El heroísmo épico en clave de mujer. Ana Luísa Amaral
la desautoriza por sangre y género—. Ella, mujer, de sangre “no limpia” (si eso existe), funda su propia orden religiosa. Sabe hacer dinero de la nada —como un buen banquero—. Conquista el territorio literario moderno del memorialista, y —si lo anterior no sirviese para hincar a sus pies a la autoridad— experimenta raptos místicos que la liberan al flecharla. Vencida, será la impune cuando se entrega a visiones trastornantes, en delirios que tienen su par en lo que ella más parecía temer: el delirio erótico.
Diremos que Teresa de Ávila gana uno por uno los títulos de la modernidad y los usa en su provecho: mística y con una veta banquera (haciendo dinero de la nada), funda una orden religiosa, es empresaria, es memorialista, y es eróticamente libre, se entrega sin tapujos a la flecha de su amado elegido: el ser divino. Sus triunfos y sus victorias consisten en ganarle la partida al poder reinante, que intenta cerrarle las puertas, y tomarlas para acceder a sus victorias.
A su muerte, la derrota continuará por episodios: emparedan su cadáver para que nadie lo hurte; así y todo, semanas después su confesor semidescuartiza su cuerpo incorrupto (le saca el corazón, le corta un brazo, la mano, el meñique), la tornan en un valor capital contra los herejes, y al paso de los años, en una santa. (En cuanto al meñique: caerá en manos de piratas franceses, y se pagará rescate para recuperarlo.) La caricatura de su derrota le corresponde a Francisco Franco, quien dormía siempre al lado de la reliquia de la mano de la santa, eligiéndola como el talismán que lo protegía de sus enemigos.
Sus victorias también han continuado: sus lectores, la permanencia de la orden teresiana.
En mi narración épica, tras la divina Teresa vendría la aguerrida María de Zayas. Se pasan la antorcha porque ya para entonces a Teresa la han usado sus enemigos y requiere revancha. María de Zayas elabora su propia personalidad literaria no siguiendo los pasos de la narrativa de Cervantes —en la novela corta— o de Lope —en La Dorotea— (podría discutirse con cuál sentía mayor afinidad), sino los del traductor de Cervantes al francés, usando libremente historias de crímenes reales para alimentar sus tramas de violencia y suscitar el interés lector. De esta manera, no solamente se procuró de una enorme cantidad de lectores, sino que, violencia en mano, se propuso derrotar estructuras misóginas que si hoy son, en el mejor de los casos, techos de cristal, han sido a lo largo de los siglos losas sepulcrales. Lo dice con todas sus letras María de Zayas: nos dan “por espadas ruecas, y por libros almohadillas”.
De Zayas hizo de su rueca-pluma una filosa espada con la que insistió en defender los derechos de las mujeres, y de su almohadilla-libro, el trono que la coronó como la autora más vendida del siglo XVI. En el Siglo de Oro, fue la que ganó más plata.
No procuró heroínas sino criminales —algo a lo Batman o lo Superman—, no intentó escribir Historia dando un papel protagónico a las mujeres, sino que su utilización de la trama, aguerridamente feminista, está en otra parte —en su novela corta La fuerza del amor dice: “porque las almas no son hombres ni mujeres ¿qué razón hay para que ellos sean sabios y presumen que nosotras no podemos serlo?” (De Zayas, 2012).
Fue heroína trágica sólo post mortem, cuando nos la desaparecieron. Lo fue todo; al morir la hicieron nada.2
Irrumpe en mi épica Juana de Asbaje. De ella siempre se pueden decir tantas cosas, como que es la fundadora de una idea de patria mexicana, la idea de lo mejor que es México, pluricultural y rico. Pero sólo me detendré en un detalle.
