Tormenta de magia y cenizas. Mairena Ruiz
darnos cuenta —me dijo con suavidad.
Me encogí de hombros, sintiéndome increíblemente estúpida. En el sur no se hablaba nunca de magia oscura ni de magia mental, y lo único que había descubierto en la corte, a base de meter la pata y quedar como una ignorante, era que no tenían nada que ver entre ellas.
—Podemos utilizar la magia para transmitir emociones a los animales. Usar señales que conocen y ampliarlas. Aunque no podemos manipular su voluntad, porque sus mentes no funcionan como las nuestras —me explicó, con el sonido de los cascos de los caballos acompañando sus palabras—. La magia mental te permite acceder a la mente de otra persona y manipularla. Puedes cambiar sus recuerdos, o hacerle creer que desea hacer algo, pero solo porque puedes entender cómo piensa.
—¿Y no funciona con los animales?
—No, solo con las personas.
Asentí.
—¿Hay algo más sobre lo que tengas dudas? —me preguntó Luther.
Me mordí el labio, buscando las palabras adecuadas.
—Sé que se le aplica la misma ley que a la magia oscura. Es decir, que está prohibido utilizarla para hacer daño, de la misma forma que está prohibido… envenenar a alguien, o atacar a otra persona con armas. Sin embargo, la magia oscura sí se sigue utilizando, mientras que la única vez que he oído que se ha usado la magia mental fue cuando… —Me obligué a terminar la frase—: Cuando Mikke.
Luther cogió aire, y supe que le había sorprendido que sacara el tema.
—Fue Mikke quien insistió en usarla. Quiso mostrarle al Consejo sus recuerdos, que vieran por ellos mismos lo que había pasado aquella noche. ¿Sabes lo que ocurre cuando compartes un recuerdo?
Negué con la cabeza.
—Se queda grabado para siempre. No le afecta el paso del tiempo, no cambia, no pierde detalle. Lo recuerdas como si acabara de pasar durante el resto de tu vida. Es como… una cicatriz en tu mente. Y en la de aquellos que ven ese recuerdo.
Dejamos pasar un largo momento en silencio.
—Lowden estaba entonces en el Consejo, ¿verdad?
Luther asintió y sentí que un escalofrío me recorría.
—Nunca he usado magia con animales —dije, cambiando de tema—. ¿Cómo funciona?
—¿Estás segura de que quieres probar? Podemos dejarlo.
—No, no te preocupes.
—Está bien. Concéntrate en tu magia.
Cerré los ojos, intentando dejar mi mente en blanco. Me centré en el olor a tierra mojada, en el sonido de los pájaros que piaban desde los árboles.
—¿Es la primera vez que montas esta yegua? —me preguntó Luther.
Negué, concentrada.
—Bien. Cuanto más se conoce al animal más fácil es comunicarle tus emociones. Pon tu mano en su cuello.
Abrí los ojos e hice lo que me decía, acariciando con suavidad su áspero pelo.
—¿Cómo te sientes?
Lo pensé un momento, y la respuesta, después de la conversación que habíamos tenido, me sorprendió.
—Relajada.
—Transmíteselo.
No tuve que preguntar cómo hacerlo. De forma instintiva, le indiqué al animal que todo estaba bien y este aminoró el paso, tranquilo. El caballo de Luther nos imitó.
—Muy bien. Ahora piensa en algo que te haga feliz.
Apenas dudé, ya que enseguida me vino a la mente lo poco que faltaba para el Festival de la Cosecha, en Olmos. La alegría, la felicidad, la fiesta en torno a las hogueras… El caballo trotó varios pasos y no pude evitar reírme.
—Piensa… en bailar.
Recordé el último baile de gala al que había asistido, con su lenta música norteña, y la yegua empezó a alzar las patas, al ritmo de una música que solo existía en mi cabeza. Me giré con una sonrisa hacia Luther, incrédula. Él sonrió también.
—Ahora vamos a echar una carrera. Al menos intenta ganarme, ¿de acuerdo?
Y, sin darme tiempo a reaccionar, Luther espoleó su caballo, que salió disparado. Tras un breve instante, mi yegua sintió mis ganas de ganar y mi urgencia y se lanzó también a la carrera, cabalgando más y más rápido.
Estábamos dándoles alcance cuando una bandada de pájaros alzó el vuelo a nuestro alrededor y, por un momento, todo se mezcló. Su miedo, mi sorpresa, la incomprensión de la yegua al percibir una amenaza que no podía ver. Todas nuestras emociones se entremezclaron y no fui capaz de contenerlas.
Uno de los pájaros se arrojó sobre mí para arañarme con sus garras, y la yegua reaccionó aterrorizada a mi dolor y se encabritó. Salté de lado sobre el barro para evitar caer tras ella y me encogí, protegiéndome la cara del pájaro, que seguía atacándome. La yegua, libre de mi peso y mi magia, se lanzó a cabalgar de vuelta al castillo y me dejó allí tirada.
Luther llegó por fin, descabalgando de un salto y alejando al ave con un gesto de su mano.
—¿Estás bien? —me preguntó mientras se agachaba junto a mí.
Con el corazón aún desbocado, aparté los brazos de mi cabeza y me incorporé con cuidado. Me dolía todo el cuerpo, estaba llena de cortes, arañazos y barro, y encima mi jersey estaba hecho jirones.
—No, no estoy bien. ¿Puedes ayudarme? —le pregunté a Luther ofreciéndole mis brazos ensangrentados.
Luther dudó un momento y luego extendió sus manos sobre uno de los arañazos más superficiales. Tras unos largos segundos de silencio, en los que Luther parecía más concentrado que nunca, nada ocurrió. Con un nudo en el estómago, me di cuenta de lo que pasaba y aparté mis brazos rápidamente.
—Déjalo, ya lo hago yo.
Luther tuvo la decencia de sonrojarse ante mi tono de voz. ¿Cuánta magia oscura debía haber utilizado para ser incapaz de curar un mísero arañazo? Y, además, debía haber sido recientemente, si aún no se le habían pasado los efectos.
Intenté no pensar en ello, concentrándome para poder cerrar los cortes más grandes de mis brazos y mis hombros. Sentía algunos más en mi espalda, pero no podía curarlos sin ayuda.
—Será mejor que te pongas esto —me dijo Luther quitándose su jersey, bajo el que llevaba una camisa azul cielo.
—No he llevado hilo de oro en mi vida —le espeté, indignada—, y no pienso empezar ahora.
Luther resopló.
—No puedes volver así —me dijo señalándome.
Cubierta de barro y de sangre, y casi en ropa interior.
—Prefiero volver así a llevar hilo de oro —insistí poniéndome en pie.
O al menos intentándolo, porque me dio un fuerte pinchazo en el tobillo y me caí de culo al barro una vez más. No sabía cómo curar un tobillo torcido, ni me quedaban energías para intentarlo después de haber tenido que sanar yo misma mis cortes, así que sentí mi enfado y mi indignación crecer aún más, acompañados ahora de mi vergüenza. Por estar tirada en el barro medio desnuda, por no haber podido mantener el control de mi yegua, por haberle dado el beneficio de la duda a Luther y haber olvidado una vez más quién era en realidad: un norteño que usaba la magia oscura, expulsado de la corte tras la guerra por el papel que había jugado en ella.
Apreté los dientes, haciendo todo lo posible por contener las lágrimas.
—Aileen, hace demasiado frío y estás herida, tienes que ponerte esto —insistió Luther ofreciéndome una vez más su jersey.
Me