Tormenta de magia y cenizas. Mairena Ruiz

Tormenta de magia y cenizas - Mairena Ruiz


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tan poca luz en el Aguadero que sus pupilas habían devorado casi por completo el azul de sus ojos. Pero no del todo.

      —Puedo decirte que no he vuelto por mí —añadió al cabo de un momento—. Pero estoy encontrando razones para seguir aquí que son solo mías.

      —¿Como cuáles?

      Luther se retiró un poco y bebió de su vaso.

      —James ha sugerido lo mismo que tú. Que dé clases a más gente. Y me lo estoy pensando.

      —¿En serio? Me parece estupendo.

      —¿De veras?

      —Estoy segura de que mucha gente se apuntaría. Sara, por ejemplo. Lo usa para tocar el piano, me fijé el otro día.

      —Has empezado a verlo, ¿eh?

      —Es extraño. A veces estoy observando algo y ni me doy cuenta de que lo que estoy viendo es magia, y otras, por mucho que intente concentrarme en algo distinto, me es imposible no verla.

      —¿Y has vuelto a probar por tu cuenta?

      Me puse seria sin poder evitarlo, acordándome del fallido intento con la planta y del más reciente incidente con el caballo.

      —No —me limité a decir.

      Luther pareció entenderme, porque sonrió con suavidad.

      —Cuando te digo que eres buena no lo digo por decir, pero eres mucho más mayor de lo habitual y esta es una disciplina complicada. Tienes que practicar más y perderle el miedo.

      —Ya, ya lo sé. Pero en clase todo parece tan fácil que luego…

      —Dame la mano.

      Le ofrecí mi mano derecha y él la cogió, poniéndola boca arriba. De forma instintiva, creé una bola de magia y Luther sonrió.

      —Ahora no estamos en clase.

      —Estoy algo borracha —confesé innecesariamente—. Todo fluye mejor.

      Luther se puso serio y acercó su otra mano a mi magia. La tocó con un dedo, con cuidado, haciéndola girar sobre sí misma. Acerqué mi mano izquierda y la detuve, luego la giré en sentido contrario. Luther alejó sus dedos, expandiéndola. Puse un dedo sobre ella, sintiendo cómo seguía girando bajo mi piel.

      Un fuerte golpe junto a nosotros nos sobresaltó y nos apartamos con un respingo. Los chicos habían vuelto a la mesa con más jarras de cerveza. Luther y yo les dejamos sitio y Sara consiguió sentarse entre Ethan y Noah.

      —Aileen Dunn bebiendo con Luther Moore —balbuceó Noah.

      Fue a decir algo más, pero se le olvidó y se quedó con la mano en el aire.

      —Más raro es ver a Luther Moore en el Aguadero —dije yo—. Sin corbata ni nada, tan…

      Lo señalé con las manos, buscando la palabra.

      —… normal —dije al fin.

      McTavish se rio y alzó su copa hacia mí.

      —No es tan raro —protestó él—. Ni siquiera es la primera vez que vengo desde que volví.

      —Pues yo si no llego a verlo no me lo hubiera creído.

      —Lo dices como si tú fueras a cualquier sitio —protestó Ethan, menos tímido gracias al alcohol—. No has pisado un baile de la corte en siglos.

      —Desde mi último cumpleaños —añadió Sara.

      —¿Has estado en bailes de la corte? ¿Tú? —bromeó Luther, exagerando su incredulidad—. No habrán sido de gala.

      —No hace tanto —protesté—, aunque solo por Sara. Y no es lo mismo.

      Luther se encogió de hombros, reclinándose en el banco.

      —No pasa nada, no todo el mundo puede tener mi capacidad de adaptación.

      —Soy lo que soy —dije, dando por terminada la discusión.

      Tras un rato más de conversación, empezó a sonar una canción lenta y McTavish se incorporó nada más escuchar las primeras notas. Pensé que iba a invitar a Sara a bailar, pero Luther se rio.

      —Nuestra canción —le dijo.

      McTavish sonrió, extendió una mano hacia él, que volvió a reírse, e insistió:

      —Por los viejos tiempos.

      Luther se puso en pie y aceptó la mano de McTavish, que lo llevó a la pista de baile. Luther, que era bastante más alto que él, le rodeó la cintura y McTavish apoyó la mejilla contra su hombro.

      —No quiero imaginarme la cantidad de símbolos de kohl que habrá borrado McTavish —comentó Noah mirándolos.

      Sentí cómo me sonrojaba y clavé la mirada en mi vaso. Podía sentir también la incomodidad de Claudia y Liam, pero Ethan parecía confundido.

      —¿A qué te refieres?

      Noah parpadeó, como dándose cuenta de que había hablado en voz alta. Por suerte, Sara le evitó dar la explicación:

      —Es una costumbre sureña muy antigua. Hay gente que se dibuja símbolos con kohl en el cuerpo cuando van a acostarse por primera vez con alguien. Aileen.

      Alcé la cabeza, sobresaltada.

      —¿Me acompañas a por otra copa de vino?

      —Por supuesto —contesté poniéndome en pie de un salto.

      Un par de horas más tarde, cuando estuvo claro que los chicos acabarían en el sanador si seguían bebiendo como McTavish, decidimos que era hora de irnos a casa. Los chicos estaban demasiado borrachos para intentar montarse siquiera a sus caballos, así que los ayudamos a subir al carruaje, con Claudia.

      —Sara, ¿prefieres el pescante o apretarte en el carruaje?

      —De ninguna manera —intervino McTavish—. Nosotros podemos llevar a la señorita Blaise.

      Pude ver que Sara se sintió inmediatamente dividida. Odiaba tener que ir en el pescante, pero apretarse con otras cuatro personas en el carruaje no era mejor opción. Aunque tampoco estaba dispuesta a irse sola con Luther y McTavish.

      —Aileen, ¿por qué no nos acompañas tú también? —sugirió Luther.

      —Claro.

      Dejé a Liam al mando de las riendas una vez más y esperé a que trajeran el carruaje de Luther y McTavish, que tenía conductor. Era un chico del Subcomité Social, cuyo nombre no recordaba.

      McTavish acabó sentado junto a Sara, así que yo me senté con Luther. Apenas había arrancado el carruaje cuando McTavish se quedó dormido, con la cabeza apoyada en el hombro de mi amiga. Ella no tardó mucho en quedarse dormida también, apoyándose en él a su vez.

      —Sabe que no tiene ninguna posibilidad, ¿verdad? —le pregunté a Luther en un susurro.

      —No lo subestimes —me contestó.

      Negué con la cabeza, poco convencida, y suspiré.

      —¿Puedo hacerte una pregunta? —dije al cabo de un rato, en voz baja.

      —Por supuesto.

      —¿A qué te dedicabas antes de venir a la corte? Todo este tiempo he pensado que no tendrías profesión, pero cuanto más te conozco… más improbable me parece.

      Luther sonrió.

      —He trabajado siempre dirigiendo las minas de mi madre. Cuando ella murió hace unos años me hice cargo de todas.

      —Ah, magnate minero, como los Vincent.

      Luther se rio.

      —No, no como los Vincent. No tenemos tantas.

      —Nadie tiene tantas minas como los Vincent.


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