En su Respuesta a Sor Filotea (1 de marzo de 1691), hay unas líneas donde elabora una genealogía de mujeres, como ha señalado Margo Glantz, con el objeto de ganar legitimidad. Quiero subrayar lo osado de esta genealogía que no omite ni a la reina de Saba, ni a la reina Cristina, considerando sobre todo que está contestando a una carta que le reprueba “de tal manera se abata a las rateras noticias de la tierra” y no “aplique su entendimiento al Monte Calvario” (Soriano Vallés, 2014). La sapientísima reina de Saba, mundana y rica, viajó a poner a prueba, a hacerle un examen, al rey Salomón. La reina quedó impresionada con las ropas, comidas y arquitectura de Salomón. Por respuesta, le dio, generosa, una propina: “dio al rey ciento veinte talentos de oro […] y gran cantidad de especias aromáticas y piedras preciosas. Nunca más entró tanta abundancia de especias aromáticas como las que la reina de Saba dio al rey Salomón” (Cantar de los Cantares). Especias, aromas (placeres sensoriales), joyas, dinero y sabiduría terrenal, de una mujer sola, reina y viajera.
En cuanto a “la gran Cristina Alejandra, Reina de Suecia, tan docta como valerosa y magnánima”, aunque es verdad que se había convertido al catolicismo, era vox populi que, como la de De Zayas, la reina-rey, hacía cosas de varones, vestía ropas varoniles (como quiso hacer Juana para irse a estudiar a Salamanca), tenía afectos eróticos por las mujeres, sin descartar tampoco en ese rubro a los caballeros. Su sexualidad era libre, y la ejercía guiada por el placer.
Hay algo más en Juana de Asbaje que no quiero dejar de mencionar —la cereza sorjuanesca—, parafraseándola: El sueño no os hará hombres o mujeres o idiotas o muy listos: os hará libres.
Continúo y apresuro mi narración épica
La ecuatoriana Dolores Veintimilla (1829-1857) nació cuando nacía su país al fracturarse el fundado por Simón Bolívar, y tornarse en un conglomerado de tres provincias rivales. Dolores viviría en las tres capitales de estas: Quito, Guayaquil y Sucre, y sería la beneficiaria y víctima de la división del país bolivariano, pues, se diría, en Venezuela quedó el cuartel, en Colombia la universidad y en Ecuador el convento. Su enemigo, por atreverse a alegar en contra de la pena de muerte, y por la defensa de los derechos humanos de un indio, sería un religioso (firmaba como “Fray Escoba”) que la atacaría ferozmente en Cuenca.
Dolores Veintimilla escribió poemas que deberían considerarse entre los mejores de los románticos latinoamericanos. Ultrajaron su cuerpo —la autopsia ordenada para rebuscar si traía niño, aunque su marido la había dejado tiempo atrás—, arrastraron su cadáver por las calles, no se le dio entierro en cementerio cristiano. Quemaron sus papeles, sobreviven menos de una decena de poemas formidables, como este:
La noche y mi dolor
El negro manto que la noche umbría
Tiende en el mundo a descansar convida,
Su cuerpo extiende ya en la tierra fría
Cansado el pobre y su dolor olvida.
También el rico en su mullida cama
Duerme soñando avaro sus riquezas,
Duerme el guerrero y en su ensueño exclama:
Soy invencible y grandes mis proezas.
Duerme el pastor feliz en su cabaña
Y el marino tranquilo en su bajel;
A este no altera la ambición ni saña
El mar no inquieta el reposar de aquel.
Duerme la fiera en lóbrega espesura,
Duerme el ave en las ramas guarecida,
Duerme el reptil en su morada impura,
Como el insecto en su mansión florida.
Duerme el viento… la brisa silenciosa
Gime apenas las flores cariciando;
Todo entre sombras a la par reposa,
Aquí durmiendo más allá soñando.
Tú, dulce amiga, que tal vez un día
Al contemplar la luna misteriosa,
Exaltabas tu ardiente fantasía
Derramando una lágrima amorosa.
(Veintimilla, en Barrera Agrawal, 2015)
Las románticas, como Dolores Veintimilla, quisieron cambiar el mundo: la cubana Gertrudis Gómez de Avellaneda (1814-1873), con la primera