El heroísmo épico en clave de mujer. Ana Luísa Amaral

El heroísmo épico en clave de mujer - Ana Luísa Amaral


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adoptivo Lalo, Perico en Hasta no verte Jesús mío, de una visión que le envió el Ser Supremo. Al asomarse a la ventana de su cuartito, había visto en los postes de luz de la esquina cuatro grandes crisantemos que venían girando hacia ella. Y la visión le había llenado de luz la cuenca de los ojos, la cuenca de su colchón ahondado por los años, la cuenca de sus manitas morenas y adoloridas: “¿No las estás viendo tú, Lalo?”. “No, madre, yo no veo nada.” Claro, Lalo nunca vio más allá de sus narices. Esa noche, al notar que su respiración se dificultaba, Lalo-Perico decidió bajar a Jose-Jesusa, que ya ni protestar pudo, a la recámara que compartía con su esposa y la acostó en una cama casi a ras del suelo, envuelta en trapos, sobre una colcha gris, su cabeza cubierta con un paliacate que tapaba su cabello ralo. Allí, pegada al piso, Jesusa se fue empequeñeciendo, ocupando cada vez menos espacio sobre la tierra. Y sólo una tarde, cuando se recuperó un poco, lo interpeló: “¿Dónde me viniste a tirar?”.

      En torno a su figura cada vez más esmirriada empezó a revolotear un médico de “allá de la otra cuadra” que no se rasuraba, ni se fajaba el pantalón, la boca blanca y fofa, los labios perpetuamente ensalivados. Apenas recuperó un poco de fuerza, Jesusa dejó de hablar y cuando el médico hacía su aparición cerraba los ojos a piedra y lodo. No los volvió a abrir. Ya no tenía nada que ver con la tierra, ya no quería tener que ver con nosotros, ni con nuestros ojos voraces, ni con nuestras manos ávidas, ni con nuestro calor pegajoso, ni con nuestras trampas, ni con nuestras mentes partidas como nueces, nuestra solicitud de pacotilla. Que nos fuéramos a la chingada, como ella se estaba yendo, ahora que cada segundo la sumía más dentro del colchón a ras del suelo, antecesor de su cajón de muertos.

      Apenas si medía uno cincuenta y los años la fueron empequeñeciendo, encorvándole los hombros, arrancándole a puñados su hermoso pelo, aquel que hacía que los muchachos de la tropa la llamaran la Reina Xóchitl. Lo que más le dolía era perder sus dos trenzas chincolas y cuando iba al centro, al pan, a la leche, se cubría la cabeza con su rebozo. Caminaba jorobada, pegada a la pared, doblada sobre sí misma. A mí me gustaron sus dos trenzas entrecanas y chincolas, su pelito blanco rizado en las sienes y sobre la frente arrugada y cubierta de paño. También en las manos tenía esos grandes lunares. Ella decía que son del hígado; más bien creo que son del tiempo. Los hombres y las mujeres con la edad se van cubriendo de cordilleras y de surcos, de lomas y desiertos. La Jesusa se parecía cada vez más a la tierra; era un terrón que camina, un montoncito de barro que el tiempo amacizó y secó al sol. “Me quedan cuatro clavijas”, aseguró, y para señalar los agujeros se llevaba a la boca sus dedos deformados por la artritis.

      Los años amansaron a Jesusa. Cuando la conocí, ni “pásale” decía. Ahora, cuando iba a verla a la Impresora Galve, me ordenaba:

      —Usted siéntese que está cansada.

      —¿Y usted?

      —Yo no, yo ¿por qué? Aquí me quedo de pie. —Se pasaba de rejega.

      —¿No se siente usted sola, a veces?

      —¿Yo? ¿Sola? Es cuando estoy mejor.

      Era verdad. Nadie le hacía falta, se completaba a sí misma, se completaba sola. Le eran suficientes sus alucinaciones producto de su soledad. No creo que amara la soledad hasta ese grado, pero era demasiado soberbia para confesarlo. Nunca le pidió nada a nadie. Hasta la hora de su muerte, rechazó. “No me toquen, déjenme en paz. ¿No ven que no quiero que se me acerquen?” Se trataba a sí misma como animal maldito.

