El heroísmo épico en clave de mujer. Ana Luísa Amaral

El heroísmo épico en clave de mujer - Ana Luísa Amaral


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la Jesusa y repasar una a una todas sus imágenes, pude decirme en voz baja: “Yo sí pertenezco”.

      Durante meses concilié el sueño pensando en la Jesusa; bastaba una sola de sus frases, apenas presentida, para quedarme en blanco. Y veía dentro de mí, como cuando de niña, una vez acostada, oía la noche que crecía. “Sé que crezco porque oigo que mis huesos truenan imperceptiblemente.” Mi madre reía. Crecer para mí era de vida o muerte. Mi abuela reía. Ahora, ya crecida, la Jesusa reía dentro de mí; a veces con sorna, a veces me dolía. Siempre, siempre me hizo sentir más viva.

      Entre Jesusa y yo, poco a poco nació el cariño prudente, temeroso. Llegaba yo con mi costal de quejumbres de bestezuela mimada y ella me echaba la viga: “Hombre, ¿de qué se apura? Tanto cargador que anda por allí”.

      Minimizar el problema más viejo del mundo: el del amor y el desamor, fue un saludable golpe a mi amor propio. Allí estábamos las dos, temerosas de hacernos daño. Esa misma tarde calentó un té amargo para la bilis y me tendió la quinta gallina: “Tome, llévesela a su mamá para que la haga en caldo”. Un miércoles llegué y me dormí en su cama y sacrificó sus radionovelas para cuidarme el sueño. ¡Y Jesusa vive de la radio! Era su comunicación con el exterior, su único lazo con el mundo; nunca la apagaba, ni siquiera hizo girar la perilla para bajar el volumen cuando devanaba los episodios más íntimos de su vida.

      Poco a poco fue naciendo la confianza, la querencia, como ella la llamaba, esa que nunca nos hemos dicho en voz alta, que nunca hemos nombrado siquiera. Creo que Jesusa es a quien más respeto después de mi hijo Mane. Nunca, ningún ser humano hizo tanto por otro como Jesusa por mí. Y se va a morir, como ella lo desea, por eso cada miércoles se me cierra el corazón de pensar que podría no estar. “Algún día que venga, ya no me va a encontrar, se topará nomás con el puro aire.” Y se me abre el corazón al verla allí sentada en su sillita, o encogida sobre su cama, sus dos piernas colgando enfundadas en medias de popotillo, oyendo su comedia; sus manitas chuecas de tanta lavada, sus manchas cafés en el rostro, llamadas “flores de panteón”, sus trenzas flacas, sus suéteres cerrados por un seguro, y le pido a Dios que me deje cargarla hasta su sepulcro.

      Cuando viajé a Francia le mandé cartas pero sobre todo postales. Las primeras respuestas que recibía a vuelta de correo eran las suyas. Iba con los evangelistas de la plaza de Santo Domingo, les dictaba su misiva y la ponía en Correo Mayor. Me contaba lo que ella creía podía interesarme: la venida a México del presidente de Checoslovaquia, la deuda externa, accidentes en las carreteras, cuando en México nunca hablábamos de las noticias de los periódicos. Jesusa siempre fue imprevisible. Una tarde llegué y la encontré sentadita muy pegada a la radio, un cuaderno sobre sus piernas, un lápiz entre sus dedos. Escribía la U al revés y la N con tres patitas; lo hacía con una infinita torpeza. Estaba tomando una clase de escritura por radio.

      —¿Y para qué quiere aprender eso ahora?

      —Porque quiero morirme sabiendo leer y escribir —me respondió.

      En diversas ocasiones intenté sacarla:

      —Vamos al cine, Jesusa.

      —No, porque yo no veo bien… Antes sí me gustaban los episodios, las de Lon Chaney.

      —Entonces vamos a dar una vuelta.

       —¿Y el quehacer? Cómo se ve que usted no tiene quehacer.

      Le sugerí un viaje al istmo de Tehuantepec para ver de nuevo su tierra, cosa que creí que le agradaría hasta que caí en la cuenta de que la esperanza de algo mejor la desquiciaba, la volvía agresiva. Jesusa estaba tan hecha a su condición, ya tan maleada por la soledad y la pobreza, que la posibilidad de un cambio le parecía una afrenta: “Lárguese. ¿Usted qué entiende? Lárguese le digo. Déjeme en paz”. Comprendí entonces que hay un momento en que se sufre tanto que ya no se puede dejar de sufrir. La única pausa que Jesusa se permitía era ese Farito que fumaba despacio a eso de las seis de la tarde con su radio eternamente prendido, incluso cuando me hablaba en voz alta. Los regalos los desenvolvía y los volvía a empaquetar con mucho cuidado. “Para que no se maltraten.” Así conocí sus muñecas, todas nuevas, intocadas, amarradas a su caja de cartón. “Son cuatro. Yo me las he comprado. Como de niña no tuve…”

