vuelto antiépica, pero con esta inversión o camuflaje no ha dejado de ser lo que era: sólo ha hecho adecuarse a los tiempos que corren. El Dr. Jekyll no ha dejado por ello de ser Mr. Hyde. Decir “la épica de la cotidianidad” es una contradicción en sus términos, pero hay contradicciones que ilustran la realidad y resultan definitorias. El antiépico Leopold Bloom del Ulises de Joyce es la otra cara del épico Ulises de Homero. El antihéroe es de algún modo, en su reiterativa y mediocre realidad, un héroe de la supervivencia (González Reigosa, 2001: 199-200).
La supuesta incompatibilidad
entre lo épico y lo femenino
No es nuestro objetivo examinar aquí el desfase entre los epitafios pronunciados sobre la tradición de la epopeya heroica (Pedrosa, 2005) y el creciente interés por la materia épica. Antes bien, nos parece oportuno cuestionar la relación entre épica y contemporaneidad, y, coextensiva de la primera, la supuesta incompatibilidad entre lo épico y lo femenino. Aunque el interés crítico por la épica es un fenómeno notorio y, además, de gran valor —particularmente con relación al desmoronamiento o supervivencia del género—, pocos estudios han abordado de modo específico los avatares de ese cambio, y menos aún la infiltración y metamorfosis de la materia épica en obras de ficción o en dramas desde la perspectiva —muy necesaria— de género. Ahora bien, y como hemos señalado en alguna ocasión (Mohssine, 2017), es posible sostener que, al poner un énfasis especial en las mujeres como símbolos de resistencia y en su papel de transmisoras de versiones alternativas de la memoria, las escritoras, poetas y dramaturgas tejen dentro del género épico una red de significaciones nuevas. A grandes trazos, esta nueva perspectiva reivindica el potencial épico de heroínas anónimas como Jesusa Palancares (heroína de Hasta no verte Jesús mío), o María la bailaora espadachina (personaje de La otra mano de Lepanto) cuya osadía resultó, como ella misma reconoce, vana e inútil: “A mí, que fui una valiente, que fui guerrera en buena lid, me pagan con nada: con sueldos de hambre que muy de vez en cuando arriban” (Boullosa, 2005: 406). Lo cierto es que al dignificar la capacidad de resistencia de “heroínas y héroes al revés”, para decirlo en palabras de Ernesto Sabato, las autoras buscan resignificar y articular la idea de heroicidad con héroes/heroínas en errancia que marchan encadenados en una sociedad moderna en crisis que se resiste a salir de su desconcierto, en cuanto que equivalen a encarnaciones contemporáneas de los míticos Sísifo, Asterión o Tántalo. Aunque cada una ofrece en su propuesta estética una manera propia de atender, travestir y transformar la épica, se puede afirmar que las autoras abogan por una escritura descentrada y desterritorializada, destacando la potencia del lenguaje despojado de ropajes convencionales para enfocar tanto la identidad como la alteridad y la doxa.
Las escrituras contemporáneas —ficcionales, dramatúrgicas y en verso— que cultivan las vetas de lo épico fusionan rasgos prosaicos y caracteres épicos paradigmáticos para fundar una nueva épica híbrida, donde el heroísmo aparece supeditado a actos cotidianos y a pequeñas batallas por la supervivencia. Y, en contraste con el canto épico tradicional, apuestan ya no por la memoria histórica colectiva sino por la memoria individual y por historias de vida alternativas donde se enfatizan los miedos y las miserias, la soledad y los fracasos, sin victimizar por tanto a sus protagonistas.
Un ejemplo significativo en el ámbito de la poesía nos lo brinda la excelente antología de Jorge Esquinca País de sombra y fuego (2010), que lleva, en los veintiséis poemas publicados sobre la patria, siete escritos por mujeres. Desde la recreación e interpretación de la epicidad hasta la negación explícita del componente épico —aunque siempre en diálogo con el canon épico—, las poetas mexicanas hacen visible el nuevo rostro de la patria asolado por la violencia y el asesinato como efectos del enfrentamiento del gobierno con el crimen organizado. En los campos narrativo y teatral, las escritoras dignifican pequeñas acciones cotidianas que son tan importantes como la propia voz de mujeres indómitas en guerra contra la autoridad patriarcal y la violencia política de la historia. Al fin, y recurriendo a Jean François Lyotard (1987), sus textos cuentan la epopeya de un país no-épico, es decir, un relato con pretensiones de epopeya doméstica cuyo desafío más profundo es el de potenciar la circulación y la resonancia de historias alternativas.
Nada hay más lejano de la epicidad y del ideal heroico que las heroínas andrajosas de Ana García Bergua, sobrevivientes de la tragedia de Clipperton. Sin embargo, a través de ellas, la escritora asume, sin ambages, la idea de un heroísmo pequeño y cotidiano y se burla, cruel, de los héroes consagrados que la retórica hueca del discurso posrevolucionario exalta como forma de atenuación de las convulsiones políticas y sociales. Y qué decir de la paradigmática Josefina Bórquez que la magnífica pluma de Elena Poniatowska ha dignificado y ha hecho eterna por su capacidad de indignación ante el cinismo —cuando no la corrupción y las mentiras— del Estado mexicano. Eco de la ancestral Casandra afanada en su palabra, Jesusa Palancares es la voz que se pronuncia contra