El heroísmo épico en clave de mujer. Ana Luísa Amaral
todos tratan de sacarle raja al otro”. Como todos los viejos, me devanaba una larga retahíla de achaques y dolores: sus corvas adoloridas, sus lomos podridos, lo mal que andan los camiones, la pésima calidad de los víveres, la renta que ya no se puede pagar, los vecinos flojos y borrachos. Machacona, volvía una y otra vez sobre lo mismo, sentada, sus dos piernas colgando, había montado su cama en ladrillos: “porque entra el agua”. En época de lluvias el agua se metía a los cuartos anegándolos y doña Casimira, la dueña, no se preocupaba por mandar destapar la alcantarilla del patio.
A la portera “rica”, la Casimira, Jesusa la padecía como a una enemiga, alguien puesto allí especialmente para fregarla. La dueña era el ejemplo más cercano a las autoridades, “nunca ayudan, al contrario, lo quisieran ver a uno tres metros bajo tierra”, igualito que don Venustiano Carranza, que se quedó con sus haberes de viuda:
“En aquellos años gobernaba el Barbas de Chivo, el presidente Carranza. Raquel me llevó al Palacio, que estaba repleto de mujeres, un mundo de mujeres que no hallaba uno ni por dónde entrar; todas las puertas apretadas de enaguas; atascado el Palacio de viudas arreglando que las pensionaran. Pasábamos una por una, por turno, a la sala presidencial, un salón grande donde él estaba en la silla. Yo ya lo conocía. Lo vi muy cerquita en la toma de Celaya, donde le mocharon el brazo a Obregón. Como fue el combate muy duro, este Carranza iba montado en una mula blanca y echó a correr. Dio la media vuelta y ni vio cuando le tumbaron el brazo al otro. Él no se acordaba de mí, por tanta tropa que ven los generales. Cuando entré, me dice:
”—Si estuvieras vieja, te pensionaba el Gobierno, pero como estás muy joven no puedo dar orden de que te sigan pensionando. Cualquier día te vuelves a casar y el muerto no puede mantener al otro marido que tengas.
”Entonces agarré los papeles que me consiguió Raquel, los rompí y se los aventé en la cara.”
Carranza contribuyó a la orfandad de Jesusa:
“Al fin de cuentas, yo no tengo patria. Soy como los húngaros, de ninguna parte. No me siento mexicana ni reconozco a los mexicanos. Aquí no existe más que pura conveniencia y puro interés. Si yo tuviera dinero y bienes, sería mexicana, pero como soy peor que la basura pues no soy nada. Soy basura a la que el perro le echa una miada y sigue adelante. Viene el aire y se la lleva y se acabó todo.”
Cada encuentro era una larga entrevista. Me preguntaba cómo le haría Ricardo Pozas con su Juan Pérez Jolote y envidiaba su formación antropológica, su pericia. Ese libro fue para mí definitivo, y si de mí dependiera, hubiera casado a Jesusa con Juan Pérez Jolote.
Al terminar me quedé con una sensación de pérdida; no hice visible lo esencial, no supe dar la naturaleza profunda de la Jesusa; ahora pienso que si no lo logré es porque acumulé aventuras, pasé de una anécdota a otra, me engolosiné con la pícara. Nunca le hice contestar lo que no quería. No pude adentrarme en su intimidad, no supe hacer ver aquellos momentos en que nos quedábamos las dos en silencio, casi sin pensar, en espera del milagro. Siempre tuvimos un poco de fiebre, siempre anhelamos la alucinación. En su voz oía la voz de la nana que me enseñó español, la de todas las muchachas que pasaron por la casa como chiflonazos, sus expresiones, su modo de ver la vida, si es que la veían, porque sólo vivían al día; no tenían razón alguna para hacerse ilusiones.
Estas otras voces de mujeres marginadas hacían coro a la voz principal, la de Jesusa Palancares, y creo que por esto en mi texto hay palabras, modismos y dichos que provienen no sólo de Oaxaca, el estado de Jesusa, sino de toda la República, de Jalisco, de Veracruz, de Guerrero, de la sierra de Puebla. Había miércoles en que Jesusa no hablaba sino de sus obsesiones del momento, pero dentro del marasmo de la rutina y la dificultad para vivir hubo momentos de gracia, treguas inesperadas en que sacamos a las gallinas de atrás de su alambrado y las acomodamos en la cama como si fueran nuestras niñas.