      Jesusa siempre supo por dónde sopla el viento. Mojaba su índice, lo levantaba en el aire y decía: “Estoy tanteando al viento”. Era bonita su figura, su mano en alto, su dedito apuntando al cielo, su cara al aire, midiéndose con los elementos. Luego advertía orgullosa: “Esta noche va a llover”. ¡Ay, mi Adelita! En el techo del vagón del tren, la miro guarecerse de la lluvia bajo la manga de hule, porque durante toda la bendita Revolución la caballada anduvo adentro y la gente afuera. Años más tarde, Paula, mi hija de cuatro añitos, habría de cantarle a Jesusa, reivindicando en cierto modo a las galletas de capitán, a las perdidas, sinvergüenzas que siguen a los hombres: “Yo soy rielera y tengo a mi Juan. / Él es mi encanto, yo soy su querer. / Cuando me dicen que ya se va el tren: / Adiós, mi rielera, ya se va tu Juan. / Tengo mi par de pistolas / con sus cachas de marfil / para agarrarme a balazos / con los del ferrocarril”.

      Elizabeth Salas, en su libro Soldaderas in the Mexican Military, cuenta que, en 1914, en Fort Bliss y luego en Fort Wingate, entre enero y septiembre fueron encarcelados 3,359 oficiales y soldados, 1,256 soldaderas y 554 niños.

      Jesusa pasó a Marfa, Texas, al perder la batalla de Ojinaga y Cuchillo Parado. Iba al lado del capitán Pedro Aguilar, su marido, cargándole el máuser. Combatieron todo el día, siguieron haciendo fuego contra los jijos de la jijurria.

      “La tropa se había dispersado y nosotros seguíamos dale y dale tumbando ladrones como si nada. Yo todavía le tendí el máuser cargado y como no lo recibía voltié a ver a Pedro y ya no estaba en el caballo. Como a las cuatro de la tarde, mi marido recibió un balazo en el pecho y entonces me di cuenta de que andábamos solos con los dos asistentes. Lo vi tirado en el suelo. Cuando bajé a levantarlo ya estaba muerto con los brazos en cruz.”

      Los asistentes perdieron la cabeza, Jesusa decidió dejar el cuerpo de Pedro en un ladito y en la noche les pidió a los gringos una escolta para ir a recogerlo.

      “Cuando llegué ya se lo estaban comiendo los coyotes. Ya no tenía manos ni orejas, le faltaba un pedazo de nariz y una parte del pescuezo. Lo levantamos y lo fuimos a enterrar a Marfa, cerca de Presidio, en los Estados Unidos.”

      Capturados en Presidio, los llevaron a Marfa, soldados, niños, mujeres, caballos, burros, perros, pájaros en su jaula, jabón para lavar ropa, impedimenta, todo, y allí levantaron un campamento tan atractivo que los mismos gringos se acercaban a escuchar los corridos y a comer los guisos de las soldaderas. En la noche, en torno a la fogata, se aprendieron de memoria La cucaracha. Los mexicanos permanecieron tanto tiempo en Estados Unidos que dos gringos se enamoraron de Jesusa y uno le pidió matrimonio. “‘No, no me caso. Bonita pantomima hago yo tan negra y usted tan güero.’ Así es que lo desprecié, pero es mejor despreciar a que lo desprecien a uno.” El pretendiente resguardaba a los prisioneros.

      La tropa se quedó muchísimo tiempo en Estados Unidos, tanto que, según Elizabeth Salas, el gobierno de México recibió la cuenta de 740,653 dólares con trece centavos por la manutención de los soldados y su familia, sus perros y sus pericos, tal y como lo publicó El Paso Morning Times el 11 de septiembre de 1914.

      Para escribir Hasta no verte Jesús mío se me presentó un dilema: el de las malas palabras. En una primera versión, Jesusa jamás las pronunció y a mí me dio gusto pensar en su recato, su pudor; me alegró la posibilidad de escribir un relato sin los llamados “términos altisonantes”, pero a medida que nació la confianza y sobre todo a mi regreso de un viaje de casi un año en Francia, Jesusa se soltó, me integró a su mundo, ya no se cuidó y ella misma me amonestaba: “No sea usted pendeja, sólo usted se cree de la gente, sólo usted se ilusiona que la gente es buena”. Algunas de sus palabras tuve que buscarlas en el diccionario de mexicanismos, otras se remontaban al español más antiguo, como hurgamanderas, pidongueras o bellaco. Era bonito que me ordenara: “Usted recapacite”, “¿por qué no recapacita?”. ¡Qué verbo


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