      La conocí en 1964. Vivía cerca de Morazán y Ferrocarril de Cintura, un barrio pobre de la Ciudad de México, cuya atracción principal era la Penitenciaría, llamada por mal nombre el Palacio Negro de Lecumberri. El penal era lo máximo; en torno a él pululaban las quesadilleras, los botes humeantes de los tamales de chile, de dulce y de manteca, la señora de los sopes y de las garnachas calientitas, los licenciados barrigones de traje, corbata, bigotito y portafolios, los papeleros, los autobuses, los familiares de los presos y esos burócratas que siempre revolotean en torno a la desgracia, los morbosos, los curiosos. Jesusa vivía cerca de la Peni en una vecindad chaparrita con un pasillo central y cuartos a los lados. Continuamente se oía el zumbido de una máquina de coser. ¿O serían varias? Olía a humedad, a fermentado. Cuando llegaba, la portera le gritaba desde la puerta: “Salga usted a detener el perro”, “Voy”, y allí venía Jesu-Jose, “Voy”, con el ceño fruncido, la cabeza gacha, las vecinas se asomaban. Amarrado a una cadena muy corta, el perro negro cuidaba la vecindad. Era alto y fuerte: un perro malo. Impedía el paso, de por sí pequeño, a cualquier extraño, y Jesusa, con la mano en alto, apenas más alta que él, se enronquecía al gritarle: “Estate quieto, Satán, carajo, Satán, quieto, quieto” y lo jalaba de la cadena a modo de estrangularlo mientras ordenaba: “Pase, pase, pero aprisita, camínele hacia mi cuarto”. El suyo estaba cerca de la entrada y le daba poco el sol. El ambiente era más bien hostil y para sobrevivir a su entorno Jesusa desarrolló lo que ella llamaba mañas. “Les gano a todos porque tengo muchas mañas para pelear.” No se juntaba con los vecinos para no “entrar en problemas”. Jamás les pidió nada y eso la enorgullecía: “Yo era fuerte, de por sí soy fuerte. Mi naturaleza es así… El coraje me sostenía. Toda mi vida he sido mal geniuda, corajuda”.

      En 1985, a raíz del terremoto, el techo de la Impresora Galve cayó a tierra. A partir de ese día, Jesusa no fue al taller con la frecuencia que la mantenía en pie, puesto que no había dónde trabajar, y este rompimiento en su rutina le hizo daño. Estaba acostumbrada a esa obligación. “Yo tengo mi necesidad —decía—, usted tiene la suya: mi necesidad no es su necesidad, entonces no me perjudique.” Necesitaba hacer falta, cumplir. En su casa ya no había overoles ni la ropa más personal de los obreros: camisas, calzones, camisetas de hombre. Se volvió rabiosa. Cuando le conté con emoción que del Hotel Regis en la avenida Juárez habían desenterrado y sacado de los escombros a una pareja muerta, abrazada, las dos bocas unidas, y sentencié que así deberían morir todas las mujeres, con un hombre encima, y que qué bueno que en vez de correr a la hora del temblor habían decidido morir uno en los brazos del otro, me gritó que no fuera pendeja, que por eso me iba como me iba.

      —¿Cómo va estar bien eso? Eso es una pura cochinada.

      —¿Por qué?

      —Porque nosotros no nacemos pegados, nacemos solitos, cada quien por su lado. Hay que vivir, pero solito.

      * Este ensayo se publicó por primera vez en Vuelta, núm. 24, vol 2, noviembre de 1978, pp. 5-11, y está compilado en Luz y luna, las lunitas, Era, México, 1994, pp. 37-75.

      Raquel Serur

      Amén de sugerente, el título “heroísmo épico en clave de mujer” de este volumen nos lleva a reflexionar sobre los dos conceptos, el heroísmo y la épica, y al hacerlo, encontramos cómo ambos se resemantizan y cobran una actualidad singular al vincularse a un tipo de literatura escrita por mujeres. Trataré de esbozar algunas ideas respecto de esta resemantización centrándome en Elena Poniatowska.

      Si revisamos la vida y la obra de Elena Poniatowska con estos conceptos en mente, nos daremos cuenta de cómo esta, en el siglo XX y lo que va del XXI, otorga, a través de su vasta obra y de su larga y fructífera vida, un nuevo significado a la percepción que hoy podemos tener de la épica y del heroísmo puesto que los disloca de la óptica tradicional y los reconstruye con una mirada que pone el acento en ciertas formas de asunción de una manera de ser mujer y, en algunos aspectos, del lado oculto de lo femenino.

      Heroísmo y vida

      Octavio Paz, en 1961, le escribe desde París a Elena Poniatowska para sugerir que se redacte una carta para hacerla circular entre varios intelectuales y artistas, con el propósito de pedirle al presidente de la República la libertad de Alvaro Mutis. Acto seguido le pregunta: “¿Qué haces? Ya sé, escribes mucho, te mueves, brincas, saltas, eres casi heroica. Estás llena


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