El heroísmo épico en clave de mujer. Ana Luísa Amaral

El heroísmo épico en clave de mujer - Ana Luísa Amaral


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du genre romanesque” (Neiva, 2009: 21. La traducción es mía).

      5 Boullosa, infra.

      Elena Poniatowska

      Allí donde México se va haciendo chaparrito, allí donde las calles se pierden y quedan desamparadas, allí vive la Jesusa. Por esas brechas polvosas la patrulla ronda todo el día con sus policías amodorrados por el tedio. Se detiene en una esquina durante horas. La miscelánea se llama El Apenitas y uno tiene la sensación de apenas vida, apenas agua, apenas luz, apenas techo, apenas, apenas, apenas. Los guardianes del orden bajan a echarse una fría; el hielo ya no es más que agua dentro de las hieleras de Victoria y Superior y en ellas nadan cervezas y refrescos. El cabello de las mujeres se apelmaza en su nuca, batido de sudor. El sudor huele a hombre, huele a mujer, asegún. El sudor de la mujer huele más. El sudor moja el aire, la ropa, las axilas, las frentes. Así como zumba el calor, zumban las moscas. Qué grasiento y qué chorreado es el aire de este rumbo; la gente vive en las mismas sartenes donde fríe las garnachas y las quesadillas de papa y flor de calabaza, ese pan de cada día que las mujeres apilan en la calle sobre mesas de patas cojas. Lo único seco es el polvo y algunas calabazas que se secan en los techos.

      Jesusa también está seca. Va con el siglo. Tiene setenta y ocho y los años la han empequeñecido como a las casas, encorvándole el espinazo. Cuentan que los viejos se hacen chiquitos para ocupar el menor espacio posible dentro de la tierra después de haber vivido encima de ella. Los ojos de la Jesusa, en los que se distinguen venitas rojas, están cansados; alrededor de la niña, la pupila se ha hecho terrosa, gris, y el color café muere poco a poco. El agua ya no le sube a los ojos y el lagrimal al rojo vivo es el punto más álgido de su rostro. Bajo la piel tampoco hay agua, de ahí que Jesusa repita constantemente: “Me estoy apergaminando”. Sin embargo, la piel permanece restirada sobre los pómulos salientes. “Cada vez que me muevo se me caen las escamas.” Primero se le zafó un diente de enfrente y resolvió: “Cuando salga a algún lado, si es que llego a salir, me pondré un chicle, lo mastico bien y me lo pego”.

       —¿Qué se trae? ¿Qué se trae conmigo?

      —Quiero platicar con usted.

      —¿Conmigo? Mire, yo trabajo. Si no trabajo, no como. No tengo campo de andar platicando.

      A regañadientes, Jesusa accedió a que la fuera a ver el único día de la semana que tenía libre: el miércoles de cuatro a seis. Empecé a vivir un poco de miércoles a miércoles. Jesusa, en cambio, no abandonó su actitud hostil. Cuando las vecinas le avisaban desde la puerta que viniera a detener el perro para que yo pudiera entrar, decía con tono malhumorado: “Ah, es usted”. Me escurría junto al perro con una enorme grabadora de cajón; el aliento canino caliente en los tobillos y sus ladridos eran tan hoscos como la actitud de Jesusa.

      La vecindad tenía un pasillo central y cuartos a los lados. Los dos “sanitarios” sin agua, llenos hasta el borde, se erguían en el fondo; no eran de aguilita, eran tazas y los papeles sucios se amontonaban en el suelo. Al cuarto de Jesusa le daba poco el sol y el tubo del petróleo que queman las parrillas hacía llorar. Los muros se pudrían ensalitrados y, a pesar de que el pasillo era muy estrecho, media docena de chiquillos sin calzones jugueteaban allí y se asomaban a los cuartos vecinos. Jesusa les preguntaba: “¿Quieren un taco aunque sea de sal? ¿No? Entonces no anden de limosneros parándose en las puertas”. También se asomaban las ratas.