Ricardo Pozas jamás abandonó a los indígenas, sobre todo a los chamulas, los tojolabales, los tzeltales, los tzotziles. Fueron su vida, no sólo una investigación académica. Ni el doctor en antropología Oscar Lewis ni yo asumimos la vida ajena. Para Oscar Lewis, los Sánchez se convirtieron en espléndidos protagonistas de la llamada “antropología de la pobreza”. Para mí, Jesusa fue un personaje, el mejor de todos. Jesusa tenía razón. Yo a ella le saqué raja, como Lewis se la sacó a los Sánchez. La vida de los Sánchez no cambió para nada; no les fue ni mejor ni peor. Lewis y yo ganamos dinero con nuestros libros sobre los mexicanos que viven en vecindades. Lewis siguió llevando su aséptica vida de antropólogo norteamericano envuelto en desinfectantes y agua purificada, y ni mi vida actual ni la pasada tienen que ver con la de Jesusa. Seguí siendo, ante todo, una mujer frente a una máquina de escribir.
En las tardes de los miércoles iba yo a ver a la Jesusa y en la noche, al llegar a la casa, acompañaba a mi mamá a algún coctel en alguna embajada. Siempre pretendí mantener el equilibrio entre la extrema pobreza que compartía en la vecindad de la Jesu, con el lucerío, el fasto de las recepciones. Mi socialismo era de dientes para afuera. Al meterme a la tina de agua bien caliente, recordaba la palangana bajo la cama en la que Jesusa enjuagaba los overoles y se bañaba ella misma los sábados. No se me ocurría sino pensar avergonzada: “Ojalá y ella jamás conozca mi casa, que nunca sepa cómo vivo”. Cuando la conoció, me dijo: “No voy a regresar, no vayan a pensar que soy una limosnera”. Y, sin embargo, la amistad subsistió, el lazo había enraizado. Jesusa y yo nos queríamos.
Cuando hube sacado en limpio la primera versión mecanografiada de su vida, se la llevé en un grueso volumen empastado en keratol azul cielo. Me dijo. “¿Para qué quiero esto? Quíteme esa chingadera de allí. ¿Que no ve que nomás me estorba?” Pensé que le gustaría por grandota y porque Ricardo Pozas me contó en alguna ocasión que a Juan Pérez Jolote le decepcionó la segunda edición del relato de su vida publicada por el Fondo de Cultura Económica: “¡Aquella medía una cuarta!” y añoraba la de pastas amarillas del Instituto Nacional Indigenista. En cambio, si Jesusa rechazó la versión mecanografiada, escogí como portada al Santo Niño de Atocha que presidía la penumbra del cuarto para la publicación del libro y, en efecto, al verlo me pidió veinte ejemplares, que regaló a los muchachos del taller para que supieran cómo había sido su vida, los muchos precipicios que ella había atravesado y se dieran una idea de lo que era la Revolución.
La dureza de su niñez, el maltrato de la señora Evarista, su madrastra, y la soledad la hicieron desconfiada, altiva, una yegua muy arisca, que esquiva las manifestaciones de cariño. Sin embargo, Jesusa Palancares tuvo su jardín secreto. Dormía en el cuarto de su madrastra pero, como el perro, afuera, en el balcón, y tenía la responsabilidad de abrirles la puerta a los mozos y a las criadas que la señora Evarista encerraba por la noche. Para que no se le hiciera tarde, el aguador la despertaba al ir al río a llenar sus ollas de agua.
“Al aguador se le hizo fácil llevar una rama de rosas para despertarme. Me daba con ella en la cara y luego allí me la dejaba. Él se echaba el primer viaje a las cuatro de la mañana. Apenas si alcanzaba el barandal, se paraba abajo, por el lado donde se asomaba la cabeza y colgaba mi pelo, y sentía yo las flores en la cara. Todos los días las cortó y seguro les quitaba las espinas porque yo no sentía más que frescura. Despertaba y adivinaba en el reloj del Palacio que eran las cuatro de la mañana y trataba de verlo a él, que se iba para el río entre sus dos burros a llenar sus ollas, y cuando se me perdía de vista pues yo todo el día andaba trayendo la rama de rosas.
”Un día le pregunto yo a Práxedis:
”—Oye, ¿quién es ese que me tira una rama de rosas todos los días?
”—Ándale, con que eres la novia del burrero… Pues te lo voy a traer.
”Una tarde lo llevó; un muchacho como de unos diecisiete años. Tenía sus ojos aceitunados, delgadito él. No platicamos nada. Nomás el mozo Práxedis hizo burla delante del burrero y delante de mí:
”—Ándale, ¿cómo no sabía yo que era tu novia, manito?
”—No, manito, no. ¿Cómo va a ser mi novia si tú me dijiste que la viniera a recordar? Apenas si le he visto los cabellos desde abajo.”
Jesusa