El heroísmo épico en clave de mujer. Ana Luísa Amaral
entre mujeres, los aciertos en el trazo de los personajes femeninos y “los territorios por tradición femeniles”, mientras que los “masculinos”, sus diálogos, labores y “territorios” le resultan vagos e imprecisos. Sospechó entonces del género del autor: ¿de verdad podía ser un varón el autor de esos libros?
En el libro con que ensayó a responder a su duda, Butler nos permite seguir la construcción de su tesis. Primero sospecha que el autor era un sirviente, sin acceso a la cercanía de los señores. Descarta de inmediato este primer argumento porque, si hubiera sido el caso, al dicho autor sirviente le quedarían desdibujadas las princesas, y no es el caso, las mujeres le salen de perlas, sean de la clase social que sean, no así los varones, ni su mundo. Butler procede a sopesar la posibilidad de que la autoría fuera de una persona afectada de ceguera, pero encontró insuficiente la explicación al desentonar con la abundancia de aciertos “visuales”. Tras descartar otras explicaciones, Butler señala los errores en el texto que le parece tendrían que haber sido cometidos por una mujer:
Aún más, hay muchos errores en la Odisea que un joven cometería fácilmente, y en los que un varón difícilmente habría caído, como por ejemplo hacer al viento silbar sobre las olas al final del segundo libro, pensar que un cordero pudiera sobrevivir con tomar dos veces de una oveja que ya habría sido ordeñada [...] creer que un barco tenía timón en sus dos extremos [...] pensar que madera bien curada podría cortarse de un árbol en crecimiento [...] hacer que un halcón destroce a su presa cuando aún la lleva en el ala, cosa que ningún halcón podría hacer (Butler, 1922: 240, 244-245, 308-309, 483, 527 y 540).
Butler abunda en ejemplos de la falta de familiaridad de la autora con herramientas y armas (por ejemplo, un hacha), objetos (por ejemplo, una embarcación), o con los caballos, y en estas fallas encuentra los indicios para concluir que el autor de esta obra clásica de la épica universal —como anticipa el título de su libro— no pudo ser un hombre, sino una mujer.
Previendo una objeción “mayor” contra su dictamen, Butler rebate:
Se me rebatiría con el argumento de que es demasiado improbable que cualquier mujer, fuera quien fuera, de la edad que fuese, tuviera la capacidad para escribir una obra maestra como lo es la Odisea. Pero lo mismo se aplica, fuese el varón que fuese. En los cientos de años desde que la Odisea se escribió, ningún varón ha vuelto a escribir algo que pueda compararse con esta. Es en extremo improbable que el hijo de un comerciante de telas de Stratford pudiese haber escrito Hamlet o que un hojalatero de Beforshire pudiese producir una obra maestra como The Pilgrim’s Progress (El progreso del peregrino desde este mundo al venidero, mostrado como un sueño), de John Bunyan. Una obra admirable requiere de un trabajador admirable, pero hay mujeres admirables como varones admirables (ibidem).
Demos por hecho (para el propósito de hoy) la conjetura de Samuel Butler —que el autor de la épica no fue un tal Homero sino una poeta siciliana— y, en lugar de elaborar con esta una novela —como lo hizo Robert Graves en La hija de Homero (1955)—, tomémosla y fijémosla como telón de fondo, o mejor como un paisaje, porque el paisaje, que tiene vida propia —cambia segundo a segundo—, no será nuestro protagonista, sino eso que da el paisaje: ambiente y una forma de gubernatura del ánimo.
El eje de nuestro estudio el día de hoy es la reelaboración o el rebobinamiento en un carrete distinto de la épica, su otra vuelta de tuerca y su necesaria protagonista: la heroína. No será la Penélope hogareña bordando, aunque a esta no la descartaremos, queda en nuestra narración porque ella también tiene voz de bardo —como los que iban recitando a su paso las aventuras de Héctor y Aquiles—, voz de narradora —a lo Scheherezada—, tiene aguja y pluma en mano, escribe las aventuras de los que pelean por las Troyas.
Pongamos en el foco a las mujeres que viven en carne propia la aventura, y entre ellas a las clásicas, y para mí muy queridas, Amazonas o Antianiras de la Ilíada. No a las Penélopes, sino a las Pentesileas.
