El heroísmo épico en clave de mujer. Ana Luísa Amaral

El heroísmo épico en clave de mujer - Ana Luísa Amaral


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Farag. Este la libera por amistad, pero, sobre todo, porque ve en ella a una potencial aliada en la defensa de la comunidad morisca, también amenazada por el fundamentalismo católico. Contraviniendo las reglas de su propia gente, Farag dispone que María aprenda el arte de la espada. Así la prepara para aventurarse por los caminos europeos para llevar un libro plúmbeo a Famagusta, donde será “encontrado” y revelará la conexión del Islam con el Cristianismo,3 en un intento de reivindicar a la comunidad morisca y detener la represión católica contra ella.

      La vida regalada de la gitanilla en la familia de Yusuf, maestro de armas, recuerda algunos cuentos de la Alhambra y ciertas visiones exóticas del Oriente. Aunque breve, la estancia de María es dichosa: baila, se viste de sedas, aprende a usar la espada y pasa horas con sus amigas Luna de Día y Zaida, hijas de Farag y Yusuf respectivamente. Esta etapa culmina con su salida de Granada, por caminos llenos de peligros, en compañía de dos jóvenes músicos gitanos, Andrés y Carlos. Las aventuras del trío se asemejan a las de personajes cervantinos que también andan esos parajes. Vestida de hombre, con una magnífica espada morisca que “la hará invencible” (p. 131) y el libro plúmbeo a cuestas, María, como Cervantes, cae en manos de piratas y es llevada a Argel, aunque no a los baños. Escapa gracias a su arte y su inteligencia y logra por fin llegar a Nápoles, de donde debería embarcarse hacia Famagusta para dejar ahí el libro. Ahí, sin embargo, la Historia y el amor se atraviesan en su camino.

      Gitana granadina, que pese a haber conocido muy pronto la desgracia expresa en su baile su origen gitano, la hibridez de la sociedad andalusí y la pérdida de esta, María es un personaje vital, que mantiene su alegría de vivir. En su determinación inicial de cumplir su misión, liberadora, y, por tanto, de trascendencia histórica, parece encarnar el afán de resistencia gitano y morisco, no exento de trazas de la fortaleza y astucia (aunque sin los embustes) de los pícaros de su época. María, adolescente cuando inicia su entrenamiento y muy joven cuando fascina a Nápoles con su baile, se mantiene pura moralmente en un ámbito donde la pureza más preciada es la de la sangre y donde la moral, en cambio, se caracteriza más por la ambigüedad y la apariencia.

      La pasión, como en muchas novelas e incluso en alguna novela ejemplar cervantina, irrumpe de pronto para cambiar la conducta y la suerte de la protagonista. Cortejada por un capitán español que se unirá a las tropas cristianas al mando de Don Juan de Austria, el vencedor de Galera y mano armada del rey a quienes gitanos y moros deben su desgracia, cede a la seducción de la riqueza y la cortesía y luego a la ilusión del amor. Olvidada de su misión, ignorante del padecer de su padre que, tras escapar de las galeras, la ha encontrado sin hacérselo saber, la gitanilla disfruta de las riquezas —mal habidas, subraya la voz narrativa— de Don Jerónimo Aguilar, de la adulación de músicos y “amigos” y “pierde la cabeza” (p. 254). Lo que no pierde es su sentido de la honra: mujer digna de su tiempo, María valora su virginidad como su “joya más preciada” y aun en la fiebre amorosa se mantiene casta. Su afán de preservar su dicha, y su falta de sentido de la realidad son tales, sin embargo, que se atreve a advertir a su amado que sólo se le entregará después del matrimonio. Semejante idea provoca risa y un alud de mentiras en Aguilar, quien jamás había pensado “casarse con una gitana, desprovista de dinero, honor, prestigio, familia” (p. 269), y quien, como hombre apegado a las convenciones de su tiempo, piensa que “el matrimonio es para afianzar posiciones y hacer mayores las riquezas” (p. 269), y que a las mujeres se les puede engañar con bellas palabras.

      Tan pura como la gitanilla, María confronta un destino distinto al de la protagonista cervantina. Ella no puede escapar a la diferencia de linaje y sangre. Es hija de Gerardo, el “rey del pequeño Egipto”, no de hidalgos cristianos viejos, y carece de dote. Más atrevida que aquella, sigue el camino de algunas protagonistas del teatro de la época: cuando su amado se embarca en la Real para ir a combatir a los turcos, trueca sus ricos vestidos por un atuendo varonil que le permite hacerse pasar por pintor en la misma nave.

