Tormenta de magia y cenizas. Mairena Ruiz

Tormenta de magia y cenizas - Mairena Ruiz


Скачать книгу
dicho que consistía en todo aquello que era antinatural: romper un hueso separando sus fragmentos, en vez de uniéndolos; forzar una llama a arder donde no había oxígeno; extraer el agua de una planta, robándole la vida.

      Tal vez esto era lo mismo. Tal vez, por mucho que insistieran, acceder directamente a tu magia no fuera natural. Y Luther Moore, por supuesto, había aprovechado la oportunidad para hacerme sentir el poder tóxico y adictivo de la magia oscura.

      Había escuchado miles de veces las mismas historias. Sabía que solo generaba más y más adicción, hasta que tu propia magia se rebelaba contra tu cuerpo y te acababa destruyendo, por mucho que los norteños protestaran que eso dependía del carácter de la persona y no de la magia que se usara.

      Pero a Luther Moore no le importaba lo que yo creyera, ¿no? Resoplé, incrédula e indignada por haber llegado a confiar en él.

      Me vestí y salí de mi cuarto sin tan siquiera peinarme. No tenía ni idea de dónde estaban sus habitaciones, pero me dirigí a la zona más nueva del Ala Oeste, donde solían hospedarse los norteños con más dinero, y no tardé en encontrarlo, cruzando una sala de camino al comedor.

      —¡Luther!

      Se giró hacia mí, sorprendido, y debió notar algo en mi cara, porque frunció el ceño al verme.

      —¿Qué pasa?

      —Eso quiero saber yo —le dije acercándome a él.

      Entré en la sala vacía en la que se encontraba y cerré la puerta tras de mí.

      —¿A qué estás jugando? —le espeté en cuanto estuve junto a él.

      —¿Perdona? —me preguntó marcando cada sílaba, manteniendo la calma.

      —Lo de ayer. Fue magia oscura, ¿verdad?

      Luther apretó los labios con fuerza y un suave rubor cubrió sus pálidas mejillas.

      —¿Crees que sería capaz de enseñarte magia oscura sin decírtelo? —me replicó, lleno de indignación.

      —¿Cómo explicas entonces la sesión de ayer? ¿La planta que creé de la nada y las semillas enterradas que hay ahora mismo en mi habitación?

      Luther hizo entonces algo terrible, imperdonable. Alzó las cejas, me miró de arriba abajo y se rio de mí.

      —¡Porque yo también usé mi magia! No esperarías hacer algo así tú sola —me respondió—. Pero si no eres más que una…

      —¿Una qué? —le pregunté dando un paso más hacia él, con la vergüenza y la rabia consumiéndome—. ¿Qué es lo que soy?

      Luther fue a contestar, pero no supe si pretendía llamarme mestiza, porque en ese momento se abrió la otra puerta de la sala y entró el presidente Lowden.

      La fuerza de la costumbre me hizo reaccionar y me dejé caer sobre una rodilla inmediatamente. Luther, junto a mí, me miró por el rabillo del ojo.

      —Señor Moore, señorita Dunn —nos saludó Lowden—. Disculpen la interrupción.

      —En absoluto —contesté, aún arrodillada—. Ya habíamos terminado.

      Luther no dijo nada.

      —Les dejo de todas formas —dijo Lowden cruzando la sala.

      Una vez nos había dado la espalda, yo me puse en pie y, sin girarme hacia Luther, me marché de allí.

      4

      Después de mi discusión con Luther volví a mi dormitorio, donde me quedé encerrada el resto del día. Me sentía engañada y humillada y no quería dar explicaciones a nadie, así que le conté a Sara que no me encontraba bien para que no me molestara. Liam vino a buscarme por la tarde, pero le dije que no tenía ganas de ver a nadie, sin abrir siquiera del todo la puerta.

      A la mañana siguiente seguía escondida entre las sábanas cuando Sara llamó con suavidad a mi cuarto.

      —Aileen, han traído un paquete para ti.

      Aún tardé un rato en decidirme a salir de la cama e ir a ver qué había llegado. Debía ser algún envío de mis abuelos, que me solían mandar ropa y regalos norteños con la esperanza de que abandonara mi estilo mestizo. Sin embargo, el paquete que me esperaba sobre la mesa no era de ellos. Era una caja de madera labrada con bajorrelieves, con un frondoso árbol tallado en cada uno de los laterales. Mis abuelos nunca me comprarían algo así.

      —Trae una carta —me dijo Sara desde el sillón.

      Señorita Aileen Dunn, ponía con elegante caligrafía. Le di la vuelta al sobre y fruncí el ceño al ver el escudo de los Moore en el lacre.

      —¿No la abres? —me preguntó mi amiga, impaciente.

      Debía haber curioseado y, al ver el remitente, había decidido no moverse del salón hasta que abriera el paquete. Con un suspiro, rompí el lacre.

      Estimada Aileen:

      Lamento profundamente el terrible malentendido que condujo a la discusión de ayer. Nuestro trabajo en las últimas semanas, el hecho de que eres una Thibault y el extraordinario talento que has demostrado para las técnicas usadas en el norte han hecho que olvide que no has sido criada allí, con la falta de ciertos conocimientos que eso supone.

      Si no he sido más claro a la hora de gestionar tus expectativas ha sido por eso, y no por malicia.

      Siento haber olvidado que, en realidad, eres una novata y lamento haberte fallado como instructor al dejar que tu confusión enturbie el disfrute de una disciplina en la que claramente destacas.

      Solo el tiempo y la práctica pueden llevarte a conquistar tu magia. Espero que, mientras, sigas aceptando la ayuda que pueda ofrecerte.

      Atentamente,

      Luther Moore

      Cerré la carta y la dejé sobre la mesa, preguntándome con qué clase de regalo esperaba comprar mi perdón. Aunque, cuando abrí la caja y vi lo que había dentro, no pude evitar sonreír. Sara, que se había acercado a cotillear, se apartó con rapidez al notar el olor.

      —Es abono —le expliqué sonriendo—. Para mis plantas.

      No podía hacer que mi planta creciera de la noche a la mañana, pero me ofrecía la ayuda necesaria para conseguirlo de todas formas. No solo me pedía disculpas, sino que lo hacía de la forma más sureña posible.

      —Así que lo que tenías era un disgusto —me dijo Sara, al ver mi cambio de actitud.

      Yo me encogí de hombros.

      —¿Y fue culpa de Luther Moore?

      Me encogí de hombros de nuevo.

      —Me ha pedido disculpas.

      La cara de Sara lo decía todo sobre qué opinaba de su forma de pedir perdón.

      —Un Moore disculpándose por algo… —murmuró, asombrada—. ¿Lo vas a perdonar?

      Tamborileé los dedos sobre la caja, como si no supiera la respuesta desde que la había abierto.

      —Supongo —contesté al fin.

      —Bueno, pues llévate eso de aquí, antes de que apeste toda la sala.

      —¿Cómo llevas la organización del baile? —le pregunté mientras dejaba la caja junto a mis plantas.

      —Ugh, no me hables de eso. Llevo tres días trabajando sin parar, creo que voy a estallar.

      —¿Por qué no hacemos otra cosa, entonces? Solo un rato, para que descanses, y luego sigues trabajando.

      Sara se mordió el labio inferior,


Скачать книгу