El heroísmo épico en clave de mujer. Ana Luísa Amaral
acordar de mí. Por allá en el monte, los soldados nos hacían unas cuevas de piedras donde nos metíamos. Él nunca me dejó que me desvistiera, no, nunca; dormía vestida con los zapatos puestos para lo que se ofreciera a la hora que se ofreciera; el caballo ensillado, preparado para salir. Venía él y me decía: ‘¡Acuéstate!’. Era todo lo que me decía: ‘¡Acuéstate!’. Que veía algún movimiento o algo: ‘¡Ya levántate, prepárate porque vamos a salir para donde se nos haga bueno!’. Yo nunca me quité los pantalones, nomás me los bajaba cuando él me ocupaba, pero que dijera yo, me voy a acostar como en mi casa, me voy a desvestir porque me voy a cobijar, eso no; tenía que traer los pantalones puestos a la hora que tocaran: ‘¡Reunión, alevante!’, pues vámonos a donde sea… Mi marido no era hombre que la estuviera apapachando a una, nada de eso, era hombre muy serio. Ahora es cuando veo yo por allí que se están besuqueando y acariciando en las puertas. A mí se me hace raro porque mi marido nunca anduvo haciendo esas figuretas. Él tenía con qué y lo hacía y ya.”
Su pubertad tampoco le dejó una huella indeleble:
“Ahora todo se cuentan; se dan santo y seña de cochinada y media. En aquel tiempo, si tenía uno sangre, pues la tenía y ya. Si venía, pues que viniera, y si no, no. A mí no me dijeron nada de ponerme trapitos ni nada. Me bañaba dos o tres veces al día y así toda la vida. Nunca anduve con semejante cochinada allí apestando a perro muerto. Y no me ensuciaba el vestido. No tenía por qué ensuciarme. Iba, me bañaba, me cambiaba mi ropa, la tendía y me la volvía a poner limpiecita. Pero yo nunca sufrí, ni pensé, ni me dolió nunca, ni a nadie le dije nada.”
Frente a la política mexicana su reacción fue de rabia y desencanto:
“¡Tanto banquete! A ver, ¿por qué el presidente no invita al montón de pordioseros que andan en la calle? A ver, ¿por qué? Puro revolucionario cabrón. Cada día que pasa estamos más amolados y el que viene nos muerde, nos deja chimuelos, cojos y con nuestro pedazo se hace su casa.”
Los demás tampoco le brindaron consuelo alguno:
“Es reteduro eso de no morirse a tiempo. Cuando estoy mala no abro mi puerta en todo el día; días enteros me la paso atrancada, si acaso hiervo té o atole o algo que me hago. Pero no salgo a darle guerra a nadie y nadie se para en mi puerta. Un día que me quede aquí atorzonada, mi puerta estará atrancada… Porque, de otra manera, se asoman los vecinos a mirar que ya está uno muriéndose, que está haciendo desfiguros, porque la mayoría de la gente viene a reírse del que está agonizando. Así es la vida. Se muere uno para que otros rían. Se burlan de las visiones que hace uno; queda uno despatarrado, queda uno chueco, jetón, torcido, con la boca abierta y los ojos saltados. Fíjese si no será dura esa vida de morirse así. Por eso me atranco. Me sacarán a rastras, ya que apeste, pero que me vengan aquí a ver y digan que si esto o si lo otro, no, nadie… nadie… nadie… sólo Dios y yo. Ultimadamente, entre más se deja uno más lo arruinan. Yo creo que en el mismo infierno ha de haber un lugar para todas las dejadas. ¡Puros tizones en el fundillo!”
Me atraían su rebeldía, su agresividad: “Antes de que a mí me den un golpe es porque yo ya di dos”. Permanece su esencia, su fuerza redentora, una huella del México de 1910, aunque su cara cambie. A punto de caer en la verdad, el instinto de conservación de Jesusa la hizo distraerse y soñar, y eso la salvó. Al porqué metafísico lo volvió en sus “visiones” y dulcificó el cosmos al poblarlo de sus seres queridos.
Sí, la Jesusa es como la tierra, tierra fatigada y presta a formar remolinos. Busquen y encontrarán su cara en las manifestaciones, en los mítines y en toda la constelación de protestas que repica cada vez más fuerte. Busquen y la verán salir de las bocas del metro, la hallarán en la maraña de rieles bajo el puente de Nonoalco, en los ojos radiantes de las muchachitas que apenas se asoman a la vida, en las manos que tallan, en las que sirven el café en jarros de barro, en la mirada de las mujeres que saben tenderse sobre la hierba fresca y mirar el sol sin parpadear.
A la Jesusa me parece verla en el cielo, en la tierra y en todo lugar, así como una vez estuvo Dios, Él, el masculino.
