Tormenta de magia y cenizas. Mairena Ruiz

Tormenta de magia y cenizas - Mairena Ruiz


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algunas notas, comprobando la afinación del instrumento. Yo puse un par de velas sobre una mesita baja y las encendí. Luego me tumbé boca arriba en el sofá, aprovechando que llevaba unos gruesos leotardos para poner un pie sobre el respaldo. Pronto me llegó el dulce perfume floral de las velas y sentí que la tensión desaparecía de mis músculos.

      Sara empezó a tocar y me giré hacia ella para observarla. Tras mis sesiones con Luther, podía notar cómo Sara hacía uso de su magia a la hora de tocar. No parecía ser algo consciente, sino más bien una parte más de su técnica, algo que hacía sin pensar. Había visto a mi amiga tocar innumerables veces y no había notado nunca que estuviera más cansada al terminar, como le pasaba al usar su magia para redecorar el salón, por ejemplo. Tal vez Noah también usaba magia mientras dibujaba, tendría que fijarme la próxima vez que lo viera hacerlo.

      Estaba meditando sobre todo esto cuando un hombre entró en el salón, probablemente atraído por la música, y se acercó al piano con una leve cojera. Llevaba un abrigo de montar hasta los tobillos, con largos cortes a los lados y cubierto de polvo, y los pantalones por encima de las botas, a cuadros de colores. Tenía una barba desaliñada, con reflejos rojizos, e iba despeinado, pero eso no le impidió reclinarse contra una columna y cruzar los brazos como si fuera el presidente del Consejo. No quitaba sus ojos claros de Sara, que siguió tocando sin darse cuenta.

      Cuando acabó la canción, el desconocido empezó a aplaudir con entusiasmo y Sara se giró hacia él, sobresaltada.

      —Precioso. Maravilloso.

      Tenía el acento fuerte y cerrado de la gente más pobre del norte, aquellos que descendían de marinos mercantes, aunque por la calidad de su ropa no me lo había esperado. Mientras que la mayoría de norteños de origen humilde intentaba disimular su acento en la corte, él no parecía tener ninguna intención de ocultar su origen.

      Tras un momento, el tipo se acercó a Sara y le ofreció su mano. Por pura costumbre, estoy segura, ella la tomó.

      —James McTavish —se presentó.

      —Sara Blaise —contestó ella limpiándose la mano con poco disimulo en la falda.

      McTavish sonrió y, cuando vi que pretendía apoyarse en el piano, carraspeé.

      —Aileen Dunn —me presenté desde el sofá, sin moverme.

      McTavish se acercó a mí y se quedó unos instantes de pie, esperando a que me incorporara. Tal vez, de no haber sido por las velas, me habría importado lo que pensara, pero el caso fue que me quedé como estaba.

      Al final, decidió sentarse en un sillón y poner los pies sobre la mesa. Yo sonreí. Era raro ver a un norteño que no fuera extremadamente estirado.

      —Siga tocando, por favor —le dijo a Sara.

      Ella me miró, alzando las cejas, pero continuó cuando me encogí de hombros.

      —¿Tu primera vez en Rowan? —le pregunté a McTavish.

      Él se giró hacia mí, sorprendido. Pese a lo cansado que se le veía, aparentaba menos de treinta años. Demasiado joven para haber estado implicado en la guerra y que lo hubieran expulsado de la corte; pero su forma de comportarse, tan irreverente, parecía indicar que nunca había estado en Rowan.

      —¿Tanto se nota? —me contestó observando su ropa.

      —No es la ropa, tranquilo.

      Aunque no se veía a mucha gente en la corte con el tipo de traje que él llevaba. McTavish se quitó el sucio abrigo de todas formas y lo tiró a mis pies, sobre el sofá. Me reí.

      —¿Y tú? ¿De dónde eres? —Se subió las arrugadas mangas de la camisa—. Falda sureña, blusa norteña… ¿De dónde es tu acento?

      —Soy mestiza —contesté con alegría. Sara falló una nota al oírme—. A Sara no le gusta la palabra, pero a mí me da igual. Soy de Olmos, pero no se me nota en el acento, no sé por qué.

      Me desperecé sobre el sofá, dejé caer mis botines al suelo y puse los pies sobre el abrigo de McTavish.

      —¿Y la señorita Blaise? —me preguntó—. No, espera, déjame adivinarlo…

      McTavish se inclinó hacia delante, mirando a Sara de arriba abajo.

      —Nirwan.

      Ella siguió tocando, pero yo no pude evitar una exclamación, sorprendida.

      —¿Cómo lo has sabido? —pregunté antes de darme cuenta de la explicación más lógica—. ¿Por el apellido?

      —Cada uno tiene sus talentos, Dunn. El mío son las señoritas norteñas.

      —Permíteme dudarlo —le dije, con una carcajada.

      Fue su turno entonces de ahogar una exclamación de falsa indignación.

      —Oye, ¡perdona!

      Me volví a reír, más divertida de lo que había estado en mucho tiempo. Hubo un momento de silencio, en el que Sara terminó la canción, y luego continuó con otra.

      —No conozco a muchos mestizos —dijo McTavish—, pero no suelen vestirse así, ¿no?

      Me encogí de hombros.

      —Lo mejorcito de cada sitio —le contesté—. Y si a alguien no le gusta, no es mi problema.

      Sara me miró un breve instante, apretando los labios.

      —A la señorita Blaise no parece gustarle.

      —Mi sentido de la moda le resulta ofensivo —dije—. Pero no todas podemos tener su estilo.

      —Sería insoportable para mí, desde luego —siguió flirteando él.

      Sara se sonrojó, pero antes de poder protestar, alguien más entró en la Sala de Música.

      —¡James! Te estaba buscando.

      Velas relajantes o no, al reconocer la voz de Luther Moore me incorporé de golpe sobre el sofá. Él se acercó hasta James y ambos se abrazaron con fuerza.

      —Perdona, me he distraído —le contestó.

      Sara, a su espalda, había dejado de tocar. Luther frunció el ceño al verla y ella se sonrojó aún más.

      —James…

      Justo entonces se giró hacia mí. Su cara cambió enseguida a una de sorpresa.

      —Aileen.

      —Luther —lo saludé cruzando las piernas sobre el sofá y estirándome la falda para intentar parecer algo más presentable.

      James me observó un segundo, luego miró a Luther. Y después esbozó una enorme sonrisa que Luther le borró de un codazo en las costillas.

      —Será mejor que nos vayamos si pretendes instalarte antes de la cena. Señorita Blaise. Aileen.

      —Te veo mañana, Luther —le dije, sintiendo forzadas las palabras.

      Él asintió, entendiendo que había aceptado sus disculpas.

      —Ha sido un placer, Aileen. Estoy seguro de que nos veremos pronto —se despidió McTavish estrechando mi mano—. Señorita Blaise.

      Sara volvió a darle la mano, pero esa vez él le besó el dorso.

      —Oye, ¿qué es eso de «Aileen»? —repliqué mientras se alejaban—. Para ti soy la señorita Dunn.

      —¿Señorita Dunn para mí, pero Aileen para Luther? No lo creo.

      —James —masculló Luther arrastrándolo hacia el pasillo.

      McTavish se despidió con la mano una vez más antes de salir y no pude evitar sonreír.

      —Qué persona tan desagradable —protestó Sara inmediatamente.

      —Lo siento —contesté a falta de algo mejor.


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