El heroísmo épico en clave de mujer. Ana Luísa Amaral

El heroísmo épico en clave de mujer - Ana Luísa Amaral


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para que la inmortalice como personaje en un futuro relato ficticio, la propia gitanilla borra su faceta heroica y, con ella, su falla de deslealtad y traición. En esa vida imaginaria, deseada, María se despoja de sus cualidades “varoniles” sin por ello adoptar una pasividad “femenina”, y borra, con el desenlace feliz, los obstáculos a su propia felicidad amorosa. La novela de Boullosa no sugiere con esto que María traiciona su origen gitano, sino que apela al potencial de la literatura para darle a una protagonista desdichada la vida que le habría gustado vivir, así sea dentro de los límites de la imaginación en una mujer de su época.

      En la transformación de María después de Lepanto y en su diálogo con Cervantes, Boullosa retoma el tópico de la pasión desdichada, pero lo inscribe en un marco más amplio, histórico, social y comunitario, que resulta más decisivo. Si la protagonista reconoce al final el sentido de sus actos, en cierto modo está actuando como personaje trágico a punto de toparse con la fatalidad del destino, un destino escrito tiempo atrás, así sea en una promesa impuesta: el juramento de lealtad que Zaida impusiera a Luna de Día y a María antes de la salida de esta de Granada.

      Desgarraduras: Zaida, sobreviviente y sicaria

      El acontecer histórico y las pasiones y lealtades encontradas que extravían a los personajes de lo que habrían podido ser —en otra época y no sólo si no se hubieran equivocado— marcan tanto a María como a la sociedad granadina y a Zaida, su antigua amiga dispuesta ahora a cobrarle lo que considera su traición.

      En la hija de Yusuf y aguerrida defensora de Galera, se entrecruzan con mayor intensidad aún las desventuras de un destino individual y los influjos de una época conflictiva y violenta. La antagonista de María, valiente, heroica y vil, es quizá el personaje más siniestro, conmovedor y de más terrible actualidad en la novela. Su figura desde el pórtico de Galera es la de una sobreviviente convertida en máquina de matar por la violencia exacerbada que ha atestiguado y experimentado.

      Ser sobreviviente en este caso implica más que cargar con culpa y duelo. A diferencia de María, Zaida no olvida su identidad, su origen. Al perder una primera misión, la de defender Galera, se impone otra, menos constructiva, más brutal. Despojada de afectos y lazos familiares y comunitarios, se ha convertido en un ser arrinconado, semejante a un animal perseguido. Con la destrucción de la comunidad plural granadina, sugiere la novela, se perdió una tradición, un modo de ser, una cultura, una forma de convivencia, un sistema de valores que daba sentido al ser y al actuar en el mundo. Las pérdidas personales y la experiencia de la violencia extrema, sugiere la autora implícita, deshumanizan, en el sentido de perder la capacidad de empatía y de reconocimiento del otro, de normalizar y justificar la propia violencia como defensa necesaria ante el “enemigo”. Zaida así justifica su sed de venganza contra quienes, a sus ojos, la han traicionado, y cristaliza en su “enemiga”, María, sus miedos y odios, su dolor y su afán de exterminio.

      En Precarious life, escrita como esta novela a la luz del 11 de septiembre del 2001, la filósofa Judith Butler habla de las vidas cuya pérdida no se reconoce porque se les ha relegado al margen de la comunidad humana o se les ha negado su condición humana. Contra la reducción del otro al “enemigo”, plantea, retomando a Levinas, la necesidad de reconocer y reconocerse en el otro para reconocer la propia vulnerabilidad, la precariedad de la vida, bajo la sombra de la violencia. Reconocer al otro es mirar su cara, ver en ella la humanidad de la persona, la fragilidad de su existencia y revalorarla, para ser capaz de llorar su pérdida también. Butler señala así mismo la necesidad de “interrogar el surgimiento y desvanecimiento de lo humano en los límites de lo que se puede saber, oír, ver, sentir” (Butler, 2004: 151).