Jesusa Palancares murió en su casa, Sur 94, manzana 8, lote 12, Tercera Sección B, Nuevo Paseo de San Agustín. Más allá del aeropuerto, más allá de Ecatepec, el jueves 28 de mayo de 1987 a las siete de la mañana. En realidad, se llamaba Josefina Bórquez, pero cuando pensaba en ella pensaba en Jesusa.
Murió igual a sí misma: inconforme, rejega, brava. Corrió al cura, corrió al médico; cuando pretendí tomarle la mano, dijo: “¿Qué es esa necedad de andarlo manoseando a uno?”. Nunca le pidió nada a nadie; nunca supo lo que era la compasión para sí misma. Toda su vida fue de exigencia. Como creía en la reencarnación, pensó que esta vez había venido al mundo a pagar deudas por su mal comportamiento en vidas anteriores. Reflexionaba: “He de haber sido un hombre muy canijo que infelizó a muchas mujeres”, porque para ella ser hombre era sinónimo de portarse mal.
Un día antes de morir nos dijo: “Échenme a la calle a que me coman los perros; no gasten en mí, no quiero deberle nada a nadie”. Ahora que está bajo tierra y que alcanzó camposanto, quisiera mecerla con las palabras de María Sabina, tomarla en brazos como a una niña, cobijarla con todo el amor que jamás recibió, entronizarla como a tantas mujeres que hacen la historia de mi país: México, y que México no sólo no acoge, sino que ni siquiera reconoce.
En esa casa de Sur 94, arriba, en el techo, Jesusa armó su última morada, con palitos, con ladrillos, con pedazos de tela. A pesar de que tenía una estufa, puso en el suelo un fogoncito y sobre un mecate colgó sus enaguas que convirtió en cortina, una cortina con mucha tela que separaba su lecho del resto de la mínima habitación. Tenía su mesa de palo que le servía para planchar y para comer, y bajo la pata coja, un ladrillo que la emparejaba. En un rinconcito, arrejuntó a todos sus santos, los mismos que vi en la otra vecindad. El Santo Niño de Atocha, con su guaje y su canastita, su sombrero de tercer mosquetero con pluma de avestruz y su prendedor de concha, esperaba impávido la adoración de los magos. Antes, las gallinas cacareaban adentro y gorjeaban su ronco zureo las palomas; ahora, fuera del cuarto, en un espacio de la azotea, Jesusa hizo que comenzara el campo. Puso una rejita que a mí siempre me pareció inservible, unos viejos alambres oxidados, una cubeta sin fondo a modo de valla o defensa: tablitas, palos de escoba, cualquier rama de árbol encontrada en la calle, y los amarró fuerte, y esos palos muy bien amarraditos cercaron por un lado a sus gallinas y por el otro a sus macetas, yerbabuena y té limón, manzanilla y cebollín, epazote y hierba santa. Había dificultado el acceso a su casa, para que ella fuera la única dueña de la puerta; un camino estrecho que llevara al cielo, y sólo ella le abriera al sediento.
En México, la dignidad que tiene la gente del campo se diluye en las villas de miseria, muy pronto avasallan el plástico y el nylon, la transa y la trácala, la basura que no es degradable y degrada y la televisión comprada en abonos antes que el ropero o la silla. A diferencia de los demás, Jesusa subió a su azotea un pedazo de su Oaxaca y lo cultivó. Cruzó sin chistar todos los días esas grandes distancias del campesino que va a la labor: dos y tres horas de camión para llegar a la Impresora Galve en San Antonio Abad; dos o tres horas de regreso a la caída del sol, cuando todavía pasaba a comprar la carne de sus gatos y el maíz de sus gallinas. Una vez, tuvo una hemorragia en la calle y se sentó en la banqueta. Fue el principio del fin. Alguien ofreció llevarla a un puesto de socorro. No aceptó, se limpió como pudo, pero como temió marearse de nuevo en el autobús y ensuciarlo, se vino a pie bajo el sol, tapándose con su rebozo, como un animal en agonía que sólo quiere llegar a su guarida, de la avenida San Antonio Abad a Ecatepec, hasta su casa en San Agustín. Como burro, como mula, como muerta en vida, como quien se muere y da la última patada, caminó paso a paso, anciana, en un esfuerzo inconmensurable sin que nadie se diera cuenta de que esta mujer pequeñita estaba haciendo una proeza tan atroz y tan irreal como la del alpinista que estira su cuerpo hasta su última posibilidad para llegar a la punta del pico más alto de los Andes. Imagino el esfuerzo desesperado que debió costarle ese viaje. La veo bajo el sol ya fuera de sí, y se me encoge el alma al pensar que era tan humilde o tan soberbia (las dos caras de la misma moneda) para no pedir ayuda. A partir de ese momento, Jesusa no volvió a ser la de antes. Le había exigido demasiado a su envoltura humana, esta