      Por aquellos años, Jesusa no permanecía mucho tiempo en su vivienda porque salía a trabajar temprano a un taller de imprenta en el que aún laboraba. Dejaba su cuarto cerrado a piedra y lodo; sus animales adentro, asfixiándose; sus macetas también. En la imprenta hacía la limpieza, barría, recogía, trapeaba, escurría los metales y se llevaba a su casa los overoles y, en muchas ocasiones, la ropa de los trabajadores para doblar jornal en su lavadero. Al atardecer regresaba a alimentar a sus gatos, sus gallinas, su conejo; a regar sus plantas, a “escombrar su reguero”.

      La primera vez que le pedí que me contara su vida (porque la había escuchado hablar en una azotea y me pareció formidable su lenguaje y sobre todo su capacidad de indignación) me respondió: “No tengo campo”. Me señaló los overoles amontonados, las cinco gallinas que había que sacar a asolear, el perro y el gato que había que alimentar, los dos pajaritos enjaulados que parecían gorriones, presos en una jaula que cada día se hacía más chiquita.

      —¿Ya vio? ¿O qué, usted me va a ayudar?

      —Sí —contesté.

      —Muy bien, pues meta usted los overoles en gasolina.

      Entonces supe lo que era un overol. Agarré un objeto duro, acartonado, lleno de mugre, con grandes manchas de grasa, y lo remojé en una palangana. De tan tieso, el líquido no podía cubrirlo; el overol era un islote en medio del agua, una roca. Jesusa me ordenó: “Mientras se remoja, saque usted las gallinas a asolear a la banqueta”. Así lo hice, pero las gallinas empezaron a picotear el cemento en busca de algo improbable, a cacarear, a bajarse de la acera y a desperdigarse en la calle. Me asusté y regresé de volada:

      —¡Las va a machucar un coche!

      —Pues ¿que no sabe usted asolear gallinas? ¿Que no vio el mecatito?

      Había que amarrarlas de la pata. Metió a sus pollas en un segundo y me volvió a regañar:

      —¿A quién se le ocurre sacar gallinas así como así?

      Compungida, le pregunté:

      —¿En qué más puedo ayudarla?

      —¡Pues eche usted las gallinas a asolear en la azotea aunque sea un rato!

      Lo hice con temor. La casa era tan bajita que yo, que soy de la estatura de un perro sentado, podía verlas esponjarse y espulgarse. Picaban el techo, contentas. Me dio gusto. Pensé: “Vaya, hasta que algo me sale”. El perro negro en la puerta se inquietó y Jesusa volvió a gritarme: “Bueno, ¿y el overol qué?”.

      Cuando pregunté dónde estaba el lavadero, la Jesusa me señaló una tablita acanalada de apenas veinte o veinticinco centímetros de ancho por cincuenta de largo: “¡Qué lavadero ni qué ojo de hacha! ¡Sobre eso tállelo usted!”.

      Sacó de debajo de su cama un lebrillo. Me miró con sorna: me era imposible tallar nada. El uniforme estaba tan tieso que hasta agarrarlo resultaba difícil. Jesusa entonces exclamó: “¡Cómo se ve que usted es una rota, una catrina de esas que no sirven para nada!”.

      Me hizo a un lado. Después reconoció que el overol debería pasarse la noche entera en gasolina y, acto seguido, ordenó:

      —Ahora vamos por la carne de mis animales.

      —Sí, vamos en mi vochito.

      —No, si aquí está en la esquina.

      Caminó aprisa, su monedero en la mano, sin mirarme. En la carnicería, en contraste con el silencio que había guardado conmigo, bromeó con el carnicero, le hizo fiestas y compró un montoncito miserable de pellejos envueltos en un papel de estraza que inmediatamente quedó sanguinolento. En la vivienda aventó el bofe al suelo y los gatos, con la cola parada, eléctrica, se le echaron encima. Los perros eran más torpes. Los pájaros trinaban. De tonta, le pregunté si también comían carne. “Oiga, pues ¿en qué país vive usted?”

      Pretendí enchufar mi grabadora: casi un féretro azul marino con una bocinota como de salón de baile, y Jesusa protestó: “¿Usted me va a pagar mi luz? No, ¿verdad? ¿Que no ve que me está robando la electricidad?”. Después cedió: “¿Dónde va a poner usted su animal? Tendré que mover este mugrero”. Además, la grabadora era prestada: “¿Por qué anda usted con lo ajeno? ¿Que no le da miedo?”. Al miércoles siguiente volví con las mismas preguntas.

      —Pues ¿que eso no se lo conté


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