      En esta transformación de María la bailaora por la pasión, convergen recursos literarios de la época en que se sitúa su historia: la figura de la mujer vestida de varón, protagonista de la novela bizantina, y elementos de la novela sentimental. El trueque de ropas encubre su condición de mujer, su juventud le permite engañar a quienes la creen un joven imberbe, el talento que antes le permitió adornar la repostería de las monjas le abre ahora las puertas a una nueva aventura, nada doméstica, inspirada por un impulso femenino que en la literatura del Siglo de Oro justifica la adopción de un disfraz masculino.

      La joven que develará su arte marcial en Lepanto es una mujer fuerte y sentimental, sensual y casta, lúcida hasta que la pasión amorosa la ciega y trastoca sus lealtades. Su participación en la batalla contra los turcos es uno de los pasajes más vívidos de la novela.

      En la nave capitana, la gitanilla baila con espada en mano, según Carriazo mata a cuarenta enemigos, probando el lema de su arma: “Quien toque el filo de mi espada, tocará la puerta de la muerte” (p. 155); llevada por el frenesí bélico, contribuye de manera decisiva al triunfo cristiano. Actúa como valiente guerrero aun cuando Baltazar, a quien conoció en el camino a Argel, la reconoce y descubre su corporalidad femenina. Con el pecho desnudo, María sigue matando, actuación que enardece a los soldados cristianos.

      La reacción de Jerónimo de Aguilar en este trance remite a lo milagroso o a lo romántico. Quien según Carriazo es “cobarde”, se convierte en salvador de María-Pincel contra el arcabuz de Baltazar. Cuando él a su vez es herido, María se paraliza y, tras la batalla, vuelve a la condición femenina de enamorada fiel que cuida de su amado hasta la muerte y lo llora. En palabras de Carriazo, María “Peleaba como un varón, lloraba como mujer, y aullaba como una loba” (p. 357).

      En este pasaje de transformaciones sucesivas, Boullosa configura a una heroína épica más atractiva que la Monja Alférez y más compleja que Claire. Aunque su vertiente amorosa resulta un tanto problemática desde la perspectiva del siglo XXI, concuerda con los códigos de femineidad de la época, que valoran en esta la deriva sentimental y justifican la ceguera de la pasión. Al mismo tiempo, la emotividad y la emoción resultan también cualidades que le permiten a María recuperar cierto sentido crítico después de la batalla.

      Al encontrarse con un Cervantes enfermo y débil, la espadachina no presume sus hazañas, por el contrario, “está llena de una extraña vergüenza” (p. 392), no se identifica ya con los soldados, ni con su gloria. Su orgullo de heroína, sin embargo, no se desvanece del todo: siente rabia cuando De Soto, vocero de Don Juan de Austria, menosprecia su valentía por su condición femenil, y como gran concesión le permite quedarse entre las tropas como soldado raso, sin premio alguno: “A mí, que fui una valiente, que fui guerrera en buena lid, me pagan con nada: con sueldos de hambre que muy de vez en cuando arriban” (p. 406). Aunque Cervantes la compensa armándola caballera de la Orden del Toisón de Oro, la gitana bailaora decide retomar su propio camino, volver a Nápoles.

      Como explica la voz narrativa, María ha empezado a reconocer el error de participar en una guerra que no es la suya, de ahí parte de su vergüenza. Por otra parte, es evidente que no se ciega ante el horror de Lepanto, al que mira de frente. Tan estremecedor es el espectáculo que la rodea que advierte a Cervantes: “No querrás ver el mar de Lepanto” y no se lo describe. La imagen del mar ensangrentado, cubierto de cadáveres, donde los vencedores saquean los barcos y los despojos de los vencidos, impone un silencio opuesto a las proclamas y cantos épicos que justifican como hazañas y triunfos lo que, desde otra perspectiva, son acciones bárbaras.

      Pese a su cambio de bando, María es más que una guerrera traidora a su causa. La fuerza de sus contradicciones no se debe sólo a “debilidades” o “fallas trágicas”, sino también a las características de su condición de mujer y de la sociedad convulsionada a la que pertenece. Ante Cervantes, lo que María reconoce y se niega a la vez, es un asunto personal: las motivaciones de su acción, inspiradas en una pasión ciega y en un cálculo equivocado. Pero es también una cuestión social que atañe al libre albedrío —recurriendo al vocabulario de la época—, a la libertad y al destino. Su situación nos lleva a preguntarnos ¿en qué medida el ser humano, y en este caso la mujer del siglo XVI, escoge libremente, o hasta qué punto su “destino” está determinado por su condición social? O, asunto más espinoso,


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