Otro brochazo al paisaje
El que llamé prefacio, entonces, se nos ha vuelto el paisaje —la autora siciliana y sus protagonistas, los varones heroicos—. Sobre este, trazaré, en corto, la épica de la que yo quisiera ser autora: el texto que tiene por trama, por centro, por motto, por tono, las vidas y las obras de las autoras de nuestra lengua. Conocidas, célebres o no, leídas u olvidadas, ellas serán mis heroínas, con sus personajas y sus batallas. Ellas correrán las aventuras, confrontarán los demonios colectivos, se dispondrán a derrotar a los tiranos —y a veces a suplantarlos—, querrán desplazar al poder, cambiar las leyes; sitiarán la ciudad y sus costumbres.
Antes de comenzar el trazo, el croquis de mi narración, anexo un brochazo al paisaje, surgido de la trama inmediata que estoy por contar. Tal como le ocurre al color del cielo a la distancia, que depende del inmediato tono de la superficie del mar: el brochazo al paisaje lo da María Enriqueta Camarillo (autora mexicana del siglo XIX) con la novela corta El consejo del búho. Un joven huérfano es el centro de la historia, es el “héroe”, el que lleva la historia colectiva a cuestas. Pasará de la provincia a la capital, donde aprenderá y heredará un oficio. Un oficio significativo. Será sastre, el que da la apariencia de urbanidad a los caballeros.1
Mientras que el héroe de la novela de María Enriqueta Camarillo conquista la gran ciudad, hace fortuna y gana dinero, olvida su vida provinciana y con esta a su amiga más querida, la mujer —sonriente y pura—, como buena Penélope, espera y espera… hasta que de pronto, llamado tal vez por la ansiedad del matrimonio (así puede leerse en el texto la asociación), el héroe vuelve a casa, regresa por su primer amor, a quien da por muerta varias veces en el trayecto. Ella es su raíz, y será quien haga la narración de su historia, esto es: ella es quien le da sentido al hacedor de trajes.
Conservemos a María Enriqueta Camarillo ahí, al lado de la siciliana autora de la Odisea, adición a nuestro paisaje.
La ciudad
Quede el paisaje a la distancia, escondido tras construcciones, cables y otros elementos del espacio urbano, para acercarnos a lo nuestro: la épica que yo quisiera para mí, consistiría en narrar la trepidante trama de nuestras autoras, sus obras y vidas, pasando de una generación a la subsiguiente —saltándome tal vez algunas—, yendo de archiconocidas como Teresa de Ávila y Juana de Asbaje, a desconocidas pero grandes autoras. Yo escribiría, teniéndolas a ellas de heroínas, una épica fundadora, Historia y leyenda, o tal vez más leyenda que Historia, como debe ser una épica.
La leyenda tiene relativa autorización de la Historia, cuenta con el voto popular, corre de boca en boca —del barco al poeta, del poeta al novelista, hoy tal vez del novelista al cineasta o al guionista, y de este a la comunidad, al pueblo.
La trama de la aventura que yo quisiera escribir incluiría las obras y vidas de estas autoras. Narrarlas como si fueran más allá, más expansibles que la Historia: la raíz nuestra, las Héctoras y Aquilas. En una voz colectiva, que fuera también personal. Darle, diría la doctora Mohssine, otra vuelta a la épica, un sentido diferente a la leyenda colectiva, en una forma también nueva, en otra dirección. Redimensionar a estas autoras sería cambiar el cuerpo histórico y el literario —el canon literario—, no sólo las proporciones.
Cada una de ellas figuraría con y por su heroísmo, su batalla, su triunfo y su derrota. Cada una de ellas desafiaría a un tirano, a leyes injustas —como la pena de muerte—, a costumbres, a prejuicios (contra la mujer, contra los indios), a los demonios, a ciertas ideas, y algunas también al Bien, porque sin duda hay héroes malvados —es el encanto mayor de los batmanitos o supermanitos—: van destruyendo mientras luchan contra el mal, siempre conflictuados y sicológicamente inestables.
Otras de las autoras, sus personajes y tramas, defenderían un punto teológico, una posibilidad teórica, o, muy importante, la fantasía, la imaginación, ese recurso que es necesario alimentar con educación y rigor para encontrar salidas a encrucijadas sociales o ecológicas difíciles, o para defender la libertad de pensamiento.
Empezaría mi aventura con Teresa de Ávila. De familia de marranos (su abuelo y padre señalados por la Inquisición por prácticas