Tormenta de magia y cenizas. Mairena Ruiz

Tormenta de magia y cenizas - Mairena Ruiz


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puso el jersey y yo observé la camisa de algodón azul. No era un color que vistiera de normal, pero tenía frío y estaba cansada. Solo quería volver a casa.

      Me quité el jersey destrozado y me puse su camisa, todavía cálida por el contacto con su piel. Me quedaba algo larga, así que até los faldones en torno a mis caderas.

      —Permíteme ayudarte —me dijo Luther entonces, poniéndose en pie y ofreciéndome su mano.

      Tras un segundo de duda, la acepté y dejé que me ayudara a levantarme.

      —Estamos demasiado lejos para volver andando, así que tendrás que montar conmigo.

      Yo me sonrojé y me aparté de él.

      —Imposible.

      Luther fue a replicar, pero seguí hablando antes de que dijera nada:

      —Peso demasiado para montar los dos, y más en un caballo norteño.

      —Solo vamos hasta el castillo e iremos despacio. Podemos hacerlo perfectamente.

      Sentí una extraña angustia solo de pensar en subirme al animal, pero Luther no me dio tiempo a ponerme más nerviosa. Cogió las riendas del caballo y lo situó junto a mí.

      —Tú montas primero, en la silla. ¿En qué pie te has hecho daño?

      Señalé el izquierdo.

      —Vale. Pon tu mano en mi hombro y el otro pie, en mi rodilla.

      Hice lo que me indicaba y él me cogió de la cintura.

      —Sube —me dijo entonces, impulsándome con ayuda de su magia.

      Algo torpe, conseguí pasar la pierna izquierda por encima del caballo, que ni se inmutó.

      —¿Ves? Sin problema. Échate hacia delante. Sostén las riendas.

      Me agaché sobre el pomo de la silla y Luther, poniendo el pie en el estribo y cogiéndose del pomo, montó detrás. Podía sentir cada centímetro de su cuerpo pegado al mío y su aliento contra mi cuello.

      —Tú cógete del pomo y yo llevaré las riendas —me indicó.

      Se las entregué y me sujeté a la silla, intentando no moverme.

      —No te preocupes —me dijo rodeándome con sus brazos —, no te vas a caer.

      Luther chasqueó la lengua y el animal echó a andar. Me tensé inmediatamente y él pasó uno de sus brazos por mi cintura, pegándome contra su pecho.

      —Apóyate en mí y relájate, Aileen, vas a poner nervioso al caballo.

      —Lo siento —murmuré.

      —No pasa nada.

      Intenté relajarme contra su cuerpo, siguiendo los ejercicios de respiración que me había enseñado. Podía notar el olor de su colonia y el vaivén de su pecho contra mi espalda. Tras unos instantes, incluso sentí la tranquilidad que emanaba de él.

      —Te gusta montar —le dije, sin preguntar, queriendo distraerme.

      —¿A ti no?

      Me encogí de hombros.

      —Prefiero el tren. Solo viajo a Olmos y a Nirwan, y en Nirwan me recogen siempre en carruaje.

      —Si tuvieras tu propio caballo, montarías más a menudo. Lo disfrutarías más.

      —Puede ser. Pero me parece un derroche mantener mi propio caballo, si no voy a ir a ningún sitio con él.

      —A veces es más el hecho de montar, y no el destino. Yo salgo mucho con James. —Y, al cabo de un segundo, añadió—: McTavish.

      Sonreí.

      —Sabía de quién hablabas, tranquilo. Sois muy amigos, ¿verdad?

      —James es… una persona importante en mi vida.

      Algo en su tono me hizo pensar en Ethan y Noah y, por alguna razón, no pude contener mi curiosidad.

      —¿Es, eh…? Quiero decir, James y tú… ¿Sois, o…?

      Sentí la risa de Luther contra mi espalda y su aliento en mi oído.

      —Perdona, sé que no es asunto mío —dije rápidamente—. Es solo que, no sé, un hombre norteño de tu edad, sin casarse ni nada, es raro. Porque has venido solo a la corte, ¿no? Quiero decir, que no estás casado.

      En las manos que sujetaban las riendas no había ningún anillo, aunque no todo el mundo llevaba. Y, de todas formas, había sido una tontería sacar el tema, sobre todo tratándose de algo tan personal.

      —Llevo casado… quince años —me contestó, asombrándose él mismo ante la cifra—. Pensaba que lo sabías.

      Me quedé sin palabras al pensar en la cantidad de horas que habíamos pasado juntos y lo poco que lo conocía en realidad.

      —Fue un matrimonio concertado, como tantos en aquella época. Ágata es una de mis mejores amigas, pero no hacemos vida en común. Ella tiene su trabajo en el norte, y no tiene ningún interés en volver a la corte.

      —¿Tenéis hijos?

      —No. Hace tiempo que empezamos a hablar de separarnos, aunque nunca parece ser el momento adecuado.

      No dije nada, y Luther siguió llenando el silencio:

      —Nos casamos muy jóvenes, durante la guerra, y no era el momento de tener hijos. Después esperamos hasta que la situación se normalizó, pero, para entonces, ya teníamos claro que no había nada entre nosotros excepto amistad. Dejamos pasar los años y…, en fin. Nunca es buen momento para un escándalo.

      Luther carraspeó de repente.

      —Perdona, no hablo nunca de esto, no sé por qué…

      —No pasa nada. Es raro pasar tanto tiempo juntos y no saber nada de tu vida.

      Tras unos instantes, Luther preguntó en un susurro:

      —¿Qué más quieres saber?

      Dudé, sintiendo el palpitar de su corazón contra mi espalda, mezclándose con el mío. Hablé sin darme cuenta:

      —¿Por qué te expulsaron tras la guerra? ¿Qué es lo que hiciste?

      Luther tardó tanto en contestar que, por un momento, pensé que ya no lo haría.

      —Me uní al ejército de Mikke —dijo en voz baja, como si alguien pudiera oírnos—. Entrené con sus consejeros y participé en algunas redadas.

      —¿Conocías… a mi tía? —pregunté en voz tan baja como la suya.

      —Andrea —me contestó él—. Sí, la conocí entonces.

      —¿Cómo era?

      —Dura. Muy dura. Valiente. Decidida. Completamente entregada a la causa, como Mikke.

      Continuamos cabalgando un rato más.

      —¿Por qué hablas de ella en pasado? —me preguntó Luther, de pronto—. Sabes que está en la Isla, con los demás.

      —Lo sé, es solo que… No sé, se me hace difícil imaginármela allí ahora mismo, siguiendo con su vida.

      —No sé si el exilio en la Isla se puede considerar vida… Con guardias día y noche, viviendo en una helada fortaleza y rodeados hasta el horizonte de tierra yerma. Ese es el agradecimiento que les dieron por salvarnos a todos, por ahorrarnos aún más años de guerra y sufrimiento.

      Quise decir algo, pero con los brazos de Luther rodeándome y su olor en mi piel era difícil reunir las fuerzas necesarias para llevarle la contraria, así que me callé y terminamos el camino en silencio.

      Ni siquiera le pregunté para qué había usado magia oscura, por qué no había podido curarme. Me sentía tan tranquila que apenas me importaba ya, por lo que, en lugar


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