      Mientras que a María su autora le concede un espacio para la recuperación de su humanidad, de su ser humana, con sentimientos, sueños, esperanzas de “otro modo de ser”, así sea en la literatura, Zaida queda al margen de los afectos y pasa a formar parte de quienes ven el mundo en blanco y negro. Su autora no la crea, sin embargo, como un monstruo, aunque la voz narrativa se refiera a veces a ella como un ser sólo lleno de odio, “una venganza a medias viva” (p. 227), pues a través de su historia deja ver el impacto de la violencia extrema del contexto social, en la configuración y transformación de su persona.

      Zaida llega a Nápoles cuando la bailaora, transformada en Pincel, ha zarpado en la Real. Encuentra a Gerardo, el padre de María, a Carlos y Andrés casi enseguida y descubre que su antigua compañera se ha unido a las tropas cristianas en busca de Jerónimo de Aguilar, soldado del destructor de Galera. Más lista y rápida que María, descubre también que esta ha mandado enterrar el libro plúmbeo y ha abandonado, así sea por un tiempo, su talismán, la cruz morisca que debiera protegerla y recordarle su misión.

      El enfrentamiento final con María, quien para ella representa la mayor traición a su origen, a su comunidad, a su misión y a la amistad, corresponde desde luego a su transformación en una mujer despiadada. Este cambio, sin embargo, no es irracional; se debe al impacto de la violencia continua y demoledora que ella ha vivido y que ha aprendido a reproducir, primero para defenderse y defender a los suyos, luego para vengarse de su muerte.

      Zaida queda varada en Venecia, las venas más llenas de rabia que nunca. Había soñado con unir sus fuerzas a María, para eso la quería, para incorporarla a su banda. Nápoles la recibió con la nueva de que, en lugar de contar con una aliada más, tiene en la lista un mayor número de enemigos. La nueva ha privado a Zaida de lo único amable que ella creía le restaba en el mundo (p. 278).

      A la vez inhumana y demasiado humana, en Zaida se cruzan las fronteras del bien y del mal, se asienta el fanatismo, se percibe un ideal inalcanzable y una lealtad imposible a un bien superior ya extraviado. Aferrada al pacto que ella le impusiera a María: “Si una falta […] le haremos pagar con la vida” (p. 157), más que simple vengadora, Zaida parece erigirse en fuerza del destino, en agente de una muerte anunciada.

      Así, cuando alcanza a María en Mesina, ignorando que esta ha dejado a las tropas cristianas para retomar su vida anterior, Zaida la acecha en la calle. No la interpela más que para detener sus pasos. Su voz sólo se alza como advertencia final, cuando la insulta —“¡Ten! ¡Mierda! ¡Traidora!”— y se abalanza sobre ella y la apuñala hasta partirle “el corazón en pedazos” (p. 425). Este asesinato brutal, sin mirar a su víctima, sin explicación, es un acto de venganza y un castigo. Zaida cumple así su parte del pacto contra quien ha roto un juramento de lealtad. Mata “a la deleznable amiga de los cristianos, a la asquerosa soldada de su ejército contra los mahometanos” (p. 426). A sus ojos, nada perdona que María haya roto todos los lazos de lealtad que, por origen y afinidad, debería haber preservado y honrado siendo fiel a su misión.

      Lejos de preguntarse, como podemos hacerlo nosotros, ¿hasta qué punto se debe lealtad a la sociedad y a la historia cuando se contraponen a una pasión personal que la sociedad y su tradición también han alentado?, Zaida, según la voz narrativa, ejecuta “una matanza tras la otra, mecánicamente, sin pensar, sin sentir” (p. 426). No hay en ella resquicio de amistad, capacidad de afecto o amor, la violencia es ya su única pasión o el único motor de sus acciones.

      En este personaje, mujer heroica en Galera, sobreviviente tras la derrota, sicaria y vengadora, Boullosa ha recreado y renovado la figura de la “enemiga” del orden, la imagen de la mujer furiosa, desquiciada, cuya destructividad alcanza lo monstruoso. Su muerte, que le impide realizar la hazaña —o crimen— de matar al sultán Selim II, traidor a su hermano y engañador de su propio padre, no